Con
la calidez de un sol de noviembre y la suavidad fonética de Enya difuminándose
por el salón… Así, en completa comunión con una paz olvidada, observo por mi
ventana a los niños en la plaza.
Son
muy pequeños, tanto que tienen que ser ayudados por sus padres —o abuelos— para
poder deslizarse en el tobogán recién instalado por el Consistorio.
¿Recuerdas
cuando, de niño, pintabas tu propia plaza? Yo te observaba en silencio.
Contemplaba los colores en el interior de aquellos diminutos tarros de cristal.
Me fascinaba la imagen de aquellas pinturas acomodadas en la que entonces me
parecía la más hermosa de las cajas de madera pulida que jamás hubiera visto.
Aquel
día también tenía paz, y de igual forma, la música se difuminaba por toda la
casa, pero no era Enya, ¡qué va…! Era la voz de nuestra madre que limpiaba el
suelo arrodillada mientras cantaba Torre
de Arena de Marifé de Triana, y que en mi imaginación me transportaba a un
castillo diferente al de mis cuentos de príncipes azules y princesas perfectas.
A
veces, lo que más llamaba la atención de mi curiosa mirada no eran los colores
de tus dibujos, sino todo lo contrario: su ausencia de colorido. Sucedía cuando
con un carboncillo entre tus dedos de menuda complexión, dabas forma creando de
la nada en el grueso y blanco mate de aquella rectangular página, a unos
fornidos personajes que los maestros italianos legaron a nuestra Historia para
ser reproducidos por la avidez de los genios venideros. Otras veces, te
olvidabas de aquellos grandes de la Historia y te recreabas en los elementos
más contemporáneos, regalándome el deleite de contemplar a tu héroe: «El Capitán
Trueno».
¡Qué
no daría yo hoy por acariciar entre mis manos uno de aquellos cuadernos de
dibujo de tu infancia! Por suerte, tengo la satisfacción de ver que todavía
alguien conserva varios de aquellos dibujos enmarcados en una habitación, no
muy lejos de mi casa. Alguien que compartía mi curiosidad y que, unos años mayor
que nosotros, supo valorar ya entonces aquella destreza tuya para el arte.
De: Al pie de La Calderona
Fotografía: Ismael Murria
¡Qué bonito texto! Yo también suelo emplear Enya (y Kíraro) para inundar de paz la estancia.
ResponderEliminarUn abrazo.
Gracias. La verdad es que hay días en los que escuchar a Enya se hace indispensable, tanto para entregarse a la tarea de escribir, como para cerrar los ojos y dejarse llevar por el sentimiento de paz que transmite.
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