Tu tarde se ha vuelto
pálida y la hojarasca de mi parque se ha transformado en tosca cama, húmeda y
crujiente. Aún no han llegado las primeras nieves a cubrir las cumbres de tus
días y observo desde mi atalaya de sal cómo se pierden tus ojos de océano entre
las sombras del tiempo, buscando los recuerdos de una calle de tierra, intentando
hallar el número impar de una casa cualquiera.
Yo también busco… Busco
mi pañuelo de impotencia para enjugar esa lágrima solitaria que se desliza
silenciosa a través del surco de tu piel refugiada. Mi rostro guarda silencio mientras
observo a tu voz que ya no habla, y sólo conversan ya unos ojos más abajo de tu
mirada.
A unos pasos de
distancia de tus horas y de mi noche se escuchan los jadeos de los jóvenes amantes,
que quieren perderse entre el silencio de tu palabra y mi palabra. Desean olvidar,
aunque sea por un instante, que yacen sus cuerpos en un lecho prestado, sobre un
suelo frío, tapizado de hojas secas.
Tu cuerpo se vuelve de
espaldas para ignorar los susurros de los jóvenes enamorados, y yo, triste
espectadora de la palidez de tu tarde, corro tras tu angustia para escuchar el
grito que emiten tus entrañas que se retuercen. Pero mi carrera es en vano.
Desde la distancia oigo sonidos de muerte. Son las voces de las bombas aliadas
que hacen blanco y que iluminan los perfiles de tu barrio.
Enmudecen tus
silencios y tus rabias, los jadeos se interrumpen y dan paso a mis sollozos que
expulso con voz de niña de mar. Ahora te veo a lo lejos, donde mi tarde se
vuelve mañana y mi parque de horas grises se transforma en un instante en el
aula de tu amanecer. Tus párpados permanecen muy quietos bajo las líneas finas
de tus cejas, tan oscuras como mi impotencia, y cierras tus puños con fuerza al
despedirte de tu cetro de viejo profesor.
Nunca más escucharé de
tus labios lo que vale la palabra..., lo que cuesta una doctrina.
Desde la palidez de tu
tarde, desde mi atalaya de sol, tú y yo, los dos, contemplamos con horror el
resplandor que ilumina el perfil del viejo barrio, donde en una calle de
tierra, en el número once de la acera bordeada de voces adolescentes, la vieja
escuela arde en llamas estridentes que se elevan en la negra noche, y se llevan
a los fantasmas de tu cuerpo refugiado y de mis versos aliados.
Imagen: Blas Estal. -Bosquejo-