jueves, 21 de julio de 2016

Tramacastilla-Bronchales




Una vez más dirigimos nuestros pasos hacia la vecina Aragón, hacia sus sierras, sus pueblos de verde vega, sus gentes de acento maño… y su historia enredada entre la hiedra que cubre sus muros de piedra.

Dejamos atrás las nubes con que nos sorprendió la mañana en nuestro lugar de origen, junto a la costa. Viajamos contentos, como siempre. Él, conduciendo; yo, pendiente de cuanto pasa veloz al otro lado de la autovía, ésa cuyo nombre tanto me agrada: «Almudéjar». Pronto perdemos de vista los molinos eólicos que nos avisan del final de la provincia castellonense. Aquí ya se nota la bajada de temperatura. Cuando entramos en Teruel comprobamos que estamos a tan solo 16º, nada que ver con los 34 sufridos durante los días anteriores. Con toda seguridad dormiremos fresquitos. La música de La quinta estación se introduce en el paisaje desde mi ventanilla, ahora bajada para respirar la tierra. Miro a través de ella con ojos de niña. Preparo la cámara para que me dé tiempo a captar a lo lejos la flotilla de aviones estacionados en el aeropuerto. Son aviones a la espera de reparación o de una posible venta. Desde nuestro lugar en la carretera se ven pequeñitos, pero hay muchos y llaman la atención entre la vasta llanura de tonalidades ocres y amarillas bañadas por el azul intenso del cielo.

El paisaje no tarda en cambiar sus formas y colores, diferentes a los del último viaje, en plena otoñada. Ahora no corresponde, lo que ahora toca es deleitarse con las gamas de verdes que la cercanía de la vega del Guadalaviar nos ofrece. Estamos atravesando Gea de Albarracín, mis ojos lo captan todo, las montañas a un lado, la frondosidad de la foresta que bordea el río al otro, las curvas del camino. Ya nos encontramos en el corazón de la sierra; un poquito más y… nuestro primer destino: Tramacastilla y «El Batán», la posadería donde nos alojaremos.

El lugar es extraordinario. Hemos accedido a través del puente que cruza el río. No sabría decir si el que admiramos es todavía el Guadalaviar, o si en este punto de la sierra nos encontramos ya con el Noguera que vierte sus aguas en el primero, pues ambos confluyen en Tramacastilla. Inmediatamente llama mi atención la pequeña cascada junto a la fachada del edificio y las parcelas boscosas que lo rodean con espacios adaptados para el relax y que se mimetizan con el paisaje. Un rústico banco de madera bajo un paraguas forjado en hierro se me clava en la mirada. Ahora no hay tiempo, pero más tarde será el lugar en el que me deleitaré leyendo a los poetas.

No nos darán la habitación hasta dos horas más tarde, por lo que nuestra ruta se ve alterada y la  de senderismo no se lleva a cabo. No nos importa. Primero nos deleitamos con el paseo por el entorno de El Batán —antigua fábrica de lanas rehabilitada y convertida en hotel restaurante—, situado a las afueras del municipio, enclavado en la sierra, junto al río. Tras el paseo y un montón de fotos, nos dirigimos hacia Bronchales. Caminamos por sus calles; subimos por unas, bajamos por otras; calles estrechas, empedradas, algunas asfaltadas,  desniveladas… Por donde vamos tienen nombre de personalidades aragonesas: Miguel Servet, Buñuel, Ramón J. Sénder…  Las fachadas de los edificios son de piedra, con techos de pizarra y balcones de madera, con la colada pendiendo hacia el exterior, bien sujeta a los tendederos de hierro, de los antiguos, de los que elaboraba mi padre en el viejo taller a golpe de martillo en el yunque. Las prendas de variados colores oscilan  a placer de un airecillo suave; suave, pero demasiado frio para esta época del año. Hay muchas flores en los alféizares de las ventanas y por el suelo, junto a las entradas de las casas. Bellos rincones silenciosos a estas horas en que la gente se recoge en sus casas a comer. No hay tráfico en el pueblo; tampoco muchas personas por la calle, y aquéllas con las que nos cruzamos nos observan sin excesiva curiosidad. Están acostumbrados a ser visitados, aunque quizá con menos frecuencia en días laborables. Tal vez sí en agosto, cuando más veraneantes se alojan en el camping Las Corralizas.

Para comer nos hemos decantado por El Rinconcillo. «Un día es un día» me digo, y sin tener en cuenta que nos quedan muchas horas hasta el regreso a casa y a la dieta habitual, me atrevo con la comida de la zona: Ciervo y ternasco, acompañados con productos de las huertas vecinas, bañadas con las aguas de los dos ríos.

La primera fase de nuestra escapada ya toca a su fin. Ahora sí, retomamos la comarcal hasta Tramacastilla. Nuestra habitación ya está lista y nos encanta. Un pequeño bungalow en el que no falta de nada, con una terracita desde la que observar las estrellas en la noche.

Pero las estrellas deberán esperar. Ahora, tras instalarnos y descansar un poquito, como no hemos podido realizar la ruta de senderismo prevista, nos deleitamos con un paseo hasta el Paraje de las Cuevas bordeando el municipio. Realmente es un paseo delicioso, a través de la senda que separa las huertas vecinales y que nos lleva directamente hacia el paraje, un lugar estupendo en el que el silencio solo es interrumpido por el canturreo de las aves y el sonido de las aguas del río Noguera que, aunque de tímido caudal en estos meses de verano, se nos ofrece generosamente para deleitarnos la vista y el oído bajo las múltiples oquedades de la montaña.

Es un momento ideal para el silencio contemplativo, aspirar hondo, sentir la voz de las ramas de los árboles al mecerse en lo alto, la del agua, la de las aves y, quién sabe si, la de nuestro propio silencio.

 
fotografía: PMB

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