domingo, 23 de noviembre de 2014

Réquiem por un hombre cualquiera




Hace apenas unos días tuve el placer de conversar por la red con David Morello Castell. Me regaló una cita para una imagen y abrió la puerta a la entrada anterior de este blog. Si yo aporté mi imagen a la conversación mantenida, él aportó una noticia muy satisfactoria, tanto para sí mismo como para sus amigos: «Su último trabajo poético publicado REQUIEM POR UN HOMBRE CUALQUIERA, Ed. Vitruvio (2013) , acababa de quedar —según la Asociación Madrileña de Escritores y Críticos Literarios— entre los seis finalistas al Premio de la Crítica de Madrid al mejor libro de Poesía del año 2013.
A medida que iba leyendo esa comunicación, acudieron a mi memoria los versos a pie de hoguera; la silla de anea sobre la que David, acompañado por la guitarra, da libertad al duende flamenco que lleva dentro; la camaradería alrededor de un tradicional guiso de caracoles, quién sabe si, alguna vez,  saboreado bajo una frondosa parra  y regado con un humilde vino servido en porrón…
Lamenté no haber podido asistir a ninguno de los actos flamencos, en los que él mismo recita sus versos con sentimiento profundo y voz entrecortada, y me dirigí hacia el estante poético de mi librería para encontrar, entre los libros de amigos, su particular «Requiem». Lo tengo en este mismo momento entre mis manos, delante del ordenador. Leo desorganizadamente los versos que lo componen. Su Libro Cuarto primero, y demoro mi lectura en sus «Acordes sin nota» deteniéndome en aquellos novios que vuelven abrigados del cine, que cobijan entre sorbos sus palabras, donde tan solo hay una televisión en cada casa, donde no hay ni tan siquiera hambre.
Sigo caminando páginas y no puedo evitar dedicar una mirada especial a este bello poema que David tituló «Herencia» Los olivos son hombres que no mueren […] Los olivos son/la savia de los mejores hombres muertos.
Caminando de puntillas sobre los versos que componen este Réquiem por un hombre cualquiera, alcanzo la primera de sus páginas. Esa en la que me encuentro con la dedicatoria a mí dirigida; en la que me habla, con tinta negra y trazo poeta, del deseo de los propios pasos, del propio latido…

Gracias, Patricia Pérez, por haber puesto en mi camino esta pequeña gran obra.

 
Pincha aquí para leer la reseña:


jueves, 20 de noviembre de 2014

En respuesta a un reto



Tan gratificante como compartir los colores y los sueños, es, a veces, atender aquellas sugerencias que, a través del verso, nos incitan a mirar más allá de una imagen.

Valga esta casa vieja, de un bello rincón cántabro, para dejarse llevar por el deterioro de su fachada, penetrar en cada una de sus estancias, permitir hablar a las sombras y obsequiarlas con esta voz que responde a un reto.

Gracias Débora, Gracias David, por regalarme esa entrada, esa llave que abre el poema.
 

Prodigioso alfiler que clavas la luz en el recuerdo…

… Hoy asomé una mirada vieja hasta posarla sobre tu caja de costura. Allí, en la habitación del fondo. En ese rincón donde bordas las enaguas que lucirás en la noche primera.
Después, cuando el sol se despidió tras el dique cántabro, desprendido el alfiler y empañado el prodigio por las horas de espera, se deslizó la blonda y el recuerdo a través del óxido de la baranda.
Desde entonces busco la luz entre la maleza, al pie de tu alcoba silenciosa, bajo esa tierra áspera que cubre tu sueño y estimula mi deseo.
 
 
De: Espontáneos
Leyenda de la imagen: David Morello Castell
Imagen: L.Estal


 
 

martes, 18 de noviembre de 2014

De paseo con Morvedre Renascitur




Hay días en los que el ambiente, lo acontecido en la víspera o, simplemente, un cambio en el termómetro que marca la temperatura en la calle, inciden en la programación a seguir. Y, a veces, la mejor opción para elegir la ruta del día depende de la charla con las amigas a primera hora de la mañana.

—¿Ordenador o calle? —pregunté.

—Calle —fue la primera respuesta.

—Calle, pero con libreta y cámara —fue la segunda.

Me apresuré a cargar la batería de la cámara y a preparar en la mochila mi bloc, el boli y alguna que otra cosa, como unas rosquilletas. ¿El camino a seguir?: hacia Les Panses, lugar idóneo en el que sentarse a escribir unas líneas mientras se disfruta del paisaje recién lavado en la jornada anterior.

Cuando me disponía a emprender el paseo, Pilar, desde detrás del mostrador de la panadería, me advirtió de que un grupo de jubilados estaba visitando la casa palaciega que hay a la entrada del municipio. Una casa palaciega de la que yo solamente conocía sus cuadras, por la exposición del belén que se venía realizando en el lugar cada año por navidad.

Esta casualidad dictaminó mi ruta de la mañana.

Me fui hacia la plaza del pueblo en busca de los organizadores de la excursión, y allí me encontré con Jorge Raúl, conocido mío y uno de los miembros de Morvedre Renascitur, asociación sin ánimo de lucro encargada de esta expedición. Él me puso al corriente del itinerario de la salida. Consulté mentalmente mi agenda y en unos minutos ya me encontraba formando parte del grupo de jubilados.

Pude visitar el interior de la gran casa, cuya construcción parece ser que fue ordenada por Raimundo de Toris, dueño del Señorío de Albalat allá por 1360. Janfrido Blanes y Catalina Bonastre serían los siguientes inquilinos del inmueble, así como dueños de la hacienda. El Señorío fue pasando de unos a otros descendientes, hasta que los vecinos del pueblo, tras años de litigio, consiguieron los derechos de las tierras, quedando únicamente como propiedad albalatense de los últimos herederos, la Casa Palaciega y algunas fincas. No obstante, y pese a su privacidad, la Casa Señorial de Albalat dels Tarongers está catalogada como BIC (Bien de Interés Cultural).

He de reconocer que quedé un poco decepcionada. La casa está falta de muchas mejoras de restauración, pero también de limpieza. Algunos muebles contemporáneos, como una televisión de panza, comparten espacio con las reliquias de maderas nobles y antiguas. Aun así, me sentí extraña en aquel lugar. Hacía mucho frío a pesar de que el sol se colaba por todas las ventanas abiertas a la sierra. Me asomé por cada una de ellas y allí estaba ella, altanera, vigilándome desde enfrente, con el más alto de sus picos calderones puesto en pie, desafiante. Miré hacia el río, privado de caudal desde hace muchos años, y lo imaginé arrastrando las aguas desde las poblaciones de más arriba. Creí escuchar su voz en las crecidas, ahí, bajo la ventana de la gran casa. El frío me instó a que abandonara el lugar y volviera a la calle, junto a los demás visitantes.

En el parking nos esperaba el curioso vehículo, de llamativos colores, que nos llevaría de paseo por las poblaciones vecinas de Petrés y Gilet hasta la subida al monasterio de Sto. Espíritu: Un simpático convoy compuesto por dos vagones arrastrados por una locomotora, tan presumido y coqueto como los que observamos en las atracciones de las ferias.

Este recorrido me trajo recuerdos de la niñez. Pasamos junto al colegio de Petrés, donde los niños de infantil estaban en su horario de recreo. Para ellos fue una fiesta, no solo nuestro desfile —a poca velocidad para que tuvieran ocasión de ver más tiempo el vehículo—, sino también cómo  el conductor hizo un buen uso del silbato, así como de la campana.

Con el fin de no entorpecer el tráfico, abandonamos la carretera comarcal que une la población con las vecinas Sagunto y Gilet. Bordeamos esta última para poder ver, sin apearnos, algunas de sus calles, su lavadero y parte de la fachada de la iglesia parroquial. Siguiendo el camino del viejo molino  nos adentramos por el cauce del río Palancia. Sus aguas están detenidas en la presa de Navajas, por lo que es transitable su lecho. Ahora solo quedaba ya acceder a Gilet para encaminarnos, con no poca dificultad para el conductor, a uno de los puntos más emblemáticos y bellos de la sierra Calderona: Santo Espíritu del Monte, monasterio franciscano convertido hoy en hospedería.

El ascenso hasta el parque se hizo lento, pero la panorámica merece realizarlo con demora. El paisaje es de tal belleza que, atraída por su diversidad cromática, prescindí de la entrada al monasterio. Allí, en el interior, seguramente alguien les contaba a mis compañeros de viaje que fue fundado por María de Molina, previa donación de los extraordinarios terrenos por parte de la viuda de Pere Guillén, señor de Gilet, posiblemente a comienzos del siglo XV. Los pondrían al corriente de la historia que atesoran estos muros, y de cómo han llegado a convertirse, a día de hoy, en un lugar privilegiado de descanso. Algunos de los jubilados se recrearían en los objetos expuestos en el museo, otros tal vez tomaran nota del nombre de Fray Pedro Vives para consultar más tarde la labor llevada a cabo por el misionero. Quizá alguien se perdiera en otras escenas acaecidas entre estas gruesas paredes, observándolas cómo el último abrigo del agonizante, cuando en los difíciles años de contienda las dependencias que ahora pisa fueron convertidas en hospital.

Mientras unos y otros se perdían en escenarios diversos ocurridos muchos años atrás, yo permanecía frente a la estatua del misionero, junto a las flores que rodean el patio, paseando por su suelo viejo y asomándome hasta alcanzar con la vista la cruz de uno de los picos de la sierra. Ese pico más cercano al que tantas veces subieron los jóvenes de mi generación en los días de «mona». Finalmente, y aunque el edificio impedía mi visión de la parte trasera del monasterio, me acerqué hasta el terreno poblado de trasnochadas garroferas. Evocaba instantes que nada tienen que ver con mi excursión ni con el recinto. En silencio recité los versos al pie del algarrobo triste, y mientras lloraba de nuevo su pena, reanudé mi búsqueda de una sonrisa en el cielo de la Calderona.

La excursión llegaba a su fin y los viajeros debíamos volver al tren para regresar a Albalat dels Tarongers. Las ardillas, dueñas del parque, trajinaban ajenas a mis pensamientos que, poco a poco, iban desprendiéndose del poema. Volvimos al cauce del río. Por su margen hicimos el camino de regreso al parking de Albalat. Allí, un autobús esperaba ya al grupo de jubilados para llevarlos a comer.

Yo, tras dar las gracias a Raúl de Renascitur, me despedí de todos y les deseé buen viaje. Me dirigí a casa pensando en que quizá otro día podría salir con mi libreta y mi cámara, dispuesta, de nuevo, a dar un paseo hasta Les Panses.



Fechas y nombres tomados del libro: ALBALAT DELS TARONGERS - APROXIMACIÓ A LA HISTORIA, CULTURA Y TRADICIÓNS D'UN POBLE, de CARLES A. PRATS. Editado por el Ayuntamiento de Albalat dels Tarongers (1998).
Y de los siguientes blogs:
http://mayores.uji.es/blogs/antropmorve/2012/03/09/historia-de-santo-espiritu-en-gilet/
http://www.gilet.es/es/content/monasterio

Imágenes: L. Estal.



 

martes, 11 de noviembre de 2014

Hogar y café con versos.



Es martes y es noviembre, y es también el primero de los días fríos en el interior de la casa. El tacto sobre el teclado es igualmente frío, y se hace indispensable una pausa para una taza de café calentito. Llegó el tiempo del recogimiento, de la observación desde dentro y hacia dentro. El calendario anda ligero de meses y la poesía se acomoda junto a la mantita del sofá.
Con estas letras que transcribo a continuación (con alguna modificación) y que escribí hace ya algún tiempo para la revista «Acantilados de Papel» sobre Ningún lugar de Vicente Velasco Montoya, me dispongo a saborear ese café y unos cuantos versos:

Hay que tachar versos/llenar las papeleras para una hoguera…

La pausa en el trabajo me llama y, como los deberes ya los tengo hechos, el estante donde reposan los versos reclama mi presencia y mimo. Ahí, tímidamente, casi rozando el soporte lateral, como evadiéndose del lugar correspondiente junto al resto de versos con sello murciano, Ningún lugar me chista y me hace una seña para que fije en ella mi atención en esta jornada de martes. Y yo, obedezco dócilmente porque, ya de entrada, la referencia a la propia sangre me augura momentos de cercanía, de arropamiento…

Se trata de una pequeña y a la vez gran obra. Dividida en tres capítulos, Vicente Velasco comienza el poema en el Lugar donde no cabe el naufragio, y nos acerca a la mirada el camino del desierto dibujado en blanco; nos seduce desde la huida misma del poema, partiendo quizás, leyéndose la mano/analfabeta de estrellas, hacia La luz que no cesa.

Ningún lugar llegó un día a mi buzón por una de esas «causalidades» que van tejiendo el día a día en mi vida. Decidí que me tomaría mi tiempo para leerlo porque sabía que se trataba de un poemario que merecía la hora justa y el lugar oportuno para saborear cada verso con más  deleite. Escogí para su lectura varias tardes de la primavera pasada, cuando el aroma de las huertas y jardines vecinos se instala por mi terraza. Mi decisión fue de lo más acertada y además me sentí encantada de contar con la dedicatoria personal del autor en el interior de la obra. Hoy, cuando ya los azahares se han erigido en frutos, me deleito de nuevo con la lectura de Ningún Lugar y me detengo en el preciso momento donde el poeta retrata sus manos:

Aquí, estático ante todos los dioses,
he reescrito mi imagen
sin espejos, sin destellos,
sin pedazos de nada.

Me he encontrado con mis manos,
de cerca, sus dedos,
sus innumerables senderos
e inagotables registros de vida.

He alcanzado a leer mi rostro
y todas sus voces y los verbos
donde pudiera habitar
la definición donde perezco hombre,
solo y único con sus propias manos,
la firma de mi existencia
la prolongación necesaria
ante esta huida que me pertenece.

Aquí me he despertado
decidido a abrazarme.
 
 
 
Ed. “Diputación Provincial de Jaén –Cultura y Deportes–Ayuntamiento de Baños de la Encina, 2012”


domingo, 9 de noviembre de 2014

Al ponerse el sol



 
 
 
El sol se pone
y mudo mi piel de hembra.
Cubro mi figura

con la sensibilidad del verbo
y desayuno de tu pan
mientras espero el regreso
de la primera ola.
 
Del poemario: Espontáneos
Fotografía: Ismael Murria - (Playa Puerto Sagunto)
 

viernes, 7 de noviembre de 2014

Javalambre-Cella-Teruel






La noche se adivina fría. Salimos de casa en la mañana con ropa casi veraniega y ahora se hace preciso un poquito más de abrigo. Un paseo por las escasas calles que conforman Tramacastiel nos reconforta. Atravesamos rincones bonitos, rincones en ruinas y rincones con historia. Es un pueblo limpio, con flores en cancelas y ventanas. Abundan los rosales de diversos colores y extraordinaria fragancia. Los muros de las casas son gruesos, de piedra, silenciosos y pacientes. Quizá conocen lo incierto de los días venideros.

En la terraza de La Barbacana varias personas toman su cerveza. Tienen un perrillo blanco que nos mira curioso mientras sus amos conversan en torno a la cobertura de internet. Yo me acomodo en el anorak y mentalmente tomo nota de cuanto me rodea: la casa de enfrente con su hilera de rosales a lo largo de la fachada, las ventanas de madera, el suelo de la calle empinada, el cielo ya de noche… la misma luna y las mismas estrellas que a estas horas iluminan mi playa y mi sierra, apenas unos ciento veinte kilómetros más abajo. El perrillo, atado a una de las sillas, ladra al ver desaparecer a sus dueñas tras la puerta de la hostería. La noche es serena e invita al descanso. Nosotros hemos madrugado mucho y caminado bastante. Es hora de recogernos.

Amanecemos una hora antes debido al cambio horario durante la noche. La mañana también es bastante fresca y se agradece el desayuno calentito a base de café con leche y tostadas untadas con el aceite de la zona. En la mesa de al lado una joven pareja se prepara para el que será su segundo día de ruta. Llegaron un día antes que nosotros y ayer recorrieron la ruta de las minas y de los Amanaderos. Su intención es ir hoy a visitar el nacimiento del Tramacastiel. Les indicamos el camino y les muestro las fotos que saqué del lugar. La chica, a su vez, me muestra la de los Amanaderos y las cuevas del barrio minero, recomendándome que no me vaya sin visitar estas últimas: «Os pilla casi de camino y vale la pena entretenerse» me dice. Pero nuestra ruta de hoy ya está trazada desde hace unos días. «Quizá en primavera» respondo mientras nos despedimos de ellos y de Ricardo.

Mi deseo es ir al municipio de Libros y sentarme a la orilla de su río, aquí ya con denominación levantina: El Turia. Su otro nombre, “Guadalaviar” que tanto me gusta, se quedó cauce arriba, en los lechos próximos al nacimiento.

Todavía no me sale al encuentro pero lo adivino cerca, tras las próximas curvas de la carretera, corriendo en paralelo al municipio que lo separa de los grandes roquedales. No tengo prisa. Llegamos despacio, observando el paisaje, tan bello y tan de otoño, tan dorado y tan húmedo, en contraste con el cielo azul y la superficie rocosa de sus montañas. No nos detenemos en el pueblo, sino que seguimos un poco más adelante, al lugar en el que el río es solo eso: corriente que se desliza sinuosa, saltando aquí y allá sobre las lanchas del lecho fluvial. Y ahí nos detenemos para que yo me acerque a su ribera y hoye con los pies el follaje del suelo, espeso, crujiente, a la espera bajo la arboleda de que algún rayo de sol atraviese las copas y le deposite un haz de luz. Permanezco en silencio, mirando cómo llegan las aguas, escuchando su voz y, de vez en cuando, volviendo la mirada hacia el cielo, hacia las montañas desnudas de enfrente, Así pierdo la noción del tiempo mimetizada con el paisaje.

«La fuente de Cella nos espera», una vez más mi compañero me saca del ensimismamiento que me produce la escena. No sé cuánto tiempo ha transcurrido desde mi comunión con el río, pero a mi llegada hacía frío y ahora ya me desprendo del anorak. Me despido con tristeza de las aguas del Turia y me dejo fotografiar junto a ellas. Quiero recordarlas durante muchos días, evocar cómo bajan por el meandro antes de llegar a Libros. Y esa es precisamente la imagen que conservo durante el trayecto hacia Cella.

Detenemos el vehículo a la entrada de la población y emprendemos el camino hacia su fuente. También aquí caminamos junto a una espléndida huerta, limpia, cultivada con esmero. En dos de sus parcelas hay hombres trabajando, su espalda doblada bajo un sol que, a pesar de ser otoñal, se deja caer con fuerza. «Este calor no es normal en este tiempo, maños…» dice una señora que viene en la dirección opuesta, por nuestra misma acera. «No, no lo es, desde luego» respondemos, en esta ocasión, sin detenernos y sin solicitar un posado. Ahora yo sí llevo prisa. Quiero aspirar de nuevo el aroma de las rosas, disfrutar de los colores de las margaritas, cobijarme del sol bajo el arco de la buganvilla; y deseo volver a ver rebosante la fuente, el gran pozo artesiano.

Siento una tremenda decepción al ver que la fuente está prácticamente seca. Los setos tampoco están tan tupidos y floridos como yo esperaba. Tal vez la otoñada ha tenido algo que ver en el paisaje. No obstante, me dejo seducir por el ambiente y tomo asiento en uno de los bancos junto al macizo de margaritas.

Paseamos de nuevo, ahora dirigiéndonos hacia el centro del pueblo. Recorremos calles y doblamos esquinas hasta encontrar la panadería donde abastecernos de pan para casa y de unas pastas, de las de pueblo, de las de toda la vida: Rollitos de anís y mantecados.

Nuestra escapada de fin de semana está llegando a su fin. Un último punto nos queda en el que detenernos. Parada de obligado cumplimiento cada vez que visitamos estas tierras. Ahora ya, en silencio, sin apenas un recuerdo para las flores de la fuente de Cella, ni para los dorados de Tramacastiel, el verde de la vega del Riodeva o el susurro del Turia a su paso por Libros. Una imagen se abre ante nosotros nada más apearnos del coche estacionado en el Polígono Industrial, a las afueras de Teruel.

Estamos ante uno de los pozos de Caudé, la fosa que alberga los restos de más de mil personas ejecutadas por la Dictadura entre 1936 y 1939. La otoñada de la jornada anterior ha perdido de pronto el interés y únicamente los nombres y apellidos en las losas reclaman ahora mi atención. Nos detenemos ante la enorme boca del pozo y ahí permanecemos unos minutos. No hablamos, mantenemos la mirada fija en la gran circunferencia rodeada de ramos de flores. Miramos sin ver o, más bien, vemos sin mirar. Contemplamos con ojos de ayer, con duelo de ayer y rabia de ayer. Contemplamos impotentes un pasado que no debió suceder. Y aquí vuelvo a preguntarme por cualquiera de los inquilinos de esa fosa: Si lloró más que rio o fue al contrario, si amó y fue amado, si leyó al poeta o tuvo conocimiento de él, si antes de las descargas en su pecho pudo gritar un nombre, si tanto fue su amor por la democracia y la libertad como para morir por ella…

Damos un pequeño recorrido por el perímetro de la memoria, paseamos la vista por las diferentes losas junto al monolito, cada una de ellas con su ramo de flores artificiales, cada una a la espera de nuestra mirada. Lápidas que me hablan con voces roncas y me dicen: «Aquí nos trajeron y aquí quedamos. Para la vergüenza de unos, para el orgullo de otros, para la indiferencia de algunos y para el dolor de unos pocos… Cerca de aquí nos arrebataron la vida, y aquí vivimos la muerte, con la esperanza de no caer en el olvido»

Impotencia, rabia, tristeza y resignación pugnan por un espacio en mis sentimientos. No anoto nada en mi cuaderno de notas. Todo lo capto sin necesidad de apunte alguno, no poso junto al monolito como antes hiciera ante el macizo de margaritas, no sonrío mientras miro hacia el cielo, demasiado azul para estos instantes que precisan matices más oscuros. De repente siento frío y prisas por meterme en el vehículo.

Sobre las dos y media de la tarde tomamos la autovía Mudéjar de camino a casa, con la mirada triste y en silencio.

 

 
Imágenes: Río Turia a su paso por el municipio de Libros (Teruel) y Monolito dedicado a los vecinos republicanos ejecutados en la zona de Teruel.
 


lunes, 3 de noviembre de 2014

Otoño en Javalambre







Aunque de forma perezosa, los calores tardíos van perdiendo la batalla y ya ceden su espacio al verdadero protagonista del calendario: el otoño. Yo, como viene siendo habitual por esta época, me preparo para mi fase de recogimiento. Pliego mis alas, guardo las botas de montaña y las zapatillas de caminante, las camisetas y demás elementos veraniegos.

Tan solo una última excursión queda pendiente. La que clausura las salidas que desde primavera vengo realizando cuando el trabajo, el clima y la compañía lo aconsejan. Y así, con un tiempo estupendo para finalizar el mes de octubre y comenzar horario nuevo me dirijo, bien acompañada, hacia tierras aragonesas, a realizar la que adivino como mi última salida a disfrutar del aire libre.

Nuestro destino es Tramacastiel, en la sierra Javalambre. Allí nos recibe Ricardo, gerente de la hostería La Barbacana, donde nos alojamos la noche del sábado. Me sorprende no encontrar en él ningún atisbo de acento baturro. Pero tampoco me resulta desconocida su fonética. «Ricardo, tú no eres de esta tierra» le digo. «No, soy argentino» responde, y yo sonrío al recordar a mis amigas de aquella parte del gran mar. 

Ricardo ya nos tenía preparada una guía con los puntos interesantes a visitar. Primero nos dirigimos al mirador del pueblo, desde donde contemplamos una magnífica panorámica del entorno. A mi espalda se encuentra el cementerio municipal con sus muros encalados tentándome como en otras ocasiones en otros lugares diferentes. Una vez más resisto la tentación de adentrarme en su recinto para dialogar con los sepulcros. No es mi intención perturbar la intimidad y la paz de los inquilinos, aunque un montón de preguntas bullen en mi interior: «Cómo vivió este o aquel vecino, si lloró más que rio o fue al contrario, si fue mucho o poco lo que amó y fue amado, si leyó al poeta o tuvo conocimiento de él, si se ocultó en las trincheras que permanecen vigilantes en lo alto, allá enfrente…

«Venga, hacia el río» me apremia mi acompañante sacándome de mi ensimismamiento.

Iniciamos el descenso y orientamos nuestros pasos hacia las afueras, en busca del nacimiento del río que otorga su nombre al pueblo. El Tramacastiel es un río de tímido caudal. En su nacimiento a ras de suelo pasa casi desapercibido entre las rocas. Su agua es tan cristalina que apenas se distingue entre la  hojarasca dorada de los chopos. Es un agua silenciosa, fresca y encantadora que transita serenamente hacia el Guadalaviar o Turia, en cuyo cauce deposita su tributo.

Por momentos todo el entorno se vuelve mágico: una brisa suave mece las copas de los árboles, se desprenden sus pequeñas hojas y una lluvia dorada planea sobre nuestras cabezas. Quizá se trata de una invitación a marcharnos. El otoño con sus sonidos y colores solo al bosque pertenece. Me gustaría quedarme un rato más sintiendo el suelo mullido de hojarasca bajo mis pies, y deseo también volver a ser una niña para creer de nuevo en las hadas. Pero el tiempo apremia y perezosamente desando el camino y vuelvo hacia el coche, todavía imbuida de la serenidad y el encantamiento del instante previo, sensaciones de las que no deseo despojarme.

Paralelamente a nuestro recorrido por la carretera estrecha y sinuosa, los mismos tonos dorados nos acompañan hasta la entrada en Mas de la Cabrera. Allí, el Tramacastiel presume ya de caudal, y a su vera se asienta una frondosidad extraordinaria en la que los rayos del sol se introducen con no poca dificultad. Dejamos atrás viejos muros de piedra, ruinas de lo  que un día fueran los hogares de familias humildes y trabajadoras. Me da pena adivinar en esos muros de casas derruidas el posible abandono de todo el entorno. Un entorno en el que todavía se aprecian los aromas de comunidad.

Y continuamos con nuestra ruta… Ahora las montañas nos miran con ojos mineros. Las minas de azufre son las dueñas del paisaje. Por momentos elevan su voz y nos cuentan historias viejas que se introducen en nuestro vehículo a través de las ventanillas bajadas. Y oímos los lamentos del duro trabajo, del poco salario…

Con el pensamiento en el interior de esas rocas, dejamos atrás el barrio minero y nos dirigimos hacia Riodeva. Atravesamos el pueblo en busca de acomodo para el coche. A las afueras, camino de las eras, estiramos las piernas y damos un placentero paseo. Por todas partes hay rosas de diferentes colores compitiendo con el dorado de los árboles. Se ha hecho la hora de comer y, a sugerencia de Ricardo, nos vamos a buscar el restaurante El Salón. Algunos comensales nos miran con curiosidad. Somos forasteros irrumpiendo en su espacio. Yo, todavía con mi cuaderno de notas en la mano y mi compañero de viaje con la cámara en la suya. Pedro, el gerente, advertido por su colega de Tramacastiel, esperaba nuestra llegada. Inmediatamente percibo su acento baturro y la hospitalidad acostumbrada en estas gentes aragonesas.

Comemos muy bien, pero la gastronomía de la zona quizá es demasiado para quienes estamos acostumbrados a la de la costa levantina. Por eso, al finalizar la comida, decidimos caminar hacia la vega del río Riodeva que, aquí, también cede su nombre al municipio. Nos encontramos con las indicaciones de un GR que nos lleva a Camarena de la Sierra y a la ruta de los Amanaderos. Tomo nota inmediatamente de esta ruta para realizarla en la próxima primavera.

Caminamos por una pista forestal que bordea la huerta. Lo hacemos impregnándonos del paisaje, tan verde en unos tramos como dorado y florido en otros. El arroyo también camina a nuestro lado, nutriendo la tierra cultivada. Una señora se cruza con nosotros y saluda. Se llama Valentina y viene de regar su pequeña hacienda. Lleva colgado del brazo su cubo de plástico, y de su rostro curtido una agradable sonrisa. La veo proclive a la conversación y aprovecho para pedirle que pose junto a mi esposo. Sonríe ante mi sugerencia y no entiende el porqué de ella. Pero accede, y mientras lo hace nos cuenta cosas acerca de la molienda del trigo allá en lo alto, cerca de la ermita, cuando todavía era una niña. Nos habla de lo bien que ha trabajado su alcalde para adecentar el recinto de esa ermita y la zona de ocio en la misma ubicación, donde encontramos también una piscina. «Vienen gentes de Barcelona a pasar aquí los veranos y suben siempre a la ermita a agradecer cosas a la Virgen, porque ésta ha procurado favores a mucha gente» nos dice sintiéndose orgullosa aunque sin un exagerado fanatismo, como si se disculpara por creer en esos favores marianos.

Valentina emprende otra vez su camino, ahora en compañía de otro lugareño incorporado a la escena. Según nos cuenta mientras se aleja en dirección al pueblo, este señor es el padre de la cocinera que tan apetitosa comida nos ha preparado en el restaurante. Apenas un cruce de palabras para decir lo bueno que nos ha estado todo y retomamos también nosotros la marcha. Nos llevará alrededor de una hora el paseo por la vega del Riodeva, y no será hasta la vuelta que nos detendremos en el complejo de ocio y la ermita.

Un hombre trabaja su campo ajeno a nuestra llegada al recinto. Tan solo su perro repara en nuestra presencia. La ermita está cerrada a estas horas, pero tampoco nos importa, no es ella quien reclama nuestra atención sino el entorno, de una extraordinaria belleza. Tomamos asiento en uno de los bancos y nos permitimos el descanso mientras disfrutamos de los colores dorados y de la paz del momento…

 
Continuará…

Fotografía: P.Murria