miércoles, 19 de marzo de 2014

En el Día del Padre...

 


Dicen que hoy es el «Día del Padre». Lo dicen en las redes sociales, lo dicen en la radio y lo están diciendo en los cortes publicitarios de la televisión durante casi quince días.

Yo, después de felicitar a mi marido —regalo de mi parte nunca hay—, me he puesto a recordar cómo eran, en otros días y otras horas este «Día de…» Mi memoria a veces me sorprende, pues soy capaz de recordar vivencias de este día desde muchos años atrás, incluso los Sanjosés de mi más tierna infancia, allá en la calle del Convento. Aquel convento era escuela y parroquia; esta última, dedicada al santo carpintero. Sobre el altar, a un lado, la talla de San José; al otro, la de San Antonio María Claret, que daba nombre a las monjas del inmueble; y en el medio, presidiendo el altar y predominando su figura sobre la de los dos varones, ocupando el lugar más alto, La Inmaculada Concepción.

A ella llevábamos flores cada día durante las tardes del mes de mayo. Previamente, por las mañanas, antes del comienzo de las clases, ya teníamos nuestra rutina de oraciones: diez minutos en la iglesia antes de entrar al aula a comenzar la jornada lectiva. Pero esto era lo habitual aunque no fuera el mes de María. En éste, las tardes eran un poco festivas, porque no íbamos a rezar, sino a cantar aquello de ♫♫ Con flores a María, que madre nuestra es♫♫♫. La iglesia estaba engalanada y olía de maravilla —entonces los niños no teníamos alergias—, y las monjas mostraban sus caras más amables.

Sin embargo, en la mañana del Día del Padre, coincidiendo con el día del santo patrón de la Parroquia de San José, la misa de diez estaba dedicada al carpintero, y no a la virgen. Allí se dirigían las falleras del núcleo obrero del municipio a realizar su ofrenda floral. Hoy la realizan desfilando hacia la puerta de la Tenencia de Alcaldía, donde se instala una plataforma desmontable en la que se coloca una imagen de la virgen. Ignoro cuál de ellas tiene el privilegio de recibir la ofrenda.

Recuerdo aquellas mañanas, como recuerdo los regalos que le hacía a mi padre para demostrarle cuánto lo quería en aquel día especial. Eran estampitas con algún que otro santo, pero que, poco a poco, fueron dando paso a otros menos inocentes, como eran aquellos paquetes de tabaco que él devoraba sentado a la fresca en aquella calle de tierra, en compañía de los otros vecinos. Eran cigarrillos sin boquilla, «pura hierba» diría yo para ser más exacta: Celtas Cortos, Bisonte… Después, ambos nos hicimos mayores y ya había Ducados; nunca tabaco rubio. Y de ahí, al mechero primero y al encendedor bonito después. Luego, a medida que fueron pasando los años, llegaron regalos más prácticos, camisas, pijamas, discos de jotas navarras y aragonesas... Finalmente llegaron también los ramos de flores. Hasta que un año no pude llevarle su regalo porque el trabajo me impidió ir a comprar los claveles con los dos gladiolos. Entonces decidí prescindir de aquellos obsequios; obsequios que estoy completamente segura  que él no aprobaba, pues más de una vez le oí decir aquello de «no quiero que me llevéis flores cuando…»

A pesar de la ausencia de regalos, y de mi poca o nula motivación en estos «días de…», siempre tengo unas palabras para él. Y a veces recurro al verso libre, ese del que sí tengo la certeza que le llenaría de orgullo recibir. Le escribí largo y tendido durante muchos años, mucho antes de que me atreviera a sacar a la luz ninguno de mis trabajos. A él le hablé en cada uno de los fragmentos de De Fragua y Yunque, poemario cuyo título dio nombre a este blog, y con el que quiero recordarle una vez más:


…Luz que alumbras en mis noches
el vacío de tu ausencia.
Me asomo a mi memoria
y te acecho...

 junto al yunque,
en tu fragua.
Templando el acero de mi sangre,
forjando mi destino entre tus sueños…
 
 
 
 
Del poemario: De fragua y yunque (fragmento)
Ilustración: Blas Estal.

 

 

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