La última ha
sido en un pueblo vecino de la costa. El hombre -los hombres, porque fueron
dos- no pudieron entrar a la zona de seguridad del cadafal (cadalso o
tablado de madera según la RAE). La gente que se amontonaba tras los barrotes
de entrada lo impedía.
Entre estos
aficionados a la fiesta taponando la entrada y las astas del toro, esta vez sin
los herrajes con fuego, están las desafortunadas víctimas.
El espectáculo:
Un toro nervioso embistiendo y corneando, los hombres alcanzados temiéndose lo
peor y la gente de dentro del cadafal estirando sus cuellos para una
mayor visión y no perderse nada de la cogida.
En el recinto
acondicionado, gritos de alarma, algunos de angustia, otros de sorpresa,
lamentos, teléfonos móviles grabando la cogida para compartirla luego en las redes.
Uno de los corneados, el que fallecería horas más tarde, era un conocido
peñista del pueblo. Tenía experiencia en Els bous al carrer, quizá de
ahí la sorpresa ante su mala suerte.
Esto no es una
crónica taurina, aunque podría ser y yo haberla titulado «Crónica de una tarde
festiva que acabó con suspensión de la fiesta», pero no lo es. Si acaso bien
pudiera ser un punto de reflexión.
Dicen los que
saben, o creen saber, que cuando un toro mata a un torero en la plaza, se
sacrifica a toda la estirpe del animal. Aquí, no. Hace años, siendo yo
jovencita, el toro o vaquilla que mataba a una persona en las fiestas del
pueblo, aumentaba considerablemente su caché. El animal daba mucho juego y eso
se pagaba. «El juego» ya sabemos en qué consistía.
Quienes son de
mi generación y de mi zona tal vez recuerden a aquella Marisol, al Gorrión,
al Ratón. Este último de fechas más recientes y disecado por su dueño,
tal vez en homenaje a los buenos beneficios que le proporcionó en vida. Cogidas
mortales y caché caminan de la mano.
Cuando los
pueblos contrataban estos animales para exhibirlos en los festejos taurinos
durante sus fiestas, la noticia corría de boca en boca (no había internet), y
los peñistas y no peñistas de localidades vecinas inundaban las calles
engalanadas, en espera de que diera comienzo la suelta de vaquillas o el
embolado de la noche. Unos para jugar con el animal y divertirse un rato, los
otros para ver si había suerte y cogía a alguien delante mismo de ellos. No sé
si a esto se le llama morbo o estupidez.
Sea como
fuere, y a pesar de las voces en contra, esta actividad sigue siendo el eje
principal de los festejos locales, que junto con las procesiones del santo o
santa del lugar conforman el broche de oro de las fiestas patronales en los municipios
de mi comunidad. Incluso en esos con denominación de «Ciudad Cultural».
Actualmente,
gracias a los políticos de turno y a su entusiasta taurino y Vicepresident
del Consell, estas actividades han ascendido a la categoría de «cultura».
Y ahora me
pregunto: ¿Por qué no «evolucionamos» un poquito más, y empezamos a
suprimir toros y vacas por buenos ejemplares de leones, seleccionados y
mejorados para su juego en las plazas? Además, contribuiríamos a la no
extinción de su raza, ¿no?
Sean felices y
disfruten de lo que queda de fiestas.
Imagen: El Mundo.