PRIMERAS PÁGINAS
En primavera escrituramos nuestra casa. Fue por la mañana. La
niña vino con nosotros. En el momento de recibir las llaves de manos del
constructor reprimimos la emoción pero, inmediatamente después de salir de la
notaría, dimos rienda suelta a la misma y nos dirigimos a toda prisa hacia el
centro comercial. Ardíamos en deseos de comprar los primeros elementos que
identificaran la casa nº 5 de la calle como propiedad de la familia. ¡Compramos
el buzón de correos!
Compramos más cosas. Unos farolillos para las terrazas y el
zaguán de la entrada, una planta —que nunca había visto— para que anunciara en
el alféizar de la ventana que nos encontrábamos dentro, y algunas cosas más. Todas
totalmente prescindibles y, algunas, como el buzón y los farolillos,
inservibles. El buzón nunca se utilizó porque el funcionario de correos se negó
a depositar allí la correspondencia, aludiendo a que debía estar junto a los
del resto de las casas en un lugar común de la finca. Así pues, y por no meter
bulla desde mi primer día en el municipio, dejé correr el tema y personarme yo misma
en su oficina para recoger mis recibos y cartas.
Por medio de internet supimos más tarde que una nueva ley
obligaba a los constructores a poner los buzones de todas las viviendas en un
mismo lugar en vez de cada uno en su propio domicilio. Pero también vimos que
esa ley entraba en vigor en mayo de ese mismo año. Nuestra casa nos la
dieron un mes antes. Pero bueno… no valía la pena entrar en discordias. Yo iría
cada dos o tres días a recoger las cartas a la oficina. Mientras tanto, el
constructor vería la forma de colocar los depósitos, todos iguales, todos
juntos, los cinco, en algún hueco de la fachada. Lo malo es que no había hueco
sino en la pared de la casa de la esquina, lo que constituía, de ponerse allí,
un pegote que permitiría a la lluvia, cuando la hubiera, penetrar en los
buzones y empapar la correspondencia de su interior.
Los farolillos eran más altos que el espacio entre la salida
del cable de la luz de las terrazas y la el voladizo de teja del tejado. No
cabían y había que cambiarlos por otros más pequeños. La planta rara, cada vez
que veníamos de la casa que en breve dejaríamos de habitar, me esperaba blanda
y pocha. Le daba de beber, la sacaba a la ventana, la metía de nuevo a la
cocina cuando me iba en la tarde-noche y a la mañana siguiente ya estaba de
nuevo pocha.
Pero nada de eso nos quitó la ilusión. Ese mismo día que recibimos
las llaves, nos fuimos a comer a un bar que habían abierto hacía muy poco
tiempo en la Calle Mayor. Comimos tapas que nos supieron a gloria. Todo en el
pueblo nos sabía a gloria: su pan, sus rollitos de anís, su carne de la
carnicería, la fruta de la única tienda, el aire que la sierra nos enviaba como
un regalo, el olor de las madreselvas que bordeaban la parte trasera del
polideportivo, la visión de la gran cantidad de rosas de todos los colores que
adornaban jardines y algunas orillas de huertos… Estábamos en un lugar donde,
para ser todo ideal, solo faltaba que su río fuese uno de esos que llevan agua
corriente hacia el mar. El viejo palacio frente a la Casa del Pueblo nos recibía
al cruzar el puente. Yo lo observaba al pasar por debajo y tomar la curva. Era
como si nos diera la bienvenida cada vez que veníamos a organizar nuestra
instalación. Al llegar a este punto, una vez dejado atrás el
puente sobre el río, el aire que se respiraba ya se apreciaba distinto y el
azul del cielo más nítido.
¡Ah, qué bien íbamos a estar aquí! ¿O no?...