jueves, 20 de diciembre de 2012

Hamulab en Navidad





 


En la oscuridad de la noche, la luna se abría paso a través de las nubes. Haissa sentía miedo. Su compañera de travesía le tomaba la mano y le acariciaba el cabello. Hacía unas horas que habían partido desde la otra orilla, y nada hacía presagiar que el pequeño Hamulab se aventurara a asomar su rostro de ébano en esa noche de diciembre.

Todavía faltaban unas semanas para que la gestación de la joven llegara a término, y por eso no le dio importancia a aquellas mínimas molestias que notara en sus riñones cuando la pequeña embarcación comenzó su vaivén silencioso al adentrarse en el mar abierto.

Haissa y su compañero Haimehe decidieron viajar a las costas españolas al igual que muchos que les precedieron. La utopía de una vida mejor para su pequeño hijo les alejaba de una tierra que nada podía ofrecerle. No viajaban solos aunque, en medio de aquel mar, por suerte en calma durante toda la travesía, la soledad se había aposentado sobre sus cuerpos como si se tratara de una segunda piel.

Cada uno de aquellos ojos, tan oscuros como la misma noche, estaba inmerso en sus propios pensamientos. No sabían qué les esperaba al llegar a la costa. Les habían contado que posiblemente hallaran unas manos tendidas ofreciéndoles abrigo y cobijo, pero también podían encontrarse con un viaje de regreso.

Haissa, estoicamente había cogido un hatillo con sus escasas pertenencias y conminó a su compañero a que la siguiera. Acarició con ambas manos su abultado vientre y echó a andar hacia la playa. Haimehe la siguió sin rechistar, y ambos se embarcaron al llegar la noche.

 


Entrada la madrugada, la joven comprobó claramente que aquel dolor de riñones no obedecía a un intento del pequeño Hamulab por acomodarse en su cada vez más pequeño espacio, y cuando sintió su ropa interior empapada por el agua, supo al instante que no era debido a aquella que se introducía en la embarcación, procedente del suave chapoteo del mar. Se dio cuenta de que había roto aguas y, ahora, todo el coraje se le escurría mezclado con aquel líquido amniótico que anunciaba el alumbramiento de su pequeño.

Los hombres se echaron a un lado y varias mujeres, tan jóvenes como ella, se agruparon para ofrecer sus manos a la nueva vida que asomaba, y sus más tiernas palabras a la joven madre, suministrándole un poco de tranquilidad que hiciera más fácil el momento del parto.

Hamulab no se hizo esperar demasiado. Al parecer tenía prisa por arribar a la costa. La luna se quiso sumar al momento y se abrió paso entre las nubes alejándolas con firmeza. Algunas estrellas acudieron prestas a su llamada, y Haimehe pudo observar  de reojo, cómo una estrella fugaz cruzaba en loca carrera por la bóveda celeste.

Las mujeres abrieron sus fardos y arroparon al pequeño. El Mediterráneo, mansamente aportó una pizca de su alma y con ella se lavó el cuerpo de Hamulab que, al contacto con ella, rompió a llorar y a llenar de aire sus minúsculos pulmones.

Haissa, desfallecida por la labor del alumbramiento, no tenía fuerzas para cubrir de cariño a su niño, pero muy pronto llegó la aurora mostrándole sus más preciados colores y los perfiles de los tejados de las casas próximas a las playas almerienses. Sentía frio. Todos en la embarcación lo sentían, pero el fuego de la esperanza prendía en la voluntad de aquellos cuerpos tan oscuros en su piel como hermosos y puros en su interior más absoluto. Descendieron de la patera y, con el agua cubriéndoles hasta la cintura, se abrieron paso; unos a nado, los otros, con el incrementado esfuerzo que el caminar dentro del agua ocasiona.

La nueva madre contó con la ayuda del joven padre para llegar a la orilla, y el pequeño Hamulab, alzado en lo alto, como dispuesto a ser ofrecido a un adorado Dios, llegó sano y salvo a tierra andaluza.

La luna, con su presencia le otorgó la luz que abrió sus ojos; el agua del mar, el estremecimiento que abrió sus pulmones en un fuerte llanto; y el sol, con su precipitada aparición sobre las aguas, el calor que su pequeño cuerpo precisaba.

No hubo oro,  mirra ni incienso. El oro lo aportó aquel grueso papel con el que, a modo de manta, cubrió el cuerpo del recién nacido un funcionario de Asuntos Sociales. El aroma mediterráneo que impregnaba su arrugada piel, y la suavidad de aquellas manos blancas que palpaban su cuerpo en busca de alguna herida, lo coronaron como si fuera un Mesías.

Horas más tarde Hamulab era visitado por todos los medios informativos. Su rostro de ébano dormía plácidamente en una pequeña cuna en la aséptica sala, ajeno a las cámaras que en vano intentaban fotografiar su pequeña cabecita envuelta en un gorro de lana. Afuera, en la calle, la noticia corría de boca en boca: "El niño nacido en alta mar, a bordo de una patera, estaba sano y salvo y contaba con el cariño de cuantos habían visto las noticias en el último telediario".

 

 
Era el día de Navidad, y aunque lo acontecido nada tenía que ver con los hechos ocurridos dos mil años antes, muchos rostros elevaron la mirada al cielo; unos, dando gracias a Dios por la vida de Hamulab, los otros, pidiendo a ese mismo Dios que debilitara a los Herodes que, a buen seguro, habría de encontrar en su camino a medida que el tiempo transcurriera y se viera forzado a abandonar la seguridad que el interior del hospital le proporcionaba en estas, sus primeras horas de vida.

 

 Ocurrió en las costas de Almería, en un mes de diciembre.



De: Cuentos de Invierno
Fotografía: Ismahell



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