sábado, 31 de mayo de 2014

Canfranc



Paseo de los Ayerbe

 

Sinónimo de frio y nieve para unos, de descanso y ocio para otros, Canfranc es montañismo, es una ruta por "El Camino del Corzo" y es un tranquilo paseo por "Los Melancólicos", pero en la mente de muchas personas, su nombre responde a un recuerdo y a una estación ferroviaria.

Son quizá los más nostálgicos, los más soñadores, o tal vez los más solitarios, aquellos que piensan en Canfranc como en un punto final del camino. A escasos metros de la estación ferroviaria el túnel de Somport nos hace un guiño desde su mirada oscura retándonos al cruce al otro lado, al valle francés del Bearn. El tiempo ha borrado la frontera y este guardián desvelado se yergue decrépito en su arrogancia de antaño. Los uniformes que custodiaban su altivez han desaparecido del paisaje, y sólo la vieja arquitectura de la estación lo saluda con la mano desde enfrente.

Como una vieja dama, la estación permanece firme observando a los viajeros que llegan desde Zaragoza o desde las entrañas mismas de la península. De vez en cuando, una joven saca su cámara y sin previo aviso apunta con el objetivo hacia la silueta horizontal que, desprevenida, quedará inmortalizada una vez más en el álbum o archivo fotográfico de los recién llegados.

Otros pasajeros apeados de "El Canfranero", caminan con prisas atravesando el puente sobre el río Aragón. No se vuelven a mostrar pleitesía a la vieja estación, ni tampoco pierden un minuto de su tiempo fotografiando los lazos amarrados a la verja que rodea el recinto. Son lazos reivindicativos que pretenden llamar la atención sobre el estado de abandono en el que se encuentra la terminal pero, para estos pasajeros con prisas, carecen de interés.

El río Aragón y la N-330 se interponen entre la longeva y abatida dama ferroviaria y la nueva población de Canfranc, cuyos hoteles y apartamentos constituyen en la actualidad el perímetro urbano de este enclave pirenaico. Paralelo a este núcleo urbano, enfrentado a la estación, el Paseo de los Ayerbe rivaliza en belleza con su adversario, el Paseo de los Melancólicos, y desde su lugar privilegiado, integrado en el bosque, incita al caminante al recorrido.

En la mañana, la luz del sol apenas ilumina la senda bordeada de foresta. En unos trechos es sinuosa y empinada, y en otros suave y recta, amenizada por los tentadores bancos de madera que desde las orillas seducen al senderista. A través de los árboles, a veces se observan los balcones de los apartamentos hoteleros o particulares en los que, en ocasiones, se ven aireándose los ajuares de los inquilinos: camisetas y toallas de diversos colores se introducen en el paisaje por entre los huecos del ramaje.

Con las últimas horas del estío, el peregrino rezagado, en su caminar sereno, se detiene en El Ayerbe y adivina a Dios en el paisaje. Pero el tiempo apremia. La hojarasca comienza a tapizar el suelo con un manto dorado y el caminante debe seguir su ruta por la vía antes de que las primeras nieves cubran las señales del camino. Contempla por última vez a la dama ferroviaria, preciosa arquitectura erigida en los primeros años del último siglo, amplia, majestuosa... y humillada; con historias de vida y muerte tras sus deterioradas paredes. El andén próximo al actual paseo urbano, y la oscuridad del viejo túnel, le recuerdan que hubo un día, no hace mucho, en que los pasajeros continuaban viaje arriba, hacia la otra orilla. Para muchos era un viaje sin retorno. Una historia que en ocasiones se aprecia en el aire pirenaico, cuando, cerrando los ojos, aún se alcanza a contemplar las imágenes de hombres y mujeres atravesando la frontera, con sus maletas de tosca madera repletas de sueños rotos y de versos de despedida ocultos entre los pliegues de sus escasas pertenencias. Son los supervivientes de una España rota que se desangra, pero esa... es otra historia.


Tras la excursión al Paseo de los Ayerbe y Paseo de Los Melancólicos (Canfranc)
fotografía: P.Murria


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