domingo, 28 de junio de 2015

En la sobremesa




 
 

Es la hora de la sobremesa. Mi sofá de color naranja reclama la pesadez de mi cuerpo que, con suprema rebeldía, se resiste a ser más ligero. Yo, con la voluntad mucho más dócil que el cuerpo, accedo de buena gana y me acomodo dispuesta a relajarme un ratito

Como es habitual, en la mano llevo mi bolígrafo de gel azul; se ha convertido en un dedo más que viene a sumarse a los diez con los que nací. Hace mucho tiempo que dejó de ser un intruso. Incluso mucho antes de que el otro, el pitillo, desapareciera llevándose con él la tintura amarillenta.  

De reojo observo el bloc que, sobre la mesilla del salón, comparte tapete y orquídea con las fotografías orladas de mis queridos hijo e hija; ambos desconocidos en su posado; los dos, mirándome a través del cristal y del tiempo.

Frente a mi ventana la copa frondosa del árbol más grande de la plaza se mece suavemente, invitándome coquetamente a que deleite mi vista contemplando sus tonalidades verdes. Por el balcón entreabierto el trino de los pajarillos se introduce en la estancia y se funde con el dulce sonido de Ernesto Cortázar que expulsa, a bajo volumen, el reproductor.

El resto es silencio en esta hora de la tarde que incita a la siesta. Pero yo no me dejo seducir por la sugerencia; no, mientras conserve mi bolígrafo en la mano y el bloc con sus páginas en blanco sobre la mesa, entre los rostros de mis adorados hijos.

Y así, dejándome llevar por las voces de los pajarillos y la dulzura de Cortázar, me entrego a la gratificante tarea de la escritura.

Mañana es San Juan, y esta noche el fuego iluminará de nuevo las arenas de la playa. La percusión de la tamborrada se dejará oír sobre la borda de los barquitos que, pendientes ya de la magia del solsticio, se dan cita en el puerto Siles. Son las embarcaciones de recreo que permanecen ajenas a esos otros barcos, grandes mercantes que, guiados por el resplandor de una luna llena que planea sobre las aguas, hacen su entrada por la bocana del otro puerto, quizá menos sugerente; tal vez, un poco más sabio.

Mientras acomodo mis piernas y mi espalda, recuerdo el paseo de la mañana, cuando, tras dejar atrás las montañas he llegado hasta mi Puerto. He dejado que mis pies decidieran el rumbo, y me he encontrado con paso relajado por calles que me transmiten olor a infancia. Desde la Tenencia de Alcaldía, por Pablo Iglesias hasta la plaza Rodrigo, desconocida en su aspecto pero imperturbable en su aroma. Me he detenido más de lo preciso, con los ojos cerrados y los recuerdos abiertos, en el lugar que ocupara en su día el viejo quiosco. «Huele a verano, y huele a madre…» ¡Qué cerca la he sentido! Tanto, que he proseguido la ruta hasta mi primera calle, la del convento. El sol daba de lleno en la acera bordeada de casas bajas. Son las mismas de siempre pero con distintos inquilinos, a excepción de un par de casas. Hacia la última, la de la esquina, he llegado a remolque de recuerdos. La casa del tío Chato sigue siendo, a día de hoy, la casa de los nietos del tío Chato. He llamado al timbre repetidas veces, pero solo la ausencia me ha respondido y he resuelto desandar el camino; esta vez, por la acera contraria, en busca de un poco de sombra. El convento no me ha merecido mayor atención; también sigue ahí: la misma puerta de la iglesia, los mismos vitrales, el mismo campanario… Sin embargo, nada aporta a mi ánimo; carece de magia, de voz que me hable o me cante. Tan solo lutos me sugiere.

Continúo siguiendo la estela del olor del mar de verano, ese olor viejo, arrastrado, quién sabe, si por la última ola rezagada. El suelo llano, bajo el asfalto de la antigua Ruiz de Alda, acoge de nuevo mi caminar relajado; tan relajado que dejo, conscientemente, que mi autobús pase de largo. Fijo mi atención en la pulcritud de las aceras a ambos lados de la calle, limpiadas a primera hora de la mañana por sus vecinas. Echo de menos las puertas abiertas y el olor de la comida en la cocina dejando escapar sus vapores a través de las ventanas. Tampoco hay ningún anciano sentado en su silla baja de anea, sobre la acera, con la mirada puesta en un horizonte lejano; y no hay niños pequeños con triciclos ni niñas en el bordillo coloreando sus muñecas y casitas de papel con los colores Alpino. Pero yo, que de vez en cuando soy pródiga en imaginación, los he dibujado en la escena y he sonreído.

Expuesta como estaba a viejas sensaciones he seguido hasta el mercado pero no sin antes hacer una parada obligatoria en la casa que me vio nacer, en la calle Andalucía. Unos minutos para un saludo y unas risas con los restos de  una generación próxima a extinguirse, y luego, con alma de niña, otra vez a caminar. Mi cita era con el mercado, con el de siempre, ese que alberga entre sus paradas la de salazones, y que siempre me estimula el apetito al recordar los bocadillos de atún con aceitunas que preparaban para los alumnos del colegio vecino. Las otras paradas continúan igualmente en su lugar; tras el mostrador, otros son los rostros que atienden al público, aunque en alguno de ellos reconozco a sus predecesores.

Alguien, desde el cafetal instalado en el interior del recinto, llama mi atención con un gesto de su mano. Es una prima a la que hace años que no veo. «¿Qué haces por este pueblo?» me pregunta, a lo que yo únicamente respondo con un «pasaba por aquí». Dirigiéndose a la amiga que la acompaña le dice que soy la hija de su prima. Para mi sorpresa, esta le responde que ya se ha dado cuenta, pues soy el vivo retrato de mi madre. Ante esa observación me siento tan honrada como, en cierto modo, decepcionada, porque a mis ojos mi madre siempre fue mayor, y yo, frente al espejo, cuando me miro siempre soy más joven de lo que era ella. Tal vez debería mirarme menos y observarme más. «En realidad, es que yo soy más bien de escucharme que de observarme», acabo por decirme a mí misma.

Esta alusión a mi madre me ha devuelto a la realidad y, pensando en que ya había perdido mi autobús, he abandonado el mercado camino de una alameda que ya no reconozco como mía. La visión de unos cines y los juegos infantiles al final del recinto del paseo, unidos a los primeros síntomas de calor de este verano recién estrenado, han precipitado mis pasos hacia la parada de taxis en la plaza De los coches. De repente me han entrado prisas por llegar a casa cuanto antes y prepararme una buena ensalada elaborada con deliciosos bocados de atún y aceitunas de distinta variedad, recién adquiridos en el puesto del olivero.

 

El reloj de la iglesia del pueblo me indica que es hora de espabilar.  Los pajarillos han enmudecido al igual que Cortázar, y ya cierro mi cuaderno y escondo la punta de mi boli de gel azul. Es hora de recoger la vajilla, y mientras me desperezo, el recuerdo de mi madre ha dado paso al de mi padre. Con gran cariño recuerdo sus palabras —apagadas hace ya muchos años— y miro a los rostros orlados de mis hijos que permanecen estáticos tras el cristal de sus respectivos portarretratos, junto a la orquídea. «Con diez perricas un chavo, y con diez chavos la pesetica» les digo evocando una vieja escena en la que no había euros, ni crisis…, tan solo un mercado, una alameda, unas calles que eran de tierra y un padre que canturreaba… mientras forjaba los hierros en la fragua.
 
 
Imagen: El tío Ángel, de espaldas por la Plaza Picasso -LEH- 2015.
 

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