En la oscuridad
de la noche, la luna se abría paso a través de las nubes. Haissa sentía miedo.
Su compañera de travesía le tomaba la mano y le acariciaba el cabello. Hacía
unas horas que habían partido desde la otra orilla, y nada hacía presagiar que
el pequeño Hamulab se aventurara a asomar su rostro de ébano en esa noche de
diciembre.
Todavía faltaban
unas semanas para que la gestación de la joven llegara a término, y por eso no
le dio importancia a aquellas mínimas molestias que notara en sus riñones
cuando la pequeña embarcación comenzó su vaivén silencioso al adentrarse en el
mar abierto.
Haissa y su
compañero Haimehe decidieron viajar a las costas españolas al igual que muchos
que les precedieron. La utopía de una vida mejor para su pequeño hijo les
alejaba de una tierra que nada podía ofrecerle. No viajaban solos aunque, en
medio de aquel mar, por suerte en calma durante toda la travesía, la soledad se
había aposentado sobre sus cuerpos como si se tratara de una segunda piel.
Cada uno de
aquellos ojos, tan oscuros como la misma noche, estaba inmerso en sus propios
pensamientos. No sabían qué les esperaba al llegar a la costa. Les habían
contado que posiblemente hallaran unas manos tendidas ofreciéndoles abrigo y
cobijo, pero también podían encontrarse con un viaje de regreso.
Haissa,
estoicamente había cogido un hatillo con sus escasas pertenencias y conminó a
su compañero a que la siguiera. Acarició con ambas manos su abultado vientre y
echó a andar hacia la playa. Haimehe la siguió sin rechistar, y ambos se
embarcaron al llegar la noche.
Entrada la
madrugada, la joven comprobó claramente que aquel dolor de riñones no obedecía
a un intento del pequeño Hamulab por acomodarse en su cada vez más pequeño
espacio, y cuando sintió su ropa interior empapada por el agua, supo al
instante que no era debido a aquella que se introducía en la embarcación,
procedente del suave chapoteo del mar. Se dio cuenta de que había roto aguas y,
ahora, todo el coraje se le escurría mezclado con aquel líquido amniótico que
anunciaba el alumbramiento de su pequeño.
Los hombres se
echaron a un lado y varias mujeres, tan jóvenes como ella, se agruparon para
ofrecer sus manos a la nueva vida que asomaba, y sus más tiernas palabras a la
joven madre, suministrándole un poco de tranquilidad que hiciera más fácil el
momento del parto.
Hamulab no se
hizo esperar demasiado. Al parecer tenía prisa por arribar a la costa. La luna
se quiso sumar al momento y se abrió paso entre las nubes alejándolas con
firmeza. Algunas estrellas acudieron prestas a su llamada, y Haimehe pudo observar
de reojo, cómo una estrella fugaz
cruzaba en loca carrera por la bóveda celeste.
Las mujeres
abrieron sus fardos y arroparon al pequeño. El Mediterráneo, mansamente aportó
una pizca de su alma y con ella se lavó el cuerpo
de Hamulab que, al contacto con ella, rompió a llorar y a llenar de aire sus
minúsculos pulmones.
Haissa,
desfallecida por la labor del alumbramiento, no tenía fuerzas para cubrir de
cariño a su niño, pero muy pronto llegó la aurora mostrándole sus más preciados colores y los perfiles de los tejados de las casas próximas a las playas
almerienses. Sentía frio.
Todos en la embarcación lo sentían, pero el fuego de la esperanza prendía en la
voluntad de aquellos cuerpos tan oscuros en su piel como hermosos y puros en su
interior más absoluto. Descendieron de la patera y, con el agua cubriéndoles
hasta la cintura, se abrieron paso; unos a nado, los otros, con el incrementado
esfuerzo que el caminar dentro del agua ocasiona.
La nueva madre contó
con la ayuda del joven padre para llegar a la orilla, y el pequeño Hamulab,
alzado en lo alto, como dispuesto a ser ofrecido a un adorado Dios, llegó sano
y salvo a tierra andaluza.
La luna, con su
presencia le otorgó la luz que abrió sus ojos; el agua del mar, el
estremecimiento que abrió sus pulmones en un fuerte llanto; y el sol, con su
precipitada aparición sobre las aguas, el calor que su pequeño cuerpo
precisaba.
No hubo
oro, mirra ni incienso. El oro lo aportó
aquel grueso papel con el que, a modo de manta, cubrió el cuerpo del recién
nacido un funcionario de Asuntos Sociales. El aroma mediterráneo que impregnaba
su arrugada piel, y la suavidad de aquellas manos blancas que palpaban su cuerpo
en busca de alguna herida, lo coronaron como si fuera un Mesías.
Horas más tarde
Hamulab era visitado por todos los medios informativos. Su rostro de ébano
dormía plácidamente en una pequeña cuna en la aséptica sala, ajeno a las cámaras que en vano
intentaban fotografiar su pequeña cabecita envuelta en un gorro de lana. Afuera,
en la calle, la noticia corría de boca en boca: "El niño nacido en alta mar, a
bordo de una patera, estaba sano y salvo y contaba con el cariño de cuantos
habían visto las noticias en el último telediario".
Era el día de
Navidad, y aunque lo acontecido nada tenía que ver con los hechos ocurridos dos
mil años antes, muchos rostros elevaron la mirada al cielo; unos, dando gracias
a Dios por la vida de Hamulab, los otros, pidiendo a ese mismo Dios que debilitara
a los Herodes que, a buen seguro, habría de encontrar en su camino a medida que
el tiempo transcurriera y se viera forzado a abandonar la seguridad que el
interior del hospital le proporcionaba en estas, sus primeras horas de vida.