domingo, 28 de febrero de 2016

CASETAS -CAP. SEGUNDO-




CAP. II

 

La habitación se llenó de luz y tuvo que cerrar los ojos durante un rato. Poco a poco la vista se habituó a la claridad. La cabeza le estallaba y no lograba recordar dónde había puesto los zapatos ni la blusa. «Por lo menos no llevo magulladuras —pensaba mientras estudiaba su cuerpo con atención—. Bien, Candela, a ver dónde ha dejado el señorito la pasta y sal de aquí. Hace dos días que no apareces por las Casetas».

La mujer buscaba sus honorarios obtenidos por una noche de placer; una noche de la que ni siquiera recordaba el tiempo utilizado, como tampoco a la persona con la que había empleado su erótica faceta. Eso vendría más tarde, cuando estuviera completamente despejada. Entonces tendría fresca la memoria y decidiría si el cliente en cuestión podía resultar una inversión, o, si por el contrario, no merecía la pena.

«Buen muchacho —pensó. El hombre había cumplido con su parte del trato dejando el dinero dentro de uno de los zapatos de Candela—. Ya empiezo a recordar… Sí, era un hombre simplón. Bastante mayor para estar todavía con su madre; porque, la verdad es que no puede estar casado. Acabó enseguida, no exigió numeritos, fue delicado y tímido a la vez. Y además pagó cristianamente»

—¡Ya puedes subir, Carmen! —gritó mientras se acercaba a la habitación de la planta baja.

—¡Ya voy! —respondió la mujer que ya estaba acostumbrada a la clientela de la casa— Seguro que lo habéis dejao to lleno de mierda. El día que la Carmen se canse os vais a enterar tos. —renegaba entre dientes mientras intentaba, en vano, agilizar sus artríticos huesos.

Carmen rondaba los cincuenta años y estaba al servicio de la casa desde hacía más de diez. Llegó una noche empapada por la lluvia, y con el fruto de una noche de pasión tras las chatarras de una fábrica luchando por aferrarse a sus entrañas. La Señora se esmeró en su labor, y en la gran mesa marmórea liberó a la Carmen de aquel proyecto de vida que, de todos modos, no hubiera conocido la luz del día por culpa de la miseria en la que había sido gestado.

—Toma unas pesetas, a ver si se te alegra esa cara, mujer, que parece que estás seca por dentro. —Candela dio una propina a la criada. Se sentía generosa, hacía un día espléndido y llevaba dinero encima. Le compraría cigarrillos al abuelo, y a su Quico lo llevaría al cine a ver una de esas películas de romanos que tanto le gustaban.

«No es mal chico mi Quico, no —pensaba—. Un poco endeble, eso sí, pero no hace preguntas, y cuando tengo una crisis de tripa me trae los potingues de la tía Juana y se acuesta a mi lado tomándome la mano. El tiempo pasa rápido y pronto cumplirá doce años. Casi los mismos que tenía yo cuando lo traje a este complicado mundo. Nunca se ha preocupado por el padre que no existe, pero no tardará en exigirme respuestas, y entonces… ¿Cómo podré hacerle comprender?»

 

—¡Juana! —llamó el tío Manuel— El Quico dice que quieres verme.

—Sí, pasa; pero no grites tanto que no estoy sorda. ¿Has estao en el barrio de arriba? Me han dicho que hay jaleo con las cabañas.

—Hace dos días que no voy por allí, pero corren rumores de que los guardias no hacen más que echarlos. Dicen que ayer se llevaron a uno preso porque se cagó en la madre que los parió. Hoy aún no lo han soltao.

—¿Se sabe por qué los echan.

—Unos dicen que porque van a hacer una fábrica allí, otros que unos jardines, y los más que porque les da la gana a los mandameses.

—El caso es que los tiran y no hay bastante sitio pa tos. Son más de veinte familias. Aquí ya estamos bastante apretaos y no tenemos ganas de follones, que de eso nos sobra. Solo nos faltaba lo de la Paqui. ¿Has oído algo? Si el tipo ese se va pal otro barrio, nos van a freír a tos.

—De eso nadie sabe na. A la Paqui no se la pue ver. Se la han llevao pa otro sitio. Yo ya les dije que estaba durmiendo y que no oí na; pero volverán y nos harán más preguntas. Ya verás… Bueno, me voy, que tengo el carro lleno de cosas, no me las vayan a quitar.

—Anda, vete. —Lo despidió la mujer mientras se quedaba con la vista perdida midiendo los acontecimientos que no tardarían en complicarles su ya precaria existencia.

 

Cap. II de CASETAS
Fotografía IME

lunes, 15 de febrero de 2016

El bloqueo





Yo estaba visitando la casa de Raquel, hija de una antigua compañera. Era una casa muy bonita. Se prolongaba al final del pasillo. En aquella prolongación se encontraba el espacio que nadie ocupaba. Era un espacio de más, en el que había cuatro habitaciones preciosas, grandes, decoradas con gusto.

Raquel tenía dos hijos. Vivían bien, holgadamente. Ella ya no trabajaba fuera de casa y se sentía enojada todo el tiempo. Su madre iba a ayudarla para que no se viera sobrecargada con el trabajo que dan los niños. Mi amiga llegó cuando su hija me enseñaba la vivienda. El salón grande —donde comenzó todo—, la habitación del matrimonio, la de los niños, el aseo… Todas las estancias eran confortables, acogedoras. Cuando creí que ya me había mostrado toda la casa, me llevó a través del pasillo y vi aquellas cuatro habitaciones. Pensé que superaban en número a las necesidades de la familia. En aquel espacio, cuya existencia nadie podría imaginar a no ser que le fuera mostrado, eran tan grandes como las anteriores e igual de bonitas, amuebladas con la misma delicadeza. Pero yo las sentí más frías. No vi ventana alguna que permitiera el paso de la luz y el ruido de la calle. Sin embargo, estaban en uso. Las ocupaban varios niños. En una de ellas había un niño y una niña. Ella rubia, bonita y dulce. Él era moreno y tenía la mirada triste.

Recordé que Raquel era una persona muy generosa y que había acogido y adoptado como hijos a unos niños refugiados. Eso me satisfizo mucho. Los abracé e intenté jugar con ellos. La niña se mostró receptiva pero el niño no. El me miraba con recelo y no quería jugar. Era algo mayor que ella, tendría ocho o nueve años.

Seguí fijándome en los detalles. Dije algo acerca de la decoración de la última habitación infantil que vi, ocupada por otro niño pequeño que me miraba y sonreía pero que no hablaba. Del techo colgaban muchas lámparas, al modo en que lo hacen en las tiendas de iluminación. Las había de diversos modelos, casi no se veía la pared. Así se lo dije a ella, y me respondió que formaban parte de la decoración pero que solamente las de la primera línea producían luz. Cuando le dio al interruptor comprobé que así era. Solo aquéllas cumplían su cometido. Las otras estaban de más, sobraban; pero con su oscuridad aumentaban la luminosidad y el resplandor de las activadas.

Volvimos a la habitación donde estaban reunidos los niños adoptados. Raquel se tenía que ir. Yo también porque debía ir a trabajar, pero al consultar mi reloj vi que aún era pronto. Podía quedarme un rato más con ellos. Así, de alguna forma, la ayudaba. Me preguntaba cómo podía ella con tanto trabajo. De la noche a la mañana había pasado de tener dos hijos, a tener seis. Contaba con los recursos suficientes, vivían desahogadamente y había sitio de sobra en la casa. Además, su madre venía todos los días a ayudarla con la comida.

Cuando Raquel se marchó, su madre ya había llegado. Iba y venía por las habitaciones llevando y trayendo cosas. Yo permanecí un rato más con los niños extranjeros. El más mayor, que previamente se hubo mostrado receloso conmigo, ahora se acercó a mí y me habló con respeto pero con firmeza. «No salían a la calle para nada. Estaban bien atendidos, no les faltaba la comida, la higiene ni los juegos; tampoco pasaban frío, pero no veían a nadie ni nadie los veía a ellos.» Comprendí que estaban solos, aislados en aquella casa bonita en la que no faltaba de nada.

A mi amiga no la veía ahora por ninguna parte, quizá estuviera por la cocina o atendiendo a sus nietos biológicos. Un hombre bastante mayor, casi anciano, se había quedado ahora con los pequeños refugiados. Me miró con gesto de impotencia, tal vez de resignación, cuando el niño me habló de su aislamiento.

Decidí salir en busca de Raquel para que me dijera el porqué de aquella situación. La alcancé junto a la  puerta de la calle cuando se ponía el abrigo y salía precipitadamente. «Tenía muchas cosas que hacer. Con tantos niños en la casa las tareas se multiplicaban.» Lo dijo enfadada por la falta de trabajo remunerado.

A mí también me entraron las prisas. Tal vez no vi bien la hora cuando me quedé a jugar en la habitación de los niños. Se me había hecho tarde y debía estar ya en el trabajo. Busqué mi abrigo en uno de los armarios. Necesitaba uno más grueso porque decían que el frío y la lluvia habían llegado de golpe.

Ahora el tiempo transcurría velozmente y yo seguía sin encontrar esa prenda para el frío. Desistí y me aventuré a salir a la calle con la que había traído puesta. Al pasar por la cocina vi a mi amiga preparando la comida en la placa de inducción. Me despedí de sus nietos que se entretenían en la habitación de juegos. Los otros, los adoptados, habían quedado en las otras, en las más alejadas, donde la decoración era igual de bonita pero el ambiente familiar menos cálido. No obstante, algo había cambiado: yo los había conocido y ahora confiaban en mí.

Me apresuré por la calle. Debía contar a la gente lo que había de bonito en aquella casa grande: la generosidad de la hija de mi amiga y también la frialdad de aquellas estancias al final del pasillo.

Como tantas otras veces, no llegué al trabajo. Regresé a la casa. A pesar de llevar el abrigo fino no sentía el frío ni me mojaba la lluvia. Volví a la cocina donde la sartén seguía sobre la placa dorando la carne y las verduras. Mi amiga ya no estaba. Yo misma di vuelta a la comida y me dirigí a mirar cómo caía la lluvia sobre el suelo marrón del patio. Caía generosa pero no le presté atención. Desde el otro lado de la puerta de cristales el niño extranjero me miraba, empapado, llorando de emoción. «He visto la calle», me decía entre sollozos. En esos sollozos adiviné un poquito de gratitud, pero al verle tan empapado me preocupó su salud en las horas posteriores. Raquel ya volvía de la calle y se pondría furiosa conmigo. Además, se había quemado la comida en la sartén mientras yo me preocupaba por el niño.

Las horas volaron de repente y era tarde para todos. La lluvia había cesado, yo volvía a mi escritorio en una habitación confortable, en una casa que, aun siendo pequeña, se me iba quedando grande. Una casa en la que los cuartos de mis hijos no estaban fríos y vacíos porque yo no lo permitiría nunca. En mi ordenador, entre mis archivos, varios trabajos estaban pendientes, reclamando mi atención y mi tiempo. Uno de ellos, con su título en mayúsculas, se me mostraba más desafiante que el resto. Me retaba exigiéndome que no lo abandonara a su suerte. Se trataba del proyecto más ambicioso. El que se enfrentaba cada mañana a mi propio bloqueo ante el teclado. La historia que desde ese archivo me apremia constantemente para que la saque a la calle, a la luz.


Imagen: Blas Estal.

martes, 9 de febrero de 2016

CASETAS -Cap. Primero.


Capítulo Primero
 

 
Criado en los barrios de la periferia, era amigo de los gatos y de las gentes sin techo. Cada noche paseaba su ronda por los restaurantes de élite de la ciudad. Aquellos coches brillantes y el estilo de las personas que abrían sus puertas para asomar sus lustrosos zapatos sobre el asfalto, le hacían sentirse en la más baja de las miserias.

Observaba sus zapatillas, arrebatadas con gran esfuerzo a un gigantesco contenedor, y su jersey raído por el uso. Los pantalones de pana, heredados de un conocido de su madre, los llevaba arremangados en los camales para evitar los traspiés que le producían los casi veinte centímetros que le sobraban del largo de sus temblorosas piernas.

En su recorrido nocturno le gustaba arrimarse a las prostitutas que ofrecían sus servicios a los noctámbulos necesitados de sexo. De esta forma conseguía hacerse con unos pitillos que más tarde regalaría al abuelo, con los que éste, tras aspirar el humo, lo expulsaría formando los pequeños círculos que producían en el muchacho un éxtasis visual.

Quizá el ambiente estuviera tranquilo en el barrio. Tras el jaleo de la pasada noche  toda la gente permanecía callada. Les bastaban sus miradas para comunicarse. Tendría que aprender el lenguaje de los gestos si en el futuro quería llegar a tener su estatus social en el entorno.

Todo estaba en calma cuando en la madrugada, acudió a la caseta en cuyo aire se mezclaban el olor a orín y a apio. El abuelo dormía en el viejo colchón, ese que constituía el mayor tesoro de los enseres que formaban el mobiliario de la casa. Su perro León dormitaba también junto al viejo y, al entrar Quico, se limitó a abrir un cansado ojo que volvió a entronar en cuanto lo identificó.

Guardó los cigarrillos en una caja de Farias, tan descolorida por el tiempo como el cajón de aquella mesilla que en su día ocupara un lugar privilegiado junto a alguna lámpara, en el salón de quién sabe qué señora.

El sofá que hacía las veces de cama y que quedaba oculto por una cortina, que se descolgaba más cada día, estaba libre. Su madre no había llegado todavía y posiblemente no lo hiciera en las próximas horas o días. Aun así, él dormiría en la colchoneta de goma, abandonada en la playa dos veranos atrás por algún bañista despistado.

Se acurrucó sobre su propio cuerpo y, tras ocultarse bajo la manta verde, se dispuso a esperar a que llegaran sus sueños. Cuando éstos aparecían se convertía en un joven estudiante como los que veía a menudo salir de los colegios de la ciudad. Se contemplaba a sí mismo frente a una vieja señora que, con un libro en la mano, se entregaba a la tarea de enseñarle unas lecciones que él asimilaba con la misma velocidad con la que los gatos echaban a correr, cada vez que los otros chicos de las casetas les echaban el pica-pica en las redondas pelotas que tenían junto a sus patas traseras. Otras veces veía desfilar ante él al abuelo que, vestido con un traje planchado y unos dientes blancos y sanos, se dirigía hacia un gran aparador sobre el que se apoyaba una botella en la que, de alguna manera, había conseguido penetrar un barco velero. Una vez delante del mueble, abría el cajón afelpado donde guardaba sus cigarrillos envueltos en cajitas doradas. Entonces aparecía su madre con aspecto de gran señora. Con la cara inmaculada y la sonrisa complaciente semejaba una diosa vestida de tules de finos colores. El cabello negro,  deslizándose hasta la cintura y formando ondas voluptuosas, parecía tener vida propia. Él la observaba cómo se dirigía hacia el abuelo y lo besaba en la mejilla mientras, delicadamente, le sustraía el cigarrillo que no tardaría en provocarle una nueva crisis de tos.

Cuando Quico despertaba de sus sueños y recorría su alrededor con la mirada, volvía a cerrar los ojos para seguir inmerso en su mundo fantástico.

 
El ruido de los camiones a su paso por la parte alta de las casetas lo devolvió a la realidad y le anunció que un nuevo día lo esperaba para mostrarle cuanto de bueno había en la vida, aunque él nunca llegara a saborearlo, porque su gente era un error de la naturaleza; algo antiestético pero necesario a la vez para demostrar a la sociedad más privilegiada su superioridad.

—¡Abuelo! —llamó— Vaya, ya se ha ido. —Comprobó Quico al echar de menos el viejo cochecito de bebé que el anciano utilizaba para transportar sus tesoros. Tal vez hoy le trajera alguna bicicleta desechada por un niño aburrido de ella. ¡Le hacía tanta ilusión! Los chicos del barrio se habían hecho con dos o tres que sustrajeron de un parque en un descuido de sus dueños, pero cuando se le ocurrió pedírselas prestadas para dar unas pedaladas recibió una pedrada en la cabeza. Además uno de los chicos se abrió la bragueta y le orinó sobre las zapatillas. La humillación superó con creces al dolor, y juró que jamás volverían a orinar sobre él. Estaba dispuesto a matar para escarmentar a quien lo intentara.

Con la ilusión de ver llegar al abuelo se dirigió hacia la caseta de la tía Juana. A medida que se acercaba, el aroma a tortilla de cebolla le recordó que no había probado bocado desde la mañana anterior.

—¿Qué pasa, Quico? ¿No ha aparecío aún la Candela?

—No —respondió el chiquillo indiferente a la ausencia de su madre.

—Anda, ven. Quédate quieto por algún rincón y ahora te pongo un bocao de tortilla; porque… has venío pa eso ¿verdá?

—Bueno…

—Oye, Quico, tú no sabrás na del tipo ese que encontraron la otra noche en la caseta de la Paqui, eh… —preguntó la mujer en voz baja entrecerrando sus ojillos legañosos.

—Lo vi una vez en el barrio de arriba. Iba con otro tipo muy tieso.

—«Vaya, vaya…» Anda, come, que estás ca día más arguellao. Tu madre tendría que ocuparse más de ti. Aquí no estamos como pa dar de comer a los hijos de… Bueno, hijo, quiero decir que lo único que los pobres podemos compartir es eso: la miseria. De eso nos sobra. Hay ratas pa dar y vender. Oye, ¿sabe tu abuelo lo del barrio de la zona norte? Cuando llegue dile que venga a verme porque he de hablar con él. ¡Hala!... ahora vete, no vaya a venir el tío Vicente. Si ve que te doy parte de su tortilla, me tocará la cara otra vez y aún me duele la última tunda.

—Adiós, tía Juana. Me acercaré hasta el puerto a ver si los pescadores me dan algo y te traeré para que hagas una olla bien grande.

—Muy bien. ¡Hala, vete ya!... si me traes algo haré una olla tan grande que daremos un banquete en las casetas.

El chiquillo se marchó y la vieja quedó entre unas prendas de ropa recogidas el día anterior en unos montones de basura. «Hay que ver cómo tira la gente sus ropas… Si parecen mismamente recién salías de la máquina. Hambre les daba yo a esas señoritingas. Hambre y buenos machos de mano dura», pensaba.

 
CASETAS -  LEH -Puerto de Sagunto -1995-
Fotografía: Ismael Murria Estal
 

viernes, 5 de febrero de 2016

CASETAS - Fragmento Cap.VI

 


... A las ocho de la mañana las máquinas demoledoras comenzaron a aparecer en el barrio de Cuatro Caminos. Las cuatro o cinco familias que se encontraban en el interior de sus miserables viviendas se habían hecho el propósito de morir allí mismo. Los operarios no se atrevían a realizar las tareas de demolición y por eso su patrón había ido a otras comarcas vecinas a untarles las manos a las gentes más pobres y necesitadas. Éstas, tan hambrientas como los caseteros, no dudaron en aceptar el trabajo, consistente en allanar un terreno para su posterior edificación.
 
-Ahí dentro hay gente -dijo uno de los peones al ver a un anciano colocarse junto a la puerta de su caseta. Al momento, otros siguieron su ejemplo, y en poco tiempo todos los inquilinos custodiaban sus posesiones-. No se nos dijo que esto estaba habitado.
 
-¡Eh, oigan...! -gritó otro empleado- Tienen que quitarse de ahí. Tenemos que tirar las casetas.
 
-¡Vete a la mierda! -le respondieron desde dentro.
 
-¿Qué hacemos? Estas gentes no piensan moverse y a nosotros nos han pagado por adelantado. No puedo devolver el dinero. Me hace mucha falta.
 
Los trabajadores empezaban a sopesar la situación y se ponían nerviosos. Se les planteaba un problema de difícil solución. Uno de los hombres se acercó hasta la caseta más próxima. Junto a ella se encontraban cinco chiquillos de corta edad, un anciano y un hombre corpulento que tomaba a una mujer desgreñada por el hombro.
 
-Nos han contratado para que allanemos todo esto -les dijo-. ¿Por qué están ustedes todavía aquí?
 
-No les han informao bien. Debieron decirles que no nos vamos a marchar de nuestras casas pa que vengan unos señoritos del tres al cuarto a levantar lujosos chalés pa los ricos. Estas casetas que ustés quien tirar son pobres, pero son nuestra vida. Aquí nacieron nuestros hijos, y cuanto tenemos se encuentra ahí dentro. No tenemos sitio al que ir. Otros se han ido y ahora viven tiraos por los márgenes de los ríos o por los alrededores del cementerio. Se han hecho chabolas con palos y mantas. Al llegar la noche se duermen alrededor de una hoguera y se quedan a la intemperie. Se acerca la navidad, hace frío y la humedad del suelo se cala en los huesos de nuestros viejos y de nuestros chiquillos. ¿Van ustés a decirles a sus críos que pagarán sus dulces con el dinero que les han dao por tirar a otros de sus casas?
 
-Nuestros hijos también tienen hambre y cuando llega la noche nos tenemos que echar todos en el mismo colchón para no notar las heladas. Nuestras miserias no tienen nada que envidiar a las vuestras. Si quieren comprensión para su hambre, comprendan también la nuestra...
 
 
De: CASETAS -  D.Estal.  (Puerto Sagunto. 1995) -
Imagen: Casa en ruinas. LEH