Cap. V
Se
había introducido plenamente en el corazón del mundo racional. Del pato sólo
quedaba su figura. Solamente se relacionaba ya con su entorno de El Bostezo que
era un grupo reducido pero con mucha clase. Alguien de mala fe y movido por la
envidia les había asignado ese nombre argumentando que eran funcionarios dormidos que no se ganaban
el sueldo que recibían. «La bata blanca –decían‒ les quedaba grande, y en vez
de estar al servicio de la noble ciencia de la Medicina, se nutrían de ella
para sus propios intereses».
«Envidiosos...
» pensaba el pato. Sin embargo, interiormente sabía que estaban en lo cierto.
Lo reconocía. Él mismo había participado en un caso en el que la desidia de los
doctores abostezados causó la muerte de un paciente.
De
eso hacía mucho tiempo y nadie recordaba ya aquel incidente. Se armó mucho
revuelo pero, del mismo modo que se armó, se disipó dando paso al olvido, y
en el hospital las cosas continuaron como siempre. ¿Para qué cambiar? El mismo
presidente del Gobierno racional repetía hasta la saciedad que el país iba
bien. Por tanto, los hospitales también.
Recordaba
cómo uno de los miembros de El Bostezo acudió a atender a un paciente a quien
recetó lo primero que pilló sin molestarse en analizar los síntomas que
mostraba el enfermo. El doctor prescribió sus medicinas
sin haber diagnosticado correctamente y esperó a que la sugestión de aquel
cuerpo enfebrecido realizara el milagro de la curación. Pero, aquel enfermo, al
parecer se sugestionaba poco y volvió a pedir ayuda. En la segunda ocasión
acudió un antiguo colega del pato que como no pertenecía al grupo de élite, se
esmeró un poco más en la exploración de aquel cuerpo y creyó conveniente
enviarlo al hospital para que le miraran allí con los medios de que disponían y
a los que él no tenía acceso.
Por
desgracia para aquel racional, cuando llegó al Olimpo de los dioses fue
asistido por uno de los abostezados, que entre bostezo y bostezo, sin la debida
exploración, recetó sus medicinas que coincidían con las primeras administradas,
volviendo a esperar que la sugestión curara al enfermo inoportuno que no le
permitió disfrutar de su siesta. Pero... cuando la cosa es muy seria, y parece
ser que lo era, la sugestión curativa de bien poco sirve, y una vez más el
paciente se vio asistido por otro doctor del grupo, quien siguiendo el ejemplo
de los anteriores, se encogió de hombros mientras recetaba sus calmantes.
Entrada
ya la madrugada, el paciente falleció víctima de la negligencia con que fue
atendido por los dioses de blanco, que fueron incapaces de bajar de su
pedestal para atender al cuerpo que agonizaba.
Cuando
el pato se enteró de lo sucedido, se vio invadido por la ansiedad. Inquieto, anadeaba de un lado a otro de su despacho en
la sala de urgencias del hospital. Se hallaba preso del terror que le producían
los artículos que leía en los diarios y que lo involucraban a él y a sus
compañeros en aquella desidia. Había gente muy acalorada que pedía que el grupo
fuera relegado de sus puestos y enviado a limpiar los retretes del hospital.
«¡Cómo
podía un pato doctorado acabar en los retretes!», aquello era lo que más le
asustaba: bajar tan precipitadamente de la escala social que tanto le había
costado alcanzar. No quería salir a la calle y los primeros días no pudo
dormir. «Y todo por una simple muerte», pensaba desconcertado mientras esnifaba
una dosis.
Por
fin consiguió tranquilizarse al observar a sus compañeros que actuaban como si
la cosa no fuera con ellos. «Soy
intocable ‒se decía orgullo y risueño‒. Nadie me bajará de mi pedestal por
mucho que se empeñen esas gentes vulgares que tanto gritan en las calles.
Continuamente se cometen errores que pondrían las plumas de punta a quienesquiera
que se enterasen, pero somos una gran piña apretada que nos tapamos unos
a otros nuestras imprudencias. Hoy por ti y mañana por mí. Así funcionamos,
y a quien le sepa mal que reviente» sonreía maliciosamente seguro de que nada
le haría sacar su culo de la poltrona en la que lo había aposentado hacía ya
tiempo.
El
pato estaba en lo cierto. Nada le pasó al grupo de El Bostezo ya que sus
errores eran silenciados en el hospital bajo la pasiva mirada del director que,
siempre que no le costaran dinero a la Administración, no le molestaban lo más
mínimo. De vez en cuando, si algún caso como el mencionado veía la luz y las
gentes se ponían pesadas, para acallarlas se levantaba expediente y se
suspendía de empleo y sueldo al doctor a quien endosaban el muerto, y que casi
siempre solía ser uno de los residentes. Si por el contrario, el expedientado
era uno de los abostezados, ese castigo le llegaba como llovido del cielo
porque, económicamente, el seguro de que disfrutaban le pasaba las
mensualidades que el Estado le suspendía, y el cese temporal en el hospital le
permitía largos periodos de vacaciones en los que se podía dedicar a hacer lo
que verdaderamente le gustaba, y que no era otra cosa que andar ocioso,
divertirse en los saraos correspondientes y dejarse fotografiar jugando al
tenis con el presidente autonómico de turno.
A
tal extremo de racionalidad había llegado el pato, que se había olvidado por
completo de su ciudad animal y de los motivos que le llevaron en busca de la
razón al mundo de los dioses. Pero, una noche en la que decidió cambiar su
dosis de coca por algo más fuerte que se inyectó directamente a través de su
plumaje, sintió por vez primera cómo sus alas se batían y emprendían un extraño
vuelo. Se sentía ligero y observaba desde lo alto las verdes praderas que se
extendían inmensas bajo sus patas. Manadas de caballos salvajes correteaban por
ellas mientras con sus crines al viento, elevaban hacia las alturas el aroma de
unas tierras húmedas que le resultaba familiar. En su vuelo llegó hasta el mar,
y se cruzó con un grupo de gaviotas que hablaban y comentaban algo acerca de un
viejo poeta que se había inspirado en sus parientes, las palomas, para ser
recordado en la historia. Atravesó grandes riscos custodiados por majestuosas
águilas de mirada inteligente y atenta.
El
vuelo del pato era lento; suave como el de la manada que se le acercaba de
frente y que no reparó en su presencia en el cielo ni en lo equivocado de su
rumbo. Tras mucho volar, divisó lo que parecía una diminuta ciudad habitada por
animales. Su curiosidad le llevó a descender hasta ella y, tras los juncos que
bordeaban el río, acechó los movimientos de aquellos habitantes de diferentes
especies. Allí pudo ver además de patos, cerdos, vacas, caballos, conejos,
perros..., pero su atención permaneció fija en un cortejo fúnebre que ascendía
desde una vieja noria hasta un pequeño cementerio situado en una apartada loma.
Abría la comitiva una preciosa yegua blanca y un pequeño búho de mirada
escrutadora y llorosa. Tras ellos, una garza precedía al féretro que guardaba
en su interior el cuerpo viejo e inerte de una mula resignada.
A
hurtadillas se situó entre el cortejo, aunque nadie reparó en él. Contempló
cómo aquel féretro era bajado hasta una fosa profunda con la ayuda de dos toros
bravos que, con sumo cuidado, lo sujetaban con cuerdas.
Los
animales con sus picos, hocicos, patas y cabezas, empujaban puñaditos de tierra
a la fosa, y cuando ésta estuvo completamente cubierta, el búho le dedicó unas
palabras de despedida a su vecina la mula:
Nació y
vivió para la noria
y en ella
llegó a reventar.
Un día un
pato le dijo que la iba a liberar
de la
noria,
de su yugo,
de su
propia necedad...
En vano
esperó ese día que ya nunca llegará,
pues el
pato doctorado partió en pos de la razón
y al
mezclarse con los dioses
en humano
se convirtió.
pensando un
día volver
a
transmitirnos su ciencia,
y lo que
lograra aprender.
Mas, como
dijera la mula,
de un huevo
nació aquel pato,
y pato al
fin morirá,
que la
razón es de humanos
y de tanto
razonar,
se les
embota el cerebro
llegando a
la necedad.
De: Cuentos del Puerto
Ilustración: Lamber
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