lunes, 25 de julio de 2016

Antes que demonio, fue ángel

 
 
 



Recordad siempre que el demonio, antes que demonio, fue ángel.

Hay un cura por ahí —dicen que muy falangista él—, que se ha permitido juzgar al actual Papa, diciendo de él que es el «anticristo» y, además, que «va a ser el último Papa»

Ciertamente, este Santo varón, portavoz de Dios en la tierra, anda haciendo, desde que llegó a la jefatura de la iglesia católica, controvertidas declaraciones. Ignoro si las hace porque se ha dado cuenta de que no se puede ya ir por ahí engañando al personal con dogmas propios de la ciencia ficción, o porque teme quedarse sin el suficiente relevo generacional que permita a sus sucesores seguir explotando el tema que les proporciona el sustento.

Sea como fuere, he visto a pocos —o a ninguno— de los amigos sacristanes, monaguillos o supersticiosos que aún conservo, hacer un solo comentario al respecto de las palabras del Papa argentino.

Ignoro —porque soy muy ignorante en esto de la jerarquía divina— si ser demonio y anticristo es lo mismo. Si no entendí mal cuando todavía me tenían secuestrada en la secta, el demonio antes que demonio fue un ángel. Sí, «el Ángel Caído»; caída ésta que, una vez despojada de todo misticismo y tratada con los conocimientos actuales, no viene a ser otra cosa que un tránsfuga político. Por lo visto, esto de no acatar la disciplina del partido ya viene de lejos.

Ahora también proliferan los ángeles caídos —o intentan caerse pero no los dejan los miembros de su comunidad—. Reconozco que hay que ser valiente para dejarse caer al vacío. No obstante, hoy es más fácil, «de momento», la caída. Hasta hace unos cuantos siglos a los que lo conseguían los quemaban vivos en una hoguera. Esto lo siguen haciendo a día de hoy los dementes fanáticos de unas hordas cuyo nombre prefiero omitir. Como decía, hace unos siglos los quemaban en una hoguera, y hace unos cuantos años los fusilaban en las orillas de las carreteras o en las tapias de los cementerios. No había ya hoguera porque quedaba como muy trasnochado, pero había un «garrote vil» que no se dejaba oxidar.

Demonio, hereje, rojo, anticristo…, demasiados sustantivos para definir a quien discrepa y se cuestiona las palabras del resto de la tribu. ¿El mito de la caverna?, quizá. No podría asegurarlo. Mi formación no llega tan lejos, aunque sí mis pensamientos.

Y como ya acabo mi desayuno y queda trabajo por delante en esta jornada, previa a las vacaciones, aquí finaliza mi reflexión tras leer las declaraciones de ese siervo del único dios, ese párroco que muestra con orgullo los símbolos falangistas en el interior de su sacristía.

Tan solo una cuestión me queda rondando en la cabeza mientras retiro la taza del café con leche y el paquete de cereales de la mesa: «Si hoy, en la era de internet, los medios de comunicación nos manipulan a su antojo, ¿cuánto no se habrá manipulado nuestra mentalidad —y la historia misma— cuando los únicos que sabían escribir eran, precisamente, los curas que vivían en el interior de los conventos?

Pero bueno… no me hagáis mucho caso, eso de la manipulación, es otra historia.

Buenos días y que el calor os sea leve.

 
Imagen: Blas Estal

domingo, 24 de julio de 2016

Orihuela del Tremedal - Rodenas




En la entrada anterior intentaba transmitiros de alguna manera la sensación de paz que me embargaba en el Paraje de las Cuevas, en Tramacastilla. El modo en que las voces de los pajarillos unidas al sonido producido por la corriente del agua del río, y del movimiento del ramaje en lo alto de la arboleda, sólo se puede sentir cuando se está bajo su influjo, sobre la tierra del bosque, cobijada por la foresta. Esa sensación me duró hasta bien entrada la noche.

Nuestra segunda jornada en la sierra da comienzo temprano, con un buen desayuno. Nos despedimos de Sebas, el gestor del hotel, quien dispuso la cena de la noche: Un espectacular menú degustación que, si bien consistía en composiciones culinarias completamente desconocidas para mi paladar, resultó de lo más agradable y hasta divertido de tomar. Las dos estrellas Michelín con que cuenta el restaurante son un añadido más a las comodidades de las habitaciones y el entorno de las instalaciones.

Nuestro siguiente destino es Orihuela del Tremedal. En el trayecto desde Tramacastilla se adivina ya la belleza del paisaje que nos espera: Un bosque que cumple mis expectativas y por el que atraviesa un GR que con mucho gusto recorrería si tuviera el tiempo suficiente. Un cartel nos indica las peculiaridades del terreno y de lo que llaman el «río de piedras», un proceso natural que a lo largo de los siglos ha dado como resultado la gran acumulación de piedras que siguen un curso semejante al del cauce de un río. Nos demoramos bastante en esta zona de pinos y piedras, pues el lugar bien merece un lento recorrido.

En el municipio nos entretenemos poco. A pesar de que se nos muestra bastante atractivo desde que accedemos a través del río Gallo, no pasamos mucho tiempo visitándolo. Aquí se ve más gente por las calles que en la vecina Bronchales. Pasamos por unos bellos rincones con flores y enredaderas, también alguna parra sobresaliendo desde su patio al exterior. Ascendemos hasta la que creo es la iglesia de San Millán, pero sólo disparo la cámara hacia las rosas del patio que precede a la entrada de la iglesia. Una gran losa en el porche me incomoda y decidimos volver al vehículo y emprender camino hacia otro lugar de la sierra: Pozondón.

En Pozondón visitamos su plaza, donde llama nuestra atención el aljibe de singular arquitectura construido en 1931 para abastecimiento de la población, hasta que llegó el agua canalizada muchos años más tarde. Parece ser que el coste final de su construcción fue bastante inferior al presupuesto adjudicado. Ese es un dato que no nos deja indiferentes, dado el excesivo desfase presupuestario que observamos actualmente en las obras llevadas a cabo en muchos de nuestros municipios. Por una de sus calles nos sale al encuentro un pórtico que se me antoja añejo. Lo miro y me dejo llevar por la imaginación. Me encuentro en un lugar en el que parece haberse detenido el tiempo. Es el acceso a la iglesia de Santa Catalina. Aquí no hay losa que me arroje a otro lado del camino y aprovecho para sacar una instantánea de los remaches de hierro en su portón viejo. Inconscientemente vuelvo otra vez al blanco y negro de mis pasados años, los de la infancia, y el recuerdo de mi padre me asalta de nuevo al ver los grandes remaches. Seguimos caminando; mi pareja, deteniéndose en una pequeña plazoleta, observando la exposición de un elemento industrial que no alcanzamos a identificar; quizá una especie de molino de trigo; yo, mirando a la vida de cerca, en las rosas y en los insectos que las invaden.

Nos despedimos de Pozondón y ya vamos hacia Rodenas, donde comeremos. El viaje sigue siendo cómodo, sin nada de calor, con las ventanillas bajadas, sin conectar el aire. El paisaje va cambiando sus colores. Las montañas se nos muestran diferentes, y a medida que nos acercamos a nuestro nuevo destino aparecen a lo lejos como si de almenas se tratara. Son los grandes bloques de piedra de rodeno que dan forma a la fisonomía de la zona. Estacionamos cerca de Los Poyales, el lugar elegido para comer. Pero aún es pronto. Mi vista se cruza de pronto, nada más comenzar el recorrido, con una escultura en piedra de una mujer. Nos acercamos y comprobamos que hay más de una, pero de menor tamaño. La que captó nuestra atención es una gran figura femenina, desnuda, sentada sobre un bloque de la misma piedra, presidiendo la que según parece ser por las indicaciones que nos guian hasta allí, «La casa del escultor». Es una gran casa que a mí se me antoja taller. En una de sus fachadas, opuesta a la principal, vemos otra escultura de mujer, en un balcón sin baranda. Justo al lado, adosada a la pared, una placa donde figura el nombre y teléfono de contacto del «escultor-cantero». Me hubiera gustado mostrar aquí la cantidad de bloques de piedra que se amontonan alrededor del inmueble. Entre las piedras de varios tamaños aparecen pequeñas losas talladas, a modo de muestrario.

No vemos a nadie en el lugar con quien hablar acerca de las esculturas. Tan solo un perro sale de la casa y se pasea a corta distancia de nosotros. Nos observa durante breve espacio de tiempo y cuando comprende que no representamos amenza alguna con nuestra cámara, desparece tras la verja de la entrada con la misma lentitud con la que apareció. Nosotros también nos alejamos ya de allí. Queremos llegar hasta el lavadero y el aljibe. El trayecto hasta ambos lugares nos resulta muy ameno. Me muero de ganas por fotografíar una preciosa casa ubicada en un rincón cubierto de flores. Hay muchas así, pero esta es extraordinaria. Me hubiera gustado ser menos tímida y haber llamado a la puerta solicitando permiso para fotografiarla. Más tarde me dirán que es «la casa de Elvira». En otra nos asomamos indiscretos a través de un valla metálica. El jardín que hay al otro lado y el pequeño huerto son una maravilla. En realidad, todas las casas que encontramos a nuestro paso son un encanto. Humildes, sin aires de grandeza, todas con flores en las fachadas y la ropa tendida en el exterior, secándose al sol. El nombre de una de ellas me hace mucha gracia y me recuerda que en unos meses la mía también podría llamarse así si me decidiera a ponerle nombre: «La casa de la abuela».

Ya casi hemos llegado al antiguo lavadero. Es diferente a los que conocemos de otras localidades, pues este está formado por varias piletas. Una joven y varias niñas están en el lugar. Una de las niñas, quizá tan curiosa como yo, me pregunta qué hacemos allí. «Sacar fotos» le digo. Mi respuesta no parece convencerla y nos sigue con la mirada mientras la chica les explica el modo en que las mujeres lavaban la ropa hace ya muchos años.

Yo también, como la niña, me pregunto cómo sería la vida en el pueblo en los tiempos en que sus mujeres iban a lavar la ropa a esas pilas. Y pregunto… «¿Vamos bien por aquí para llegar al aljibe?» me dirijo a una señora que nos observa desde la puerta de su patio. Muy amable nos indica el camino que debemos seguir. Ya puesta, aprovecho para preguntarle si ella fue asidua del lavadero en sus tiempo jóvenes. «Huy, ya lo creo que sí. Íbamos todas a lavar allí. Entonces no teniamos agua en las casas. No la tuvimos hasta hace cuarenta años», me dice. En el interior del patio hay dos señoras más que atienden a cuanto decimos. De pronto, salta la sorpresa, y no es la primera vez que me sucede cuando me pongo preguntona. La señora con la que hablo es de allí, de Rodenas, pero se marchó como muchos otros a vivir fuera, a otra región, a «Puerto de Sagunto, en Valencia» ¡Vaya casualidad! Mi curiosidad crece, y la sorpresa también: No sólo se fue a mi pueblo, sino que vive en mi mismo barrio. Cuando el tiempo lo permite, habita en Rodenas, pero en invierno el frío es mucho frío en esta zona y se está mejor en la costa.

Siguiendo sus indicaciones nos acercamos hasta el aljibe, situado en la parte alta del pueblo. Se trata de una construcción de la época musulmana, que aprovechaba el desnivel  del roquedal para recoger el agua en su base. Allí delante, no dejamos de reflexionar acerca del modo en que las sociedades antiguas se las ingeniaban para tener cubiertas las necesidades más básicas. Y entre esos pensamientos se cuelan otros cuando miro a mi alrededor y me veo rodeada de viejos muros de piedras, derruidos en su mayor parte, pero con algunos tramos todavía sosteniéndose sobre sí mismos. Ventanas tapiadas con las mismas piedras de sus ruinas, alféizares sobre los que se detuvo la vida de sus inquilinos, pero en los que con el tiempo ha perdurado la otra, la de la hiedra vieja, la de las plantas silvestres y otros tipos de flora, libre y salvaje… Una historia oculta entre esas ruínas que se niega a alejarse del aljibe y de las piletas del lavadero vecino.

De pronto siento que ya no necesito la chaqueta. Vuelvo a la realidad y a la hora que me indica el reloj digital en mi muñeca. Es tiempo de ir a comer. Volvemos a las calles bonitas, las de las flores en las casas y la ropa interior de las vecinas ancianas tendida en los alambres que se sujetan a las ventanas de madera. En Los Poyales nos espera la chica —muy agradable, por cierto— para ponernos el menú. Hoy bastante alejado del degustado en la cena, en El Batán. Comemos lentejas con jabalí. Me saben a gloria después de tanto caminar por los pueblos de la sierra. Cuando lleguemos a casa ya volveremos a nuestras ensaladas y platos ligeros. 

Únicamente nos queda una visita que realizar. Va quedando poca batería en la cámara y hay que reservarla. Los montículos de piedra rodeno que a lo lejos me parecían almenas de viejos castillos, son ahora enormes moles rojizas, con formas caprichosas que el tiempo, y quizá la mano del hombre, han ido formando. Son espectaculares. Detenemos el vehículo para observarlas mejor, tan solo unos minutos y otra vez en marcha… Y, en un momento, aparece; ahí está, delante de nosotros. No ha hecho falta buscarlo, él ha salido a nuestro encuentro; desafiante y hermoso. No se trata de un efecto óptico producido por la lejanía. Ahora sí, es un castillo. El de Peracense. Y nos da la bienvenida desde su trono en la formación rocosa.

Cuanto veo a mi alrededor no tiene ya nada que ver con lo que hemos estado viendo previamente a nuestra entrada en Rodenas. El paisaje ha cambiado completamente. La sierra de Albarracín se ha quedado atrás. La de ahora, la que nos observa con el mismo interés que nosotros a ella, es otra cuyo nombre nos resulta muy familiar: «La Menera». A mi acompañante la sangre le está hablando ya en voz alta. Sus orígenes están muy cerquita. Pero no hay tiempo que perder, o de lo contrario se nos hará tarde para la vuelta que tenemos prevista para las cinco de la tarde. Queremos ver el castillo y nos dirijimos hacia la puerta de entrada.

¡Qué pena! Falta más de una hora para que abran. Hay mucho que ver en el interior, mucha explicación que escuchar y mucho detalle en el que detenerse. Desistimos de visitarlo por dentro y nos quedamos, como se suele decir, «con la miel en los labios». Calculamos que podemos realizar una próxima excursión dedicada exclusivamente al castillo. Podremos salir de casa temprano en la mañana y visitarlo. No será necesario hacer noche en la provincia. Actualmente se puede realizar el trayecto de ida y vuelta en un mismo día. Así pues: ¡Volveremos!

Ahora sí, echamos mano de la cámara de nuestros respectivos teléfonos. Él por un lado y yo por el otro, vamos tomando imágenes de los rincones del exterior de la fortaleza, de los bloques rojizos que lo rodean e incluso de ese rebaño de cabras que pastan pacíficamente,  ajenas a nuestra presencia, en una vertiente de la montaña, abajo en el valle.

«¿Tienes bastante material en las notas y en las cámaras para poder escribir tu crónica del viaje?» me pregunta. Mi respuesta es afirmativa. Tan solo me quedan un par de imágenes que tomar. Será dentro de un rato, cuando, de nuevo, al regresar, nos detengamos a prestar un minuto de silencio y presentar nuestro respeto ante el Monolito y La Fosa de Caudé.

 
Fotografía: LEH

jueves, 21 de julio de 2016

Tramacastilla-Bronchales




Una vez más dirigimos nuestros pasos hacia la vecina Aragón, hacia sus sierras, sus pueblos de verde vega, sus gentes de acento maño… y su historia enredada entre la hiedra que cubre sus muros de piedra.

Dejamos atrás las nubes con que nos sorprendió la mañana en nuestro lugar de origen, junto a la costa. Viajamos contentos, como siempre. Él, conduciendo; yo, pendiente de cuanto pasa veloz al otro lado de la autovía, ésa cuyo nombre tanto me agrada: «Almudéjar». Pronto perdemos de vista los molinos eólicos que nos avisan del final de la provincia castellonense. Aquí ya se nota la bajada de temperatura. Cuando entramos en Teruel comprobamos que estamos a tan solo 16º, nada que ver con los 34 sufridos durante los días anteriores. Con toda seguridad dormiremos fresquitos. La música de La quinta estación se introduce en el paisaje desde mi ventanilla, ahora bajada para respirar la tierra. Miro a través de ella con ojos de niña. Preparo la cámara para que me dé tiempo a captar a lo lejos la flotilla de aviones estacionados en el aeropuerto. Son aviones a la espera de reparación o de una posible venta. Desde nuestro lugar en la carretera se ven pequeñitos, pero hay muchos y llaman la atención entre la vasta llanura de tonalidades ocres y amarillas bañadas por el azul intenso del cielo.

El paisaje no tarda en cambiar sus formas y colores, diferentes a los del último viaje, en plena otoñada. Ahora no corresponde, lo que ahora toca es deleitarse con las gamas de verdes que la cercanía de la vega del Guadalaviar nos ofrece. Estamos atravesando Gea de Albarracín, mis ojos lo captan todo, las montañas a un lado, la frondosidad de la foresta que bordea el río al otro, las curvas del camino. Ya nos encontramos en el corazón de la sierra; un poquito más y… nuestro primer destino: Tramacastilla y «El Batán», la posadería donde nos alojaremos.

El lugar es extraordinario. Hemos accedido a través del puente que cruza el río. No sabría decir si el que admiramos es todavía el Guadalaviar, o si en este punto de la sierra nos encontramos ya con el Noguera que vierte sus aguas en el primero, pues ambos confluyen en Tramacastilla. Inmediatamente llama mi atención la pequeña cascada junto a la fachada del edificio y las parcelas boscosas que lo rodean con espacios adaptados para el relax y que se mimetizan con el paisaje. Un rústico banco de madera bajo un paraguas forjado en hierro se me clava en la mirada. Ahora no hay tiempo, pero más tarde será el lugar en el que me deleitaré leyendo a los poetas.

No nos darán la habitación hasta dos horas más tarde, por lo que nuestra ruta se ve alterada y la  de senderismo no se lleva a cabo. No nos importa. Primero nos deleitamos con el paseo por el entorno de El Batán —antigua fábrica de lanas rehabilitada y convertida en hotel restaurante—, situado a las afueras del municipio, enclavado en la sierra, junto al río. Tras el paseo y un montón de fotos, nos dirigimos hacia Bronchales. Caminamos por sus calles; subimos por unas, bajamos por otras; calles estrechas, empedradas, algunas asfaltadas,  desniveladas… Por donde vamos tienen nombre de personalidades aragonesas: Miguel Servet, Buñuel, Ramón J. Sénder…  Las fachadas de los edificios son de piedra, con techos de pizarra y balcones de madera, con la colada pendiendo hacia el exterior, bien sujeta a los tendederos de hierro, de los antiguos, de los que elaboraba mi padre en el viejo taller a golpe de martillo en el yunque. Las prendas de variados colores oscilan  a placer de un airecillo suave; suave, pero demasiado frio para esta época del año. Hay muchas flores en los alféizares de las ventanas y por el suelo, junto a las entradas de las casas. Bellos rincones silenciosos a estas horas en que la gente se recoge en sus casas a comer. No hay tráfico en el pueblo; tampoco muchas personas por la calle, y aquéllas con las que nos cruzamos nos observan sin excesiva curiosidad. Están acostumbrados a ser visitados, aunque quizá con menos frecuencia en días laborables. Tal vez sí en agosto, cuando más veraneantes se alojan en el camping Las Corralizas.

Para comer nos hemos decantado por El Rinconcillo. «Un día es un día» me digo, y sin tener en cuenta que nos quedan muchas horas hasta el regreso a casa y a la dieta habitual, me atrevo con la comida de la zona: Ciervo y ternasco, acompañados con productos de las huertas vecinas, bañadas con las aguas de los dos ríos.

La primera fase de nuestra escapada ya toca a su fin. Ahora sí, retomamos la comarcal hasta Tramacastilla. Nuestra habitación ya está lista y nos encanta. Un pequeño bungalow en el que no falta de nada, con una terracita desde la que observar las estrellas en la noche.

Pero las estrellas deberán esperar. Ahora, tras instalarnos y descansar un poquito, como no hemos podido realizar la ruta de senderismo prevista, nos deleitamos con un paseo hasta el Paraje de las Cuevas bordeando el municipio. Realmente es un paseo delicioso, a través de la senda que separa las huertas vecinales y que nos lleva directamente hacia el paraje, un lugar estupendo en el que el silencio solo es interrumpido por el canturreo de las aves y el sonido de las aguas del río Noguera que, aunque de tímido caudal en estos meses de verano, se nos ofrece generosamente para deleitarnos la vista y el oído bajo las múltiples oquedades de la montaña.

Es un momento ideal para el silencio contemplativo, aspirar hondo, sentir la voz de las ramas de los árboles al mecerse en lo alto, la del agua, la de las aves y, quién sabe si, la de nuestro propio silencio.

 
fotografía: PMB

lunes, 11 de julio de 2016

Por la vereda del río




 


 

Otra vez frente al ordenador el «documento nuevo» de Word me insta a la tertulia de sobremesa. No sé qué contarle. A veces, con el calor me cuesta centrarme y mis dedos se paralizan ante el teclado. No obstante, y como yo soy de mucho teclear, acabo por contarle a la nueva página mi último paseo por la huerta, el de ayer tarde.

Todavía no hemos llegado al ecuador del verano, pero el calor viene siendo guerrero desde la primavera. Este año me cuesta más calzarme las zapatillas y salir a caminar por la orilla del río o la montaña. No obstante, y para no sentirme culpable ante los resultados de las próximas analíticas, me armo de valor y emprendo la marcha. Es una costumbre adquirida desde hace un par de años. Al principio lo hacía en plan quema-grasa o quema-colesterol. Después se convirtió en algo ameno que no necesita justificación para ser llevado a cabo.

Antes de salir miro que no me falte nada: las llaves de casa, una gorra, el boli, el bloc de notas, gafas de sol y el teléfono móvil. El mío no es de última generación, pero a mí me sirve para mi propósito: capturar una mínima parte de la naturaleza, de la que se ve a ras de suelo y que casi siempre pisamos sin prestarle mayor atención.

Es al dejar atrás el asfalto de la vieja carretera cuando dirijo la mirada al suelo de tierra por si encuentro algo bello mezclado con la maleza. Para hallarlo, transformo mi mirada en «mirada de niña». Esa clase de mirada que todavía no está intoxicada con escenas desaprensivas, traumáticas o, simplemente, manipuladas. Y de repente, ahí está, ajena a cuanto la rodea. Sin darse cuenta está posando para mí. Me agacho para observarla más de cerca. Intento llegar hasta sus pensamientos porque, como la miro con mirada de niña, imagino que los tiene. Es una hormiga de tamaño considerable, cabezona y negrísima, portando su gran carga hacia el hormiguero. El trayecto es muy laborioso y transcurre en paralelo al de sus compañeras que ya vuelven ligeras de peso para ir, con toda seguridad, a por nueva mercancía. Van a lo suyo, y lo suyo es trabajar sin descanso para la comunidad. Unas vienen y otras van. Pero la negra cabezona se aleja del recorrido. Tal vez mi presencia tan cercana la ha desorientado, o quién sabe…, quizá  se trata de una hormiga transgresora que desea ir por otro lado.

Todavía no he realizado mi foto. Antes de hacerlo he visto, por el rabillo del ojo, otro sitio al que apuntar. Su movimiento es muy leve, apenas perceptible, y parece que me llama para que vea lo bonita que luce. Se trata de una florecilla que ha crecido entre las piedras que forman el balate sobre la Acequia Mayor. Es muy pequeña y no conozco su nombre. A la vera del camino hay más de su clase, pero ésta está completamente sola. Tal vez está mejor así, contemplando el caudal del agua que hoy baja con fuerza desde los municipios de más al norte de la Baronía. Hoy toca turno y los labradores habrán de abrir sus pequeñas compuertas para dar paso al agua de la que se abastecen sus huertos, siempre y cuando no  les hayan robado en la noche sus tubos de goteo, que de todo se roba en estas tierras del Señor, y en épocas de penurias hasta el material con que están fabricados estos tubos son una fuente de ingresos para algunos necesitados, así como para unos cuantos malhechores.

Tomo mi cuaderno de notas y compruebo las de los últimos días. Deseo dejar constancia de este trajín de hormigas. La independiente se ha dado cuenta de lo errado de su itinerario y, tras varios recorridos, pequeños para mi visión pero posiblemente enormes para su tamaño, decide desandar sus pasos. La observo rodear un pequeño montículo de plástico y dirigirse de nuevo hacia el hormiguero. Ahora ya está en la fila, tras sus compañeras, y camina hacia la comunidad tan deprisa como ellas. Tan solo una vez se le ha caído su carga, que ha recogido con gran rapidez.

Yo también recojo mi cuaderno y lo guardo junto con el boli. Ya son muchas las notas que he ido tomando desde que comenzó el verano. Las he tomado en la montaña, en la huerta, en la terraza, en la playa… esta playa mía donde parece que ya no está de moda que las jóvenes practiquen topless. Alguien lo comentaba por la mañana en el autobús. Lo había leído en un artículo. Al parecer, solo las mujeres de más de treinta años siguen mostrando los pechos desnudos cuando están en la playa. Las jóvenes y adolescentes han decidido que eso ya no se estila. O quizá, atendiendo a los consejos de los médicos, prefieren protegerlos de los rayos solares. Mientras recuerdo la conversación me dispongo a comer mi pieza de fruta bajo una de las higueras que bordean el camino, en el lado opuesto a los naranjales. En breve me dirigiré a casa. Pero no tengo ninguna prisa. Saboreo mi manzana ajena a los ciclistas que me saludan con gesto cansado, y al acabarla hago una última fotografía del suelo de tierra y me acomodo la mochila en la espalda.

Emprendo el regreso lentamente, siempre en paralelo a la Acequia Mayor para que el susurro del agua me cante al oído con voz de agua vieja. No muy lejos se oyen ladridos y varios jinetes me adelantan. Nos conocemos de otras tardes de paseo porque somos habituales en este lado del río seco; ellos, como las hormigas, también van a lo suyo, que no es otra cosa que sentirse cada tarde parte de la naturaleza, aunque solo sea por un corto periodo de tiempo, bajo un sol abrasador, por la vereda de un río cuyas aguas perecen cauce arriba, amordazadas por la presa. A mí no me importa su aridez: es mi río, el que observa mi regocijo cada vez que me asomo hasta su vereda.