Norte de la sierra Calderona. Septiembre 2012
Los fríos se acercan por la próxima curva del tiempo. Ya han
pasado varios meses desde la última excursión en moto por la sierra, y el
paisaje sigue ahí, inmóvil, sediento y portando largos lutos sobre su cuerpo
dolido.
Las últimas lluvias han anegado su lecho de ceniza
incrementando la herida de una tierra que se resiste, que implora con voz
ahogada y que perece, bajo la imprudencia de la supremacía humana, o, quién
sabe, si por la avaricia de desaprensivos intereses económicos.
En La Calderona ya no hay sonidos de vida. El silencio se
extiende sobre los esqueletos calcinados de la arboleda como un réquiem que
llora los trinos alegres olvidados en la memoria. No hay llamadas de cortejos a
través del frondoso ramaje. Las aves perecieron, como perecieron los insectos
que, ignorantes de su drama, sucumbieron
sobre un suelo de tierra abrasador, bajo
la piedra ennegrecida o anegados por la lluvia inesperada lanzada desde el
hidroavión que desde las piscinas municipales o playas próximas acuden a la
llamada de auxilio, con su panza llena, intentando apagar las llamas que se
extienden.
Las brigadas, impotentes, laboran con los medios a su
alcance, escasos tras los recientes recortes presupuestarios, y los vecinos de
los municipios afectados toman lo justo y escapan del fuego, huyendo hacia los
pabellones habilitados como refugios. Atrás se quedan sus hogares, expuestos a
la lengua de un incendio que amenaza con su abrazo mortal a la sierra, a toda
ella, a todas sus laderas, porque… los focos están por todas partes,
diseminados por distintos lugares. El aire caliente ruge, con un rugido fuerte
que se mete en el alma de la montaña, y que la asfixia hasta robarle el último
aliento.
Después de la tragedia se instala el silencio y llega la
hambruna para aquellos que se escondieron en las madrigueras o en el fondo de las cuevas que, libres ya de
inquilinos partisanos, les brindan cobijo. Ahora se asoman olisqueando
inquietos, con la incertidumbre de quien conoce el olor inconfundible del
drama.
La comida escasea y la sed no halla un arroyo en el que
posarse. Las aguas del Palancia perecen amordazadas en el escaso caudal de la
presa que las atesora; y yo camino con pasos inciertos sobre el sendero, mientras
lloro sin lágrimas por esta sierra que no reconozco en su negrura. ¡Me duele
tanto su ceniza! Lamento tanto su progresiva agonía que quisiera arrancarle un
trozo de alma y portarla en mi mochila, allí donde antes se mezclaba alegre el
aroma de los tomillos y romeros perfumando mis cuadernos de notas y bolígrafos.
La Calderona se muere por la mano del hombre, como se mueren los
mares y se mueren los ríos. A veces, cuando llega el invierno, una torrencial
lluvia le lava la cara y parece más linda. Pero los colores perdidos y las
voces silenciadas por el fuego ya no sonríen al posado de mi cámara. Tan solo
los lutos de sus esqueléticos troncos me observan con la tristeza de aquellos
ojos que, habiendo tomado la última copa, se despiden cerrando los párpados, y
sellando sus labios.
Fotografía: P. M. Blasco
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Sin palabras
ResponderEliminarEl paisaje es desolador. Por fortuna (para mí) esta parte de la sierra no ha sufrido incendios, y puedo pasear por el monte, aunque la falta de lluvias del último año no a permitido disfrutar del colorido. Ha estado todo muy seco durante la primavera y el verano.
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