La
guerra no termina nunca, y a sus efectos devastadores se suman los del último
movimiento sísmico. No he conocido otra cosa, siempre fue así desde que nací.
No recuerdo quién me puso el nombre de Tahím, ni sé tampoco su significado.
Dice la Hermana Luisa que cuando era niño quedé atrapado entre los escombros de
lo que un día fue una finca de apartamentos. Hubo muchos muertos y
desaparecidos pero yo fui producto de una de esas circunstancias a las que ella
llama «milagro». Durc, que así se
llamaba mi salvador, se abrió paso entre los cascotes y consiguió llegar hasta
donde mi cuerpo estaba atrapado. Ignoro las peripecias que tuvo que realizar el
animal para sacarme de allí. Yo no recuerdo nada de aquello, pero mi nombre
siempre ha permanecido unido al suyo
Las Hermanas se las ingeniaron para
permanecer en contacto con aquellos cooperantes, y eso que ya es difícil
mantener el concepto de “permanencia” en esta forma de vida, pero ellas son muy
tenaces y nunca muestran signos de abatimiento. Como decía, mantuvieron
comunicación, aunque esporádica, con aquellas fuerzas de rescate, y siempre se
interesaron por Durc, mi salvador.
Una noche, mientras los refugiados nos
hallábamos en el interior de La Estrella
Azul, que es como se llamaba el barracón supuestamente protegido por
Naciones Unidas, a alguien, en su despacho alfombrado, se le ocurrió la genial
idea de que en nuestras instalaciones se ocultaban unidades terroristas, por lo
que no titubeó lo más mínimo en «barrer» todo el complejo protegido. Murieron
cinco de las dieciséis personas que nos encontrábamos en el interior. Una de
ellas fue la Hermana Isabel.
Pasados los primeros días, la impotencia y
la indignación fueron sustituidas por el olvido entre aquellas personas que,
desde sus hogares en los países occidentales, contemplaron con horror las
imágenes que les mostraba la pequeña pantalla de lo que había sucedido en La Estrella.
A los que sobrevivimos a la ofensiva, nos remitieron a los pocos lugares en los
que se podían remediar, de alguna manera, las heridas de nuestros cuerpos; para
las otras no había remedios ni fármacos, si acaso, pensar en la posibilidad de
devolver el golpe, a pesar de contrariar a las Hermanas.
Más tarde hubo una tregua y a mí me
condujeron, en compañía de una de las chicas que había sido herida en el
estómago y de la Hermana Luisa, hasta un avión militar que me trajo hasta aquí,
donde un equipo médico intenta, por todos los medios posibles a su alcance, que
recupere un poco de la movilidad que perdí en aquella noche. No son nada
optimistas en cuanto a los resultados. Quizá consiga recuperar un poco el
movimiento de los brazos, aunque no así el de las piernas.
Me facilitarán una silla de ruedas y me
enviarán de nuevo a mi jungla. Para entonces me habré recuperado de parte de
mis heridas, pero mientras espero a que esto suceda, escucho las noticias en el
televisor desde mi cama del hospital. Sólo escucho. No puedo contemplar las
imágenes. Mis ojos se quedaron a oscuras cuando de niño, aquel milagro me
rescató de los escombros.
En los informativos hablan de otro
bombardeo en una guerra cualquiera, y hablan también de las bajas. Entre estas
bajas se cuenta una muy especial. Hablan de uno de los perros que acompañan a
los artificieros. Dicen el nombre del animal, y a continuación pasan a enumerar
las heroicas hazañas que ha protagonizado y por las que se le han concedido
diversas condecoraciones; pero yo no las oigo. Desde hace unos minutos mis
sentidos no registran sensación alguna.
Me recojo en mí mismo. Intento visualizar
mentalmente la imagen de un Durc del que sólo conocí lo que las Hermanas me
contaron de él, y del que conservo una pequeña insignia, obsequio del soldado a
quien le estaba asignado y que el animal solía llevar adherida al collar.
De pronto me doy cuenta de que estoy
llorando; no recuerdo cuando fue la
última vez que lo hice; es como si hoy fuera la primera. También me doy cuenta
de la soledad que me rodea. Las Hermanas están lejos, y las enfermeras que me
dan la comida y me cambian las ropas no consiguen llegar hasta mi realidad.
Siento una presencia acercarse hasta mi cama, y después siento también la
suavidad de unas manos que acarician mi cabello. Una voz de mujer me pregunta
con ternura mientras seca mis lágrimas con una pequeña gasa: «¿Cuántos años
tienes?», y yo le respondo: «Dicen que nueve, pero creo que son muchos más».
De:
Cuentos del Puerto.
Fotografía: Ismael
A Marta le ha encantado!
ResponderEliminarGracias, Marta.
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