miércoles, 30 de septiembre de 2015

Episodios Cotidianos - Libro Tercero

 



Sobre el lecho improvisado,
desnudada en silencio la voz
que se oculta
tras el secreto de una mirada ausente,
aguardo el regreso a este cuerpo de mujer
que soy.


De: Episodios Cotidianos  -Libro Tercero-
Imagen: Blas Estal

martes, 22 de septiembre de 2015

De nuevo el otoño.





Dicen que los otoños ya no son como los de antaño. En realidad, pocas cosas se parecen a las de épocas pasadas. Para quienes se van alejando por el camino del tiempo quizá aquellos fueron mejores en todos los sentidos o, tal vez, es que solo recuerdan lo bueno de ellos porque lo malo se compensaba con la juventud. Sea como fuere, el caso es que el otoño se aproxima y algunos lo esperamos con ansiedad para sentir un poco de fresquito, que ya toca.
 
A mí me avisa de su llegada, la siento en el aire a pesar de los últimos calores. En las mañanas los niños ya caminan de nuevo hacia el colegio y los veraneantes han desaparecido de la escena del pueblo. Ya estamos cada uno en nuestro sitio, proyectando sueños, emprendiendo caminos inciertos e incluso, algunos, temiendo despedidas.
 
En breve me relajaré observando cómo las ramas se despojan un año más de las primeras hojas que, libres ya, se deslizarán en busca del lecho a los pies del tronco dominante. A veces cerraré los ojos e intentaré pasar de puntillas por el recuerdo de otras hojas danzarinas, y miraré a la sierra con otra mirada, menos gris. Es el mismo fotograma año tras año, evocando inconscientemente recuerdos, sonidos de otras voces y cantares de otras épocas. Es preciso ese mirar atrás cada vez que el otoño me anticipa su presencia, eso me hace sentir viva y acrecienta mi orgullo.

A veces me arrastra a la nostalgia y me muestra el esplendor de los fuegos artificiales, allá enfrente, tras la vereda del río y de los verdes naranjales próximos al faro vigilante. Eran días en los que la temperatura, al llegar la tarde, hacía necesarias las rebecas o toquillas de fina lana. La festividad en la localidad vecina marcaba la despedida del verano y la llegada de la nueva estación. Siempre, con la última detonación de los fuegos multicolores llegaba el silencio y de nuevo el cielo se pintaba de negro, a excepción de alguna estela de humo y unas cuantas estrellas si la noche era oscura.  Era el momento de despedirse, de cerrar el balcón, bajar la persiana y echar la cortina.

Hoy ya no vislumbro los fuegos artificiales. Las manitas infantiles presionando las mías mientras los artificios estallaban en vivos colores en lo alto, ya hace tiempo que se desprendieron, al igual que las hojas, para ir en busca de su independencia. Mis pies buscaron el cauce del río un poco más arriba, donde los naranjales cubren toda la superficie del valle; sin embargo, continúo alzando la mirada en los primeros días de septiembre; busco el lugar exacto en el que al llegar la noche se iluminará el espacio, y presto atención por si en medio de mi silencio lograra escuchar algún sonido indicándome que en otras casas se cierran balcones y se bajan las persianas.
 
Verdaderamente es otro otoño, distinto y a la vez idéntico. Mi caminar se hace más lento, pero no varía en nada mi expectación ante este cambio de estación que ansío tras el largo verano.  Miro hacia otro cielo en busca de otros fuegos, y me dejo acariciar por  manos que se convirtieron en adultas mientras compartía con ellas mis versos y sonrisas. Intento adelantarme a la visión de los ocres en plazas y parques y procuro dotarla de los tonos grises de la tarde. Lejos de entristecerme o provocarme estados de melancolía, este recibimiento otoñal me despierta la actividad, me lanza hacia lo desconocido y me insta a plantearme retos, y si la lluvia no acude a mi llamada, no importa, correré a deleitarme viendo caer las primeras hojas y deslizar en ellas la mirada al compás de su armoniosa danza.
 
 
Imagen:  Estal
Vegetación en el suelo. Junto al río Turia a su paso por Libros (Teruel)

jueves, 3 de septiembre de 2015

Estar viva





Entre la Fragua y el Yunque llevo unos días un poco descolocada. Desde que acabaron las vacaciones intento organizar agenda. Por un lado, trato de distribuir mis horas para dedicarlas a aquello que más me gusta, me apetece o me forma; por otro, procuro que esta distribución del trabajo, no me mantenga sujeta a la silla del ordenador más tiempo del aconsejable.

Más o menos voy ajustando horarios, restringiendo actividades y añadiendo otras. Mientras tanto, los días se me han echado encima y no he cubierto todavía los artículos relacionados con las últimas excursiones por la naturaleza, ni los de los actos culturales de las distintas localidades vecinas. Tampoco os he hablado de música en directo, de ese concierto al que asistí como colofón al periodo vacacional y que, por momentos, me hizo vibrar.

Deseaba comenzar septiembre con poesía, tal y como terminé agosto; deseaba tener montones de ideas a la hora de teclear las escenas del trabajo literario en curso; y deseaba, asimismo, sentirme tan feliz, tan risueña y tan viva como siempre. Lo conseguí mientras duraron las vacaciones: No vi los informativos, tampoco abrí enlaces relacionados con la política y sus despropósitos; no discutí sobre si mi credo tiene más valor que el del vecino, ni si estoy satisfecha con las exhibiciones taurinas durante las fiestas recientes.

Pero las vacaciones llegaron a su fin y me conecté de nuevo con la realidad. Y he de reconocer que, a pesar de ello, sigo sintiéndome viva, «muy viva». A mi vuelta me esperaban imágenes muy duras, de esas que nunca quisiera ver. Ya las he visto en otras ocasiones, en otras guerras, en otros asedios a poblaciones civiles, en otras sociedades en las que se queman los rostros de las mujeres y se mutila a sus niñas en sus partes más íntimas; en los campos de refugiados, en los desiertos asolados donde no se prescinde de armamento pero sí de algo tan esencial como el agua. Siempre es la misma mirada del que aún puede abrir los ojos al día; la misma tristeza en los ojos del anciano que sigue sin comprender el porqué; la misma insistencia en la madre que, en vano, arrima la boquita del niño a su pecho.

Yo también, como el poeta, «podría escribir los versos más tristes esta noche». Porque me duele la angustia, me duele la impotencia y me duele la indiferencia. Percibo el dolor de una madre que agoniza; que implora por que una mano le arranque al hijo desde el otro lado de la alambrada. Y a ratos mi ira se desboca y arremeto contra las cruces falsas, contra los mercaderes atrincherados tras los otros muros, en otros templos… Y me sorprendo de pronto ante la visión de aquel cuya demolición se conmemora cada año. ¡Qué fácil es levantar muros y alambradas, y cuántos lutos y tiempo cuesta su hundimiento! ¡Cuánta hipocresía, cuánta maldad y cuánta ignorancia construyendo la pared, piedra a piedra, trecho a trecho, espina a espina!

Y todo me duele
porque siento la vida:

La de los míos
Y, a veces,
la de los otros.

 

 Imagen: Blas Estal