viernes, 27 de mayo de 2016

La celda



 

Velados los sentidos por el recuerdo de aquella hermosa visión, Malena se dejaba mecer por la emoción y el deseo. Su cuerpo estaba tenso, y aunque afuera la escarcha cubría la superficie del suelo del huerto, sus mejillas enrojecían y la humedad se acomodaba allá donde su piel formaba pliegues bajo su propio abrazo.

Sólo lo había visto en una ocasión, pero la imagen de aquel cuerpo permanecía constantemente en sus pensamientos. Sobre todo cuando al finalizar las horas de luz se encontraba a solas, espiándolo a través del pequeño ventanuco y observando las estrellas y la luna, cuando ésta se dejaba contemplar desde el pequeño habitáculo.

En el joven se adivinaba una anatomía perfecta, como cincelada por los genios del arte. Bajo la blanca camisa anudada a la cintura, Malena acertó a descubrir unas porciones de vello castaño allí donde su pecho se hundía y expandía al ritmo que el impulso por la labor le marcaba. Sus manos eran fuertes y una vez más se sintió atraída por aquel tacto —que imaginaba suave y cálido—, cediendo ante la fuerza arrastrada desde aquel antebrazo curtido por el sol.

Durante unos instantes, el hombre clavó la pala en tierra y secó el sudor de su frente con el dorso de la mano; a continuación se inclinó sobre un saliente de la fuente y refrescó su rostro tras beber unos tragos de agua. Allí, junto al caño improvisado mediante una de las hojas de las adelfas de la orilla del camino, al levantar la vista hacia el edificio de piedra su mirada se cruzó con la de Malena, que permaneció impasible, presa de una pecaminosa excitación.

Cuando el hombre reanudó su trabajo, ella ya atesoraba aquella mirada y la sonrisa con la que fue obsequiada desde la huerta colindante. Volvió a su lectura aun con la seguridad de que ésta ya no le aportaría la paz de días pasados. Al contrario: en adelante aprovecharía cada vez que abriera su manual de oraciones para disfrazar sus pensamientos que, desde las miradas de las otras mujeres, no respondían sino a una calma interior acorde con el lugar en el que se encontraban.

Los días transcurrían entre aquellas lecturas, los paseos al aire libre y las oraciones que desde niña repetía cada tarde con la llegada del ocaso. A veces ayudaba en la cocina; otras, cosía la ropa que serviría para cubrir del frío a los niños más pobres. Pero cuando la claridad del día anunciaba su despedida, se apresuraba hacia la soledad de la pequeña alcoba. Apenas veía el camastro sobre el que un pequeño crucifijo le recordaba su condición. De nuevo buscaba las estrellas y el resplandor de la luna que, a buen seguro, se ocultaría por algún lugar afuera de los muros de piedra. Evocaba el sonido de la risa y desandaba los recuerdos en busca de aquel cruce de caminos: aquel que le dispuso el destino, o los «designios de Dios» como las otras mujeres llamaban a aquel embrollo de situaciones que las situaron en su presente.

Ubicada en su intimidad se dejaba llevar lentamente, proyectando aquella extraña sensación, hacia su nuca primero, hacia los lóbulos de sus orejas después, liberadas ya de la inmaculada prenda que cubría su cabeza. Con los ojos cerrados acertaba a contemplar la sonrisa en aquel rostro de mirada profunda y atrayente; y, al adentrarse en aquella mirada, se dejaba recorrer desde el primer centímetro de la piel de sus pies desnudos, por aquellas manos fuertes que pensaba delicadas. Intuía el avance de las caricias por debajo de las enaguas, a la vez que lentamente utilizaba sus propias manos para abrazarse a aquel torso imaginado… Y a medida que su respiración se humedecía, sentía el calor deslizarse desde el cuello hacia el vaivén originado en la curvatura de la pelvis.

De espaldas a la culpa se entregó a la dulzura producida por aquel juego. Primero sobre la superficie de sus pezones erectos; después, el deseo la llevó a depositar la calidez de sus labios en la rigidez de aquella otra piel que la provocaba desde lo más indecoroso del cuerpo del joven, cuya sola evocación la transportaba a lo más bajo de los infiernos y la sumía en el mayor de los deleites jamás imaginado.

Hasta sus entrañas creyó albergar la prolongación del cuerpo amante que, aun ausente, era capaz de introducirse en su inmaculado espíritu que lo recibía con inusitada furia y lo atraía hacia sí abrazándolo posesivamente.

La respiración de Malena se transformó en una sucesión de jadeos constantes, interrumpidos súbitamente cuando un último estremecimiento, acompañado de un grito mudo de placer, la sumió en la quietud y el sosiego. Durante unos minutos permaneció abrazada a sí misma, mientras sus piernas continuaban meciéndose al compás de su pecho que, lentamente, recobraba el ritmo cardiaco.

Afuera la luna se asomaba tímidamente por entre los árboles frutales de la huerta vecina; tal vez anduviera iluminando alguna otra alcoba frente a las viejas piedras que formaban los muros que rodeaban el recinto.

Mientras tanto, en la celda contigua, la Hermana Irene, con el crucifijo entre las manos permanecía de rodillas en las frías baldosas del suelo. En sus oídos pesaban insistentemente los susurros penetrados a través de la exigua pared que la separaba de la celda de la hermana Malena. Sobre su cuerpo dolían aún las caricias que allí había depositado la priora la primera vez que ella, una vez hubo mudado sus ropas y alterado su nombre, atravesó los muros del convento, renunciando no solo a la vida que dejaba tras de sí, sino también a su propia identidad que permanecería por siempre enclaustrada por el hábito y la culpa.

 
Fotografía: -LEH-

lunes, 23 de mayo de 2016

El VIEJO FARO



Faro de Canet d'en Berenguer


Olvidado del mar permanezco oculto a la mirada del navegante. Privando de libertad al sonido de mi respiración, indisciplinada a estas horas de la tarde.
Nada, al otro lado del espigón, debe advertir del abandono de estos ojos sombríos. Nada, en el exterior de este mundo que a mí se me antoja extraño, debe coincidir en la mañana con la luz primera. Tan solo el aire, generoso, habrá de expandir este rezagado aliento que adivino tras las últimas luces proyectadas —con parpadeo impreciso— sobre el ocaso, viejo terrible que navega usurpando sueños con rumbo desconocido hacia otra costa, hacia otro cielo y otro faro.
Quizá la noche me salga al encuentro y me regale una luna nueva. Una luna que ilumine el camino del marino actual; que emita la claridad suficiente y la distancia precisa; que, sabedora del duelo en las tardes de borrasca, lo devuelva al lecho sin heridas en el pecho y sin dolor en las entrañas.
Mientras tanto, seguiré agazapado tras este parque de asfalto, olvidado de la mar y emérita la mirada, rodeado de neón y silenciado, como el susurro del delta.

 

Fotografía: Luis López algaba -Faro de Canet d'en Berenguer

viernes, 13 de mayo de 2016

Dime, Mar...





Dime, Mar,
¿me estás echando de menos?
Dime que ansías mi presencia de sal
frente a tu orilla,
que extrañas mis huellas
sobre la arena de tu playa
al llegar la luz primera.

Dime, Mar,
si, estando tan cerca,
me sientes tan lejos
como yo te siento,
si te elevas sobre la última ola
para posar tu mirada azul
sobre la inhóspita loma.

Dime, querido Mar,
que esperarás mi abrazo
cuando el cielo se vista de gris
y mi cuerpo sea lluvia
que baila su último sueño.

Dime, Mar...


Imagen: LEH

jueves, 12 de mayo de 2016

La carta



 
 
Cuando finalizó, el sol estaba ya alto. Se había levantado al amanecer y dedicó gran parte de la mañana a descargar sus inquietudes sobre unos folios amarillentos ya por el tiempo.

Comprobó que su caligrafía se perdía en trazos desiguales, torcidos e ilegibles. Cambió su bolígrafo de gel por otro, pero éste no tenía el grosor deseado y se le hacía incómodo mantenerlo entre los dedos. «La pluma» recordó, y se dirigió al cajón donde guardaba sus tesoros. Allí se reencontró con un viejo plumier de madera. «De dos pisos», se dijo a sí misma adivinando una sonrisa en su rostro. Al abrirlo, un aire cargado de diversas emociones se escapó de aquella superficie de color caoba y la envolvió, como el aura envuelve los cuerpos de los místicos.

Bajo aquellas sensaciones de olor a infancia, a madre y a hijos sentados frente al televisor dibujando sus primeras letras, empezó a escribir. Cuando terminó, separó uno de los folios. Lo dobló cuidadosamente, como se doblaban las cartas de amor, lo introdujo en el único sobre que encontró en casa y se vistió para ir a echarlo al buzón. Cuando llegó, comprobó que no llevaba el sello.

 

Finalista en el segundo certamen de microrrelatos «EL BALLET DE LAS PALABRAS»
Imagen: Ismahell.

lunes, 9 de mayo de 2016

Lluvia en la calle



lluvia de Eduard Gordeev.


Llueve a estas horas en la calle
y mis pies resbalan en el lodo de tu puerta
que no abres a mi palabra que te llama.
Mientras tanto yo elevo mi rostro a las nubes
y les canto mi noche
que anhela arrullar tu sueño.


De espaldas a mi cuerpo empapado
hay una acera desierta que grita mi nombre
y la ignoro
como ignoro los peligros del abismo que es tu boca.
Ese abismo por el que quiero deslizarme y descender
hasta lo más profundo de tu memoria.


Llueve a estas horas en la calle
y mis palabras se desvanecen con la lluvia
que me habla de tu indiferencia y me despacha
de tu puerta
         inaccesible
                       e incierta.
 
 
 
De: MOMENTOS EN GRIS
Imagen: EDUARD GORDEEV