Alameda del Consell - Puerto Sagunto |
Cae
una lluvia tardía y el asfalto se me antoja a estas horas pulida superficie que
quisiera devolverme el reflejo de mi cuerpo que lo camina en silencio.
Es
tiempo de flores, de atardeceres que se desperezan tras un invierno que ya se
aleja por un pliegue del calendario; los monumentos falleros hace ya unos
cuantos días que sucumbieron al fuego y permanecen en el olvido. Sin embargo,
nada en el ambiente de esta tarde húmeda y la sonoridad de un cielo que –dolido
quizá por la hipocresía de unos pocos– se muestra altanero e indignado, parece
hablarnos de la típica tarde primaveral. Hace frío, y la quietud se acomoda en
la alameda.
Tan
solo la fidelidad de la vieja librería y su vecino comercio de telas y prendas
varias, acompañan al paisaje en esta tarde de lluvia serena y perezosa. Otras
casas se asientan frente a la vieja iglesia y los bancos de nuevo diseño y
materia, pero no son hogares. Son bares y comercios modificados, con empleados
a sueldo que en nada se parecen a las fieles vecinas de libros y prendas. Son
negocios efímeros, con miradas de ida y vuelta.
Pero
la lluvia es la misma. Son los mismos borbotones estrellados contra el suelo.
Se echa de menos la vieja arboleda cuando las altas palmeras nos sonríen desde
su erguida figura, pero el aroma de la tierra empapada no cambia, y ella, la
fachada de piedra sabia y dolida, nos sigue mirando de frente, orgullosa, a pesar
de su duelo y su rabia…
Mientras,
yo me deleito contemplándola. La contemplo y me crezco, desde la orilla de
enfrente, junto a la acera que me lleva hasta el mercado, hasta otra iglesia y
otro credo más allá del evangelio.
L.Estal
Fotografía de Amparo Gil.
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