jueves, 26 de abril de 2012

TAHÍM


 

 



La guerra no termina nunca, y a sus efectos devastadores se suman los del último movimiento sísmico. No he conocido otra cosa, siempre fue así desde que nací. No recuerdo quién me puso el nombre de Tahím, ni sé tampoco su significado. Dice la Hermana Luisa que cuando era niño quedé atrapado entre los escombros de lo que un día fue una finca de apartamentos. Hubo muchos muertos y desaparecidos pero yo fui producto de una de esas circunstancias a las que ella llama «milagro». Durc, que así se llamaba mi salvador, se abrió paso entre los cascotes y consiguió llegar hasta donde mi cuerpo estaba atrapado. Ignoro las peripecias que tuvo que realizar el animal para sacarme de allí. Yo no recuerdo nada de aquello, pero mi nombre siempre ha permanecido unido al suyo

    Las Hermanas se las ingeniaron para permanecer en contacto con aquellos cooperantes, y eso que ya es difícil mantener el concepto de “permanencia” en esta forma de vida, pero ellas son muy tenaces y nunca muestran signos de abatimiento. Como decía, mantuvieron comunicación, aunque esporádica, con aquellas fuerzas de rescate, y siempre se interesaron por Durc, mi salvador.

    Una noche, mientras los refugiados nos hallábamos en el interior de La Estrella Azul, que es como se llamaba el barracón supuestamente protegido por Naciones Unidas, a alguien, en su despacho alfombrado, se le ocurrió la genial idea de que en nuestras instalaciones se ocultaban unidades terroristas, por lo que no titubeó lo más mínimo en «barrer» todo el complejo protegido. Murieron cinco de las dieciséis personas que nos encontrábamos en el interior. Una de ellas fue la Hermana Isabel.

    Pasados los primeros días, la impotencia y la indignación fueron sustituidas por el olvido entre aquellas personas que, desde sus hogares en los países occidentales, contemplaron con horror las imágenes que les mostraba la pequeña pantalla de lo que había sucedido en La Estrella. A los que sobrevivimos a la ofensiva, nos remitieron a los pocos lugares en los que se podían remediar, de alguna manera, las heridas de nuestros cuerpos; para las otras no había remedios ni fármacos, si acaso, pensar en la posibilidad de devolver el golpe, a pesar de contrariar a las Hermanas.

    Más tarde hubo una tregua y a mí me condujeron, en compañía de una de las chicas que había sido herida en el estómago y de la Hermana Luisa, hasta un avión militar que me trajo hasta aquí, donde un equipo médico intenta, por todos los medios posibles a su alcance, que recupere un poco de la movilidad que perdí en aquella noche. No son nada optimistas en cuanto a los resultados. Quizá consiga recuperar un poco el movimiento de los brazos, aunque no así el de las piernas.

    Me facilitarán una silla de ruedas y me enviarán de nuevo a mi jungla. Para entonces me habré recuperado de parte de mis heridas, pero mientras espero a que esto suceda, escucho las noticias en el televisor desde mi cama del hospital. Sólo escucho. No puedo contemplar las imágenes. Mis ojos se quedaron a oscuras cuando de niño, aquel milagro me rescató de los escombros.

    En los informativos hablan de otro bombardeo en una guerra cualquiera, y hablan también de las bajas. Entre estas bajas se cuenta una muy especial. Hablan de uno de los perros que acompañan a los artificieros. Dicen el nombre del animal, y a continuación pasan a enumerar las heroicas hazañas que ha protagonizado y por las que se le han concedido diversas condecoraciones; pero yo no las oigo. Desde hace unos minutos mis sentidos no registran sensación alguna.

    Me recojo en mí mismo. Intento visualizar mentalmente la imagen de un Durc del que sólo conocí lo que las Hermanas me contaron de él, y del que conservo una pequeña insignia, obsequio del soldado a quien le estaba asignado y que el animal solía llevar adherida al collar.

    De pronto me doy cuenta de que estoy llorando;  no recuerdo cuando fue la última vez que lo hice; es como si hoy fuera la primera. También me doy cuenta de la soledad que me rodea. Las Hermanas están lejos, y las enfermeras que me dan la comida y me cambian las ropas no consiguen llegar hasta mi realidad. Siento una presencia acercarse hasta mi cama, y después siento también la suavidad de unas manos que acarician mi cabello. Una voz de mujer me pregunta con ternura mientras seca mis lágrimas con una pequeña gasa: «¿Cuántos años tienes?», y yo le respondo: «Dicen que nueve, pero creo que son muchos más».



De: Cuentos del Puerto.

Fotografía: Ismael


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