jueves, 15 de noviembre de 2012

Las Hilanderas


 

 
 


La tarde era lluviosa y yo observaba con mi pequeña y chatuza nariz pegada al cristal de la ventana de la cocina, cómo las gotas de lluvia se estrellaban violentamente contra los pequeños charcos que se habían producido en los desniveles del suelo de cemento del pequeño patio, incrementando su deterioro

Desde detrás me llegaba el suave calorcito desprendido por la cocina de carbón, ante la que mi madre permanecía agachada mientras abría la pequeña puerta del horno y procedía a sacar unos suculentos boniatos.

No estábamos solas en la cocina; nos acompañaban dos de las vecinas a las que el roce y la familiaridad de aquellos días habían ascendido a la categoría de «tías».

El silencio era absoluto entre aquellas paredes pintadas de humedad, en cuya parte superior aún mostraban los colores de la última mano de pintura aplicada en la primavera anterior.

Cansada de contemplar los borbotones de la lluvia decidí dirigir mi aburrimiento hacia la lámpara del techo. Mi padre había cambiado la bombilla esa misma mañana y, para mi deleite, cambió también el papel de celofán que la cubría a modo de pantalla; ahora era de un rosa fuerte que se extendía como largos dedos por la superficie blancuzca sobre nuestras cabezas.

Mi madre y mis dos «tías» seguían en su mutismo pero sus manos no paraban quietas. Alrededor de la mesa donde unas horas antes habíamos dado buena cuenta de unas lentejas viudas, mi madre se esmeraba en deshacer un viejo jersey cuya lana ovillaba abrazando los cuatro dedos de su mano izquierda, y que ya había alcanzado el tamaño de una pequeña pelota. Yo sabía que, en breve, cortaría la lana con sus propios dientes dando por finalizada esta bola y comenzando una nueva; esta, tal vez, con las mangas de la vieja prenda de color azul marino que hasta hacía unos meses había resguardado del frío a mi hermano mayor.

Una de las tías se entregaba a la misma tarea pero, a diferencia del jersey que deshacía mi madre, el de ella era rojo apagado, quizá descolorido. La otra tía-vecina no ovillaba la materia deshecha, sino que descosía un tercer jersey, este de color blanco, cuyas mangas habían sido ya desprendidas del cuerpo del mismo.

Desde mi rincón yo observaba su quehacer silencioso cuando un estremecimiento recorrió mi pequeño cuerpo al ver a las tres mujeres echar mano de sus pañuelos mientras entraban en un colectivo llanto.

Pude escuchar entonces la voz sobrehumana que vomitaba la radio de madera apoyada en una balda adosada a la pared: Ama Rosa se despedía hasta la tarde siguiente. Por suerte para mí, el Negrito del África Tropical vino en mi auxilio y me hizo ser consciente de que no ocurría nada grave.

Mi madre y mis tías se sonaron sus respectivas narices, se repartieron los boniatos y, guardando cada una sus deshechos y pelotas en un pequeño canastillo de mimbre, se despidieron hasta el día siguiente.

Yo me dirigí de nuevo hacia la ventana, pegué mi pequeña nariz al cristal y comprobé decepcionada que había dejado de llover, mientras, inconscientemente, estiraba las mangas de mi jersey de rayitas blancas y azules intentando cubrir mis manos hasta las puntas de los dedeos.
 
 
 
De: Episodios cotidianos y unos versos espontáneos - «Cuentos de otoño»
Ilustración: Blas Estal

 

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