Sentada frente a la ventana, contemplaba divertida a los chiquillos que jugaban haciendo bailar sus peonzas. Ya no recordaba aquel pasatiempo. Había sido retirado hacía mucho tiempo, al igual que otros juguetes rudimentarios al alcance de los bolsillos más discretos.
De pronto recordó otro juego que solía entretener a los niños de su infancia, allá en el pueblo; aquél en el que un trozo de piedra del tamaño de la palma de una mano adulta salía disparada a ras del suelo de tierra. «Palmo y medio», medían después los chiquillos con sus infantiles manos estiradas y abriendo los dedos al máximo.
De pronto recordó otro juego que solía entretener a los niños de su infancia, allá en el pueblo; aquél en el que un trozo de piedra del tamaño de la palma de una mano adulta salía disparada a ras del suelo de tierra. «Palmo y medio», medían después los chiquillos con sus infantiles manos estiradas y abriendo los dedos al máximo.
Eran otros tiempos... Ahora observaba la diferencia entre el choque del clavo de la peonza sobre el asfalto y el que ejercía en su niñez, cuando el suelo de tierra ofrecía un montón de desniveles. A veces una piedra traicionera la hacía rebotar y la mandaba contra la rodilla de uno de los chicos. ¡Y aquellos colores con los que las pintaban! Aquello sí que era arte... trazar los círculos sobre la madera sin torcerse y acertar con la combinación de los azulones, rojos carmesí, verdes y blancos. Luego, las pupilas de los más pequeños se dilataban extasiadas cuando majestuosamente, la peonza danzaba como loca sobre las palmas de aquellas manos –a menudo sucias de tierra‒ haciendo alarde de un equilibrio sobrenatural. Todo en aquel juego le parecía entonces a ella un difícil arte, incluida la forma de enrollar el cordón rojo abrazando la madera hasta su clavo.
Parecía algo extraordinario observar ahora a unos niños lanzando una peonza. Tanto, que la mujer no pudo evitar una leve carcajada al ver acercarse hasta los chiquillos a unos adultos vecinos de la calle. Fueron aproximándose poco a poco, como quien no quiere la cosa, disimuladamente y comentando entre ellos el partido de la noche anterior, pero con el interés centrado en aquellos artilugios que giraban en el suelo.
Finalmente y sin que los chavales tuvieran tiempo de replicar, los hombres se situaron junto a ellos dándoles consejos sobre cómo conseguir recoger la peonza mientras continuaba bailando. En un momento uno de ellos se esmeraba tan concienzudamente en enrollar el cordón, que no se percató de que le asomaba un trocito de lengua por un lado de su boca, ni de que estaba mordisqueándola bajo la divertida mirada de los chiquillos que se reían de él. Otro se quedaba con la mirada perdida en el vacío, cavilando y luchando por recordar cómo se daba la primera vuelta al cordón para que no se soltara en la segunda. «En mis tiempos lo hacía de una manera especial ‒decía a los chavales‒, y salía disparada con más fuerza», les aseguraba. El tercer hombre se empeñaba en demostrar a los chicos que si se afilaba el clavo, éste bailaba más rato; y sin previo aviso comenzó a rascar el de una de las peonzas con una navaja que sacó de su bolsillo. «Se va a cargar la hoja de la navaja», comentó un crío entre divertido y cabreado ya que era la suya la que el hombre se empeñaba en afilar.
La mujer cerró su ventana y lentamente subió hasta las habitaciones. La mañana estaba ya avanzada y aún no había hecho las camas; además, la tarde anterior su hijo había traído a dos amigos a merendar y se habían puesto unos videojuegos. «Estará la habitación desordenada ‒pensó; y eso era algo que ella no consentía en su casa‒. El orden es primordial en la vida de toda persona» decía; y cuando entró en la habitación del joven y la encontró en perfecto estado y con la cama bien hecha, se felicitó por haber sabido transmitirle el sentido del orden. Aun así retocó la colcha y cambió de sitio algunos libros, porque no podía salir de la estancia sin dejar la huella de su toque femenino.
Se acordó de los chiquillos de la calle al ver la videoconsola, la cadena musical y los compacts, las maquetas que se apoyaban sobre las repisas y que él mismo había construido bajo la atenta mirada de su madre, y aquellos otros juegos de Rol... Pero, entre todas aquellas cosas, la que más le gustaba a ella era aquel caballete de pintura. ¡Con qué orgullo se acercaba hasta la cristalería, y con qué buen gusto escogía entre las diversas molduras que le mostraban, aquella que mejor se correspondía con el trabajo realizado por su hijo!
La vida la había tratado bien, y ella sabía devolverle a la vida su buen trato disfrutando de cada momento del día. La pereza no contaba para nada en su programa. Lo primero era el trabajo, porque, el trabajo era salud. Y últimamente ella ansiaba trabajar mucho... Trabajar todo el tiempo. Después ya vendría el descanso de fin de semana, y las fiestas y comidas con las compañeras. Le gustaba divertirse y no desdeñaba ninguna ocasión. Si estaba enferma no le importaba. Cogía su enfermedad y se la llevaba también. La introducía en el bolso junto con la barra de labios y su cepillo del pelo. A veces, en medio de una fiesta, la enfermedad escapaba de su encierro y se colocaba entre ella y su marido, pero con su dulce voz le decía: «Ahora no. Luego estoy contigo». Y el color volvía a sus mejillas y el brillo a sus ojos. Su adversaria volvía dócilmente junto al maquillaje y aquel cepillo coqueto cuya función aún desconocía.
Volvió a mirar por la ventana y le decepcionó comprobar que los niños ya no estaban. En el reloj adosado a la pared del salón sonaba la campanada de la una, y los chiquillos debían ir a comer para volver a tiempo al colegio. Le apetecía recordar aquellos juegos de su infancia pero, al mismo tiempo, le preocupaba hacerlo. Aquellos eran ya parte de un pasado muy lejano que no le convenía recordar. Se había hecho el propósito de permanecer en el presente. Esa era la mejor forma de vivir la vida. El pasado atrapaba a la gente, y pensar en el futuro sólo servía para que el presente se escapara sin vivirlo. Y había que vivir cada instante saboreándolo.
Decidió que un paseo le vendría bien antes de ir a comer con su amiga. Hacía un día espléndido y aún tenía tiempo de hacer algunas compras.
Se vistió de espaldas al espejo y cambió su tocado de seda por una corta melena. Perfiló sus ojos y sus labios y dio color a sus pómulos; después se colocó los finos tacones, y tras comprobar que todo en su figura estaba en armonía, salió a dar su paseo.
Compró unas telas y un perfume; caminó hacia el parque y tomó asiento en un banco frente a la fuente, en cuyo alrededor, las palomas picoteaban aquí y allá las semillas que un rato antes les habían echado los niños de la guardería y que no habían picoteado entonces por temor a los gritos de la chiquillería. A la hora de su cita acudió hasta el bar donde su amiga ya la esperaba para comer.
«Estoy bien; no me mires con esa cara de pena» le dijo a su amiga a modo de saludo. La otra no respondió. Se limitó a darle un beso y a sonreír.
Comieron poco y bebieron menos. Decidieron caminar hasta el mar mientras conversaban sobre los rumores acerca de la movida que amenazaba con dividir a la empresa donde ambas trabajaban. Si se llevaba a cabo la disolución, varios de los empleados pasarían a otra filial y se daría al traste con veinte años de compañerismo. Comentaron también la maravillosa experiencia de la maternidad, y el porqué de su negativa a tener más hijos.
Junto al mar se despidió de su amiga y se sentó frente a las olas dejando que éstas acariciaran sus pies descalzos. Contempló las dunas y recordó su primer beso; habló con las gaviotas que danzaban sobre las aguas ajenas a su presencia, y cuando el sol comenzó su lenta escapada, se levantó y sacudió la arena de su ropa. Dijo adiós a las olas y se marchó.
Aún era temprano y su marido y su hijo tardarían en llegar, por tanto, tenía tiempo suficiente para tomar su baño. El día le había resultado muy ameno y la excursión hasta el mar había reconfortado a su espíritu. Permaneció en el baño con los ojos cerrados hasta que cubrió su cuerpo con la toalla. Tomó una rosa del pequeño jarrón que descansaba junto a la ventana y subió con paso cansado hasta la habitación, donde volvió a colocarse de espaldas al espejo. Se vistió con su mejor vestido, limpió de maquillaje su rostro, y tras aspirar el aroma de la rosa tomó su diario. Miró largo rato a su alrededor y escribió unas letras.
Con la rosa entre sus manos hinchadas se tendió en la cama y, al instante, un breve estremecimiento sacudió por un momento sus músculos. Cuando se relajó, una sonrisa se dibujó en su rostro sereno, y una lágrima resbaló por su mejilla limpia. En aquel momento se durmió.
Sobre la cómoda, en su diario, quedaron sus últimos versos:
Y cuando llegue la noche vestida de silencios
escuchad mi voz:
Suave susurro que se mece con la brisa
escuchad mi voz:
Suave susurro que se mece con la brisa
que abraza
vuestros sueños...