Tramacastilla |
Tenía que
llegar hasta aquí para llenarme los ojos de otoño. Asomarme desde la baranda de
madera y divisar la sierra como único horizonte. Los chopos amarillean, otoñean
esparciendo su lluvia de hojas doradas por veredas y caminos, por los senderos
que circundan las huertas.
Si pudiera
dibujar tanto tejado a mis pies… El pueblo se me antoja ciudad antigua que se
duele en su agonía. Los pueblos de Teruel se quedan huérfanos de gentes y a mí
me seducen desde su silencio.
Hoy vuelvo
otra vez, como cada otoño, a impregnarme de sus colores, de sus piedras y de esas
voces que me hablan desde las fosas. Mi mar
me hace mil reproches. Yo lo ignoro como una hija indómita que no atiende a
disciplinas. Corro en busca de los paisajes agrestes. Él, paciente, esperará mi
regreso.
Apoyada en
la baranda me siento observada desde las montañas. Adivino a
los hombres. Los intuyo ocultos entre las oquedades de las rocas. Tiritan de
frío y apenas tienen comida. Solo unos pocos vecinos conocen de su existencia… No
dirán nada, no habrá delaciones a pesar de las represalias. Ni siquiera el cura
del pueblo se lo contará a su dios de paja.
Si, alcanzo
a verlos desde la balconada. Siento sus presencias más allá de la otoñada que
todo lo envuelve.
Es extraño,
en este momento de tecnologías avanzadas y de una vida en colores, contemplarlos
con pretérita mirada. Huelo su miedo cuando los pienso bajando a oscuras por la
sierra. La noche es su aliada, la mala fortuna su mortaja.
Es otoño y
hace frío. Dicen que mañana nevará, que los copos se introducirán en el paisaje
salpicando de motitas blancas las hojas caducas ocres y moradas. Dicen que será
una bella fotografía.
Yo me
detengo en la tarde. Antes de que llegue la noche quiero capturar esta triste,
a la vez que bella, imagen: A mis pies una comunidad silenciosa, calles
formadas sin orden ni concierto, pavimentadas de cemento; las casas de gruesas
fachadas de piedra se alternan con otras pulcramente encaladas o de tonalidades
suaves. Casas tímidas bajo los aleros de los soberbios tejados marrones. Hasta la fuente de la plaza se me muestra tímida y callada.
De vez en
cuando un coche atraviesa una de las calles y rompe la magia del espectáculo. Se
introduce como un intruso en este remanso de paz, pero no dejo que me importune
y continúo mirando con ojos de otoño. Aún quedan unas horas antes de que llegue
la nieve y los primeros fríos. Entonces, llegado el momento, me despediré de
las presencias que se ocultan en el interior de la sierra. Esos hombres que dieron
sus vidas para que sus vecinos fueran libres.
Diré también
adiós a las cruces que, desde el fondo de la ciudad callada, en lo alto del
cerro, me contemplan desde mi llegada. Yo también las contemplo desde la
baranda de madera: Cruces encerradas en un recinto de piedra custodiado por dos
ejemplares de hoja perenne que no mudarán sus ramas.
Tal vez les
extrañe mi presencia en esta tierra que duerme bajo el abandono de las
administraciones. Quizá se pregunten el porqué de esta alma y sus raíces tan
lejos del Campo Santo a la orilla de mi mar.
Fotografía: Desde La Posada de Santa Ana (Lestal)