Paseo de los Ayerbe |
Sinónimo
de frio y nieve para unos, de descanso y ocio para otros, Canfranc es
montañismo, es una ruta por "El Camino del Corzo" y es un tranquilo
paseo por "Los Melancólicos", pero en la mente de muchas personas, su
nombre responde a un recuerdo y a una estación ferroviaria.
Son
quizá los más nostálgicos, los más soñadores, o tal vez los más solitarios,
aquellos que piensan en Canfranc como en un punto final del camino. A escasos
metros de la estación ferroviaria el túnel de Somport nos hace un guiño desde
su mirada oscura retándonos al cruce al otro lado, al valle francés del Bearn.
El tiempo ha borrado la frontera y este guardián desvelado se yergue decrépito
en su arrogancia de antaño. Los uniformes que custodiaban su altivez han
desaparecido del paisaje, y sólo la vieja arquitectura de la estación lo saluda
con la mano desde enfrente.
Como
una vieja dama, la estación permanece firme observando a los viajeros que
llegan desde Zaragoza o desde las entrañas mismas de la península. De vez en
cuando, una joven saca su cámara y sin previo aviso apunta con el objetivo
hacia la silueta horizontal que, desprevenida, quedará inmortalizada una vez
más en el álbum o archivo fotográfico de los recién llegados.
Otros
pasajeros apeados de "El Canfranero", caminan con prisas atravesando
el puente sobre el río Aragón. No se vuelven a mostrar pleitesía a la vieja
estación, ni tampoco pierden un minuto de su tiempo fotografiando los lazos
amarrados a la verja que rodea el recinto. Son lazos reivindicativos que
pretenden llamar la atención sobre el estado de abandono en el que se encuentra
la terminal pero, para estos pasajeros con prisas, carecen de interés.
El
río Aragón y la N-330 se interponen entre la longeva y abatida dama ferroviaria
y la nueva población de Canfranc, cuyos hoteles y apartamentos constituyen en
la actualidad el perímetro urbano de este enclave pirenaico. Paralelo a este
núcleo urbano, enfrentado a la estación, el Paseo de los Ayerbe rivaliza en
belleza con su adversario, el Paseo de los Melancólicos, y desde su lugar
privilegiado, integrado en el bosque, incita al caminante al recorrido.
En
la mañana, la luz del sol apenas ilumina la senda bordeada de foresta. En unos
trechos es sinuosa y empinada, y en otros suave y recta, amenizada por los
tentadores bancos de madera que desde las orillas seducen al senderista. A
través de los árboles, a veces se observan los balcones de los apartamentos
hoteleros o particulares en los que, en ocasiones, se ven aireándose los ajuares
de los inquilinos: camisetas y toallas de diversos colores se introducen en el
paisaje por entre los huecos del ramaje.
Con
las últimas horas del estío, el peregrino rezagado, en su caminar sereno, se
detiene en El Ayerbe y adivina a Dios en el paisaje. Pero el tiempo apremia. La
hojarasca comienza a tapizar el suelo con un manto dorado y el caminante debe
seguir su ruta por la vía antes de que las primeras nieves cubran las señales
del camino. Contempla por última vez a la dama ferroviaria, preciosa arquitectura
erigida en los primeros años del último siglo, amplia, majestuosa... y
humillada; con historias de vida y muerte tras sus deterioradas paredes. El
andén próximo al actual paseo urbano, y la oscuridad del viejo túnel, le recuerdan
que hubo un día, no hace mucho, en que los pasajeros continuaban viaje arriba,
hacia la otra orilla. Para muchos era un viaje sin retorno. Una
historia que en ocasiones se aprecia en el aire pirenaico, cuando, cerrando los
ojos, aún se alcanza a contemplar las imágenes de hombres y mujeres atravesando
la frontera, con sus maletas de tosca madera repletas de sueños rotos y de versos
de despedida ocultos entre los pliegues de sus escasas pertenencias. Son los
supervivientes de una España rota que se desangra, pero esa... es otra
historia.
Tras la excursión al Paseo de los Ayerbe y Paseo de Los Melancólicos (Canfranc)
fotografía: P.Murria
Tras la excursión al Paseo de los Ayerbe y Paseo de Los Melancólicos (Canfranc)
fotografía: P.Murria