domingo, 31 de agosto de 2014

Crónica de un despertar





Es la hora en la que el barrio de los pescadores todavía duerme. Los pocos automóviles que se aventuran a recorrer el perímetro del puerto no han ocupado su papel en la escena, y solamente en algunas de las casas se observa un humillo que se eleva por encima de los tejados.

Voy caminando por camino de tierra bordeado de adelfas de colores varios. Voy en busca del mar que espera mi llegada con la ansiedad de cada día. Paralela a mi paseo la gran explanada de Menera me saluda con sus ocres y me invita al aislamiento.

Hace frío, y algunos hombres acaban de cruzarse en mi camino llevando sus cañas y nasas. No han reparado en mi presencia a estas horas tempranas ni yo he intentado acercamiento alguno hacia ellos. Sus caras me resultan conocidas pero no podría decir por qué razón. Un perrillo negro les sigue de cerca; se dirigen al muelle sur mientras comentan algo sobre el viejo mercante anclado desde el final de la contienda, y sus voces se pierden al rebasar la última curva del camino.

Aligero mis pasos para acudir puntualmente a mi cita y contemplar el despertar del sol por encima del delta. Como cada mañana, el viejo faro apagará su luz y dará paso a la claridad amiga. Él tampoco falta al encuentro. A pesar de los cambios efectuados en el entorno y de que otras candelas iluminan los amarres del nuevo puerto permanece ahí, erguido y desafiando al tiempo con la arrogancia de antaño.

Dejo atrás las dunas y la premura, y me dirijo, ahora ya con paso sereno y hundiendo mis pies en la arena, hasta las rocas del espigón. Respiro hondo mientras dirijo la mirada hacia la loma, principio y fin de la sierra, y adivinando sus contornos amurallados me despojo de todo atuendo comenzando por el calzado y finalizando el ritual por mis prendas íntimas, de las que las olas se apropian disimuladamente.

El disco solar no tarda en llegar; se asoma desde la desembocadura de un Palancia que perece cauce arriba amordazado por la presa. El alba no viene sola, la acompaña el poeta que, con sus versos, va tiñendo de oro las aguas. La música se suma al diálogo: es el susurro del viejo mar en su acariciar constante sobre las erosionadas rocas en la base del espigón.

Las primeras aves se aproximan siguiendo la estela del último carguero, en busca quizá del sustento; mientras, la actividad portuaria avisa de una nueva jornada. Las calles se visten ya de gente que va y viene ajena a mi bautismo en los azules de mi mar que pronuncia mi nombre desde el horizonte, y los pescadores regresan tras su expolio portando llenas las cestas y vacías las palabras. A su lado, un perrillo negro camina rezagado y yo me crezco cuando uno de los hombres me mira sin verme, en mi regreso, por el camino bordeado de adelfas de colores varios. En la explanada de Menera los ocres han desaparecido bajo el asfalto y los vehículos se amontonan estacionados.

Atrás se queda mi mar y, con él, mi despertar. Poco a poco me adentro en la ciudad que no me respira. A mi lado, un perrillo negro camina y mueve su cola. Desde el etéreo de mi cuerpo, yo lo miro, y le sonrío.
 
 
 
Publicado en el nº 29 de la revista «Ágora - Papeles de Arte Gramático»
Ilustración: Ismael Murria

sábado, 16 de agosto de 2014

Ajena

 
 
Los lagos


Ajena
a las tradiciones me sitúo frente al mar,
de espaldas
al campanario que repica desde el alba.
 
Ajena
a unas gentes extrañas
contemplo desde mi ventana
caer la lluvia en la tierra
 
y el vapor que emana de ella
me trae aromas de infancia
y otro repique de campanas
 
otra calle y otra tierra,
otro cura y otras almas
que andan portando las andas.
 
 
 
Del poemario Espontáneos
Fotografía: Ismael Murria Los lagos/Almenara
 

domingo, 3 de agosto de 2014

Verano en el pueblo







Ya se apagaron los fuegos que por San Juan iluminaban nuestras costas, y aquellos otros que, una semana más tarde, por San Pedro y San Pablo cegaban la visión nocturna de los embolados en distintos pueblos de nuestra comunidad, formando parte de sus festejos populares en honor al santo patrón o patrona. Quizá otros resplandores vengan a sumarse a ellos en estos días de calores extremos y me hagan prescindir de la poesía con la que, a veces, me gusta engalanar la dignidad del elemento, tan necesario y fastuoso en algunos casos como dramático y desolador en otros.
    Pasarán los fuegos míticos como pasan tantas otras cosas. Pasarán de largo y en apenas unas semanas serán tertulias en plazas y playas. Pero el estío es perezoso y se acomoda a nuestro lado con insistencia. A veces intento darle forma, imaginar que tiene un cuerpo de mujer, o de hombre, y que le puedo poner rostro y dotarlo de voz; hacerlo mi aliado o aliada y confiarle mis secretos en voz baja, cuando en la noche se escuche alguna música suave procedente de cualquier edificio vecino.
    Pero el verano no es cuerpo, y no es voz ni oído que escuche mi risa o mi llanto. Es tan solo un ciclo más; un tiempo de vacación que algunos aprovecharán para evadirse del trabajo y pasar unos días en su pueblo, aquel en el que nacieron, o nacieron sus padres y abuelos, y que tal vez dejen de visitar cuando unos y otros no estén. Para la mayoría la vacación consistirá en mudar de hábitos cotidianos. La crisis así lo aconseja. ¿Para qué ir a Cancún si tenemos producto nacional? Tal vez entonces descubran rincones cercanos ignorados hasta hoy. Y es que a veces miramos tan a lo lejos que no percibimos la hierba a nuestros pies. Es una pena… Una pena no detenernos a observar lo habitual y cercano, como en ocasiones puedan ser los municipios de nuestras comarcas más próximas.
    En los pueblos estos días de verano son días de puertas abiertas y cenas al aire libre, las barbacoas desde las terrazas vecinas avisan de la fraternidad, y yo oigo a los vecinos que solicitan un plato, cubiertos, la sal... El olor que asciende hacia el cielo nocturno me incomoda. No así las voces. No; ellas me dibujan las palabras pronunciadas en voz alta. A veces acompañadas de estruendosas risotadas. Son momentos que se adivinan felices y me gustaría asomarme, indiscreta, a través del tragaluz; averiguar el origen de sus risas, contemplar a los más pequeños que, ansiosos, apremian a los adultos. El primer «aviso» no tardará en hacerse oír por todo el pueblo y ellos, los mayores, todavía están con los postres.
    En mi silencio se introducen a un tiempo los ruidos producidos por la vajilla al ser retirada de la mesa y el del gentío que se aproxima desde la calle de abajo. Ya casi es la hora y todos se dirigen hacia la plaza. No quieren perderse el encendido de las bolas sobre las astas; todos desean ocupar un buen lugar desde el que observar al animal resistiendo y embistiendo. Todo está listo: las peñas con sus pañuelos y camisetas distintivas, la ambulancia en el extrarradio, la dotación policial…, y el pilón en medio de la plaza preparado para el sacrificio: La fiesta y el drama, la adrenalina al acecho, la polémica y el debate, el miedo…
    De espaldas a la fiesta me acomodo en mi rincón y observo las estrellas, como siempre, con el rostro hacia Levante, ignorando a las dos osas celestiales que aún hoy me intimidan desde su altura. Antes de que me haya dormido el silencio volverá a las calles y a la plaza. El gentío habrá desaparecido tan cansado y agotado como el toro, cada uno a su corral. De nuevo el fuego se habrá extinguido y, entre tanto, yo seguiré la estela del último cometa y dejaré de nuevo a la música que ocupe su hueco en mis sueños. En esta noche calurosa tal vez atienda a una voz desgarrada, quién sabe si la de Chavela, la Vargas, que ofreciendo  su voz a Atahualpa, pregunte Dónde anda Dios.
 
 
 
 
Texto publicado en Amaranto Cultural, en la sección "Apuntes de..."
Fotografia: P. Murria