martes, 10 de enero de 2017

Siempre refugiados




Tu tarde se ha vuelto pálida y la hojarasca de mi parque se ha transformado en tosca cama, húmeda y crujiente. Aún no han llegado las primeras nieves a cubrir las cumbres de tus días y observo desde mi atalaya de sal cómo se pierden tus ojos de océano entre las sombras del tiempo, buscando los recuerdos de una calle de tierra, intentando hallar el número impar de una casa cualquiera.

Yo también busco… Busco mi pañuelo de impotencia para enjugar esa lágrima solitaria que se desliza silenciosa a través del surco de tu piel refugiada. Mi rostro guarda silencio mientras observo a tu voz que ya no habla, y sólo conversan ya unos ojos más abajo de tu mirada.

A unos pasos de distancia de tus horas y de mi noche se escuchan los jadeos de los jóvenes amantes, que quieren perderse entre el silencio de tu palabra y mi palabra. Desean olvidar, aunque sea por un instante, que yacen sus cuerpos en un lecho prestado, sobre un suelo frío, tapizado de hojas secas.

Tu cuerpo se vuelve de espaldas para ignorar los susurros de los jóvenes enamorados, y yo, triste espectadora de la palidez de tu tarde, corro tras tu angustia para escuchar el grito que emiten tus entrañas que se retuercen. Pero mi carrera es en vano. Desde la distancia oigo sonidos de muerte. Son las voces de las bombas aliadas que hacen blanco y que iluminan los perfiles de tu barrio.

Enmudecen tus silencios y tus rabias, los jadeos se interrumpen y dan paso a mis sollozos que expulso con voz de niña de mar. Ahora te veo a lo lejos, donde mi tarde se vuelve mañana y mi parque de horas grises se transforma en un instante en el aula de tu amanecer. Tus párpados permanecen muy quietos bajo las líneas finas de tus cejas, tan oscuras como mi impotencia, y cierras tus puños con fuerza al despedirte de tu cetro de viejo profesor.

Nunca más escucharé de tus labios lo que vale la palabra..., lo que cuesta una doctrina.

Desde la palidez de tu tarde, desde mi atalaya de sol, tú y yo, los dos, contemplamos con horror el resplandor que ilumina el perfil del viejo barrio, donde en una calle de tierra, en el número once de la acera bordeada de voces adolescentes, la vieja escuela arde en llamas estridentes que se elevan en la negra noche, y se llevan a los fantasmas de tu cuerpo refugiado y de mis versos aliados.

 

 
De: La otra realidad -1995-
Imagen: Blas Estal. -Bosquejo-