Hace
poco más de un mes, alguien me dio la noticia de la muerte de la señora Antonia
Grimaldos. La señora Antonia no era un personaje popular, sino una de esas
personas anónimas que nos encontramos en nuestro camino una sola vez en la
vida, pero que, de alguna manera, nos dejan una huella firmemente incrustada y
reconocible.
La
conocí hace alrededor de dos años. Fue en su propia casa, rodeada de sus
recuerdos y acompañada por su hija M. Carmen, con motivo de la entrevista que
desde Amaranto Cultural queríamos
hacerle para nuestra revista. El encuentro me produjo, y aún hoy el
recuerdo me sigue produciendo, una cálida sensación mientras estábamos las dos
muy juntitas sentadas en el sofá de su casa, posando para la cámara del
compañero de redacción. La expresividad de su mirada y el contacto de sus surcadas
manos cobran, al recibir la noticia de su muerte, una gran fuerza en mi recuerdo, a la vez que
me produce gran satisfacción el haber tenido la posibilidad, gracias a Amaranto
Cultural, de haberla conocido.
La mañana amanece bastante fresca a pesar de
lo avanzado de la primavera, pero la cálida acogida con que nos recibe la
señora Antonia nos hace olvidar la climatología al recibirnos en su casa de la
calle San Pedro en vez de con un "buenos días" con un recitar de
versos que, ya de entrada, nos deja cuanto menos, sorprendidos.
La señora que nos sonríe cariñosamente mientras nos ofrece el contacto de sus manos es menuda, de ojos vivaces, cabellos como la nieve y una dulce voz que escapa ávida bailando al ritmo del verso; dista mucho de esa otra que esperábamos encontrar con paso vacilante y mente desorientada. Tras el recital de la bienvenida, pasa a contarnos que, a sus noventa años, ha pasado muchas vicisitudes y muchos malos tragos. «Mi padre estaba en la Casa del Pueblo, ¿sabe usted? Era socialista y, por eso, en la guerra vinieron a por mí. Figúrese… —me dice casi en un lamento— Si yo no había hecho nada, si sólo tenía dieciséis años, casi una chiquilla». «Pero usted supo ser fuerte y salió adelante» le digo intentando salir de un tema que amenaza con tomar tonalidades tristes. Ella recupera su sonrisa e inmediatamente se pone a buscar entre unos papeles, pero antes de dar con ellos, ya está de nuevo recitando un largo poema. Ni siquiera lo lee, lo que me lleva enseguida a pensar en aquellos de nosotros que somos incapaces de decir de memoria ni tan sólo una breve estrofa de nuestros propios trabajos. Mari Carmen, su hija, nos muestra lo que su madre andaba buscando antes del improvisado recital. Se trata de unos textos escritos por los niños del colegio Maestro Tarrazona que dedicaron a la señora Antonia tras el paso de ésta por esa escuela mostrándoles a los chiquillos los poemas que atesora. «Cogía sus cosas ella sola y se iba a los colegios a leérselas a los chiquillos» nos dice con gesto un tanto divertido. Entonces, veo asentir a la anciana corroborando las palabras de la hija y, al imaginarla entrando en el colegio con su carpeta llena de poesía, la imagen que acude a mi mente es verdaderamente entrañable.
Ansiosa por
hablarnos de sus cosas, nos cuenta que ella fue privilegiada porque pudo ir a la
escuela, ya que la guerra comenzó cuando ya la había terminado, pero, además,
fue tanto el entusiasmo con el que asistía a sus clases, que su profesora de la
escuela de San Blas, de Elche de la Sierra, doña
Presentación, le encargó ir a la aldea vecina para enseñar a los niños de
allí todo lo que ella había aprendido.
Mientras nos
habla de sus andares por el pueblo, nos muestra varias fotos familiares: su
padre y sus dos hermanas junto a ella. Madre no había porque murió y entonces
ella como era la mayor, tuvo que cuidar de las pequeñas; fotos de cuando era
joven, y fotos de sus hijos y de su hija; y una muy especial de ese hijo que ya
se fue y que le arranca el sollozo cada vez que pronuncia su nombre. «Pero
nadie le quitará la satisfacción de haberle tenido con usted y haberle colmado
de cariño, eso nunca se lo podrán quitar»
acabo diciéndole consciente de lo absurdo de mi comentario. Le instamos a que
nos diga cosas de sus escritos y nos dice que cuando empezó a escribir poesía
más en serio fue cuando murió su marido. A partir de ahí se dedicó a escribir
mucho. Poco después de morir él murió su hijo Jesús y ya, a partir de ese
momento, la poesía ocupó su duelo y su tiempo. Se acostumbró a la escritura de
tal manera, que asistía a todos los actos que hacían en los que los libros
estaban de alguna manera presentes. «A mí me gustan mucho los libros. Mirad,
tengo muchos. Leer es muy bueno...»
A
estas alturas de la conversación nos encontramos ya con un montón de textos
escritos por ella y andamos seleccionando entre ellos, aquellos que más nos
gustan para nuestra revista. Nos hubiera gustado ponerlos todos, incluidos los
que los niños de los colegios le han escrito a ella A la abuelita especial. Me inspira una tremenda ternura y le
pregunto si le hubiera gustado nacer en esta época para poder dedicarse a las
letras «¡Huy, ya lo creo! me hubiera gustado ser maestra pero no pudo ser.
Entonces no se podía; como éramos socialistas y perdimos la guerra...»
Mientras
Mari Carmen nos prepara unos libros y revistas en donde salen artículos sobre su
madre, y nos proporciona una buena cantidad de folios con los poemas acumulados
a lo largo de los años, yo me fijo en esa señora de mirada traviesa y vivaz que
se ha levantado a las siete de la mañana toda ilusionada porque iban a venir de
parte de una revista a hablar de poesía, de la suya, de la de ella, de la de la
señora Antonia. Observo sus ojos y observo también el ambiente que la rodea:
una casa levantada por su marido que era albañil, en la que ha criado a sus
hijos y donde nos ha recibido a sus
noventa años, en el pequeño salón donde no falta una mesa camilla con su tapete,
oculto en su totalidad por la cantidad de fotografías que soporta; un mueble
librería abarrotado de libros y más fotografías; otra mesita con un tapetito bordado
a punto de cruz de diversos colores sobre el que se apoya un jarroncito con
flores. Y otra mesa con más fotos y más flores. «También me gusta mucho hacer
gancho —dice casi en un susurro como si
fuera un secreto—…y dibujar» Entonces me muestra unos folios con unos sencillos dibujos de los
que se siente muy orgullosa.
Se acerca el momento
de nuestra despedida y me resisto a
salir de allí sin que mi compañero me haga una fotografía junto a la anciana;
para mi mayor regocijo, ésta arrima su cálido rostro al mío y sonríe a la
cámara como si en realidad fuera una adolescente dejándose captar por el objetivo
para una foto del instituto.
Me abraza y me
besa en la despedida, y yo capto una cálida sensación en ese contacto que me
acompañará durante bastante tiempo, y cuyo recuerdo me aporta una grata
sonrisa.
OJOS, OJOS OJOS
Ojos
de puente
que
no habéis llorado,
habéis aguantado
Trenes cargados
de melancolía
de ira, de terror encerrado
Habéis visitado
ese pueblo pequeño y honrado
y por fin ha
llorado,
ojos de pueblo callado.
Antonia Grimaldos 2001, a los ojos del puente sobre el río Palancia, a su paso por la ciudad de Sagunto.
Artículo extraído de la sección "Conversaciones y entrevistas", del nº 4. Primavera 2011 de Amaranto Cultural
Fotografía: de Amaranto Cultural
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