En el patio |
Junto
a los geranios, laureles y begonias en flor, mi abuela se agachaba y levantaba
dando un trabajo extra a sus artríticos huesos. Como cada mañana, se había
levantado temprano y tras tomar su desayuno, compuesto por un tazón de leche en
cuyo interior flotaban algunas sopas de pan de unos cuantos días antes, se aseó
hasta donde su habilidad le permitió.
Yo
la observaba desde mi rincón en la sala, al tiempo que preparaba mi cartera
para el colegio. En nuestra casa no había hombres; solamente vivíamos las tres
mujeres. Bueno… dos mujeres y yo, aunque una de ellas, mi madre, no estaba
nunca. En el barrio decían que andaba haciendo la calle por Barcelona, cosa que
yo no entendía muy bien y que mi abuela no parecía dispuesta a aclararme.
En
realidad, mi abuela explicaba pocas cosas y yo ya no me planteaba preguntas,
simplemente la observaba y callaba cuando, en las mañanas, se dirigía a la
habitación en la que una vieja fotografía del abuelo enarbolando la bandera
tricolor, presidía el centro de la cómoda que daba signos de desplomarse a
causa de la polilla. «Tus patas están tan cascadas como las mías», le decía al
viejo mueble como si éste pudiera responderle. Entonces llegaba el ritual
matutino que tantos años se venía celebrando en el silencio de aquella habitación.
Torpemente
se arrodillaba ante la imagen congelada del abuelo y, cerrando los ojos, se
persignaba en la misma forma en que lo hacían las demás mujeres en las
iglesias, pero ella rezaba su propia oración y no el tan manido Padrenuestro
que recitaban las voces católicas. El de mi abuela era un extraño rezo que
dirigía a aquella fotografía en lugar de al Único Dios:
Dime qué sonidos escuchas allá
en lo alto cuando la niebla envuelve a tus oídos.
Abre tu puerta a mi adagio y
siente…siente la dulzura de estas notas que suplen a tu presencia...
Fragmento de «Entre plantas y plegarias» que se incluye en Cuentos de El Puerto.
Fotografía: Esquina del patio (Mercedes Hernández)
No hay comentarios:
Publicar un comentario