Desde la quietud de mi terraza, en el
sosiego que produce habitar en un lugar alejado del ruido producido por el
chirriar del caucho en el asfalto, y bajo el aroma inconfundible de las
madreselvas y jazmines de los patios colindantes, me permito muy
placenteramente sustituir el teclado luminoso de mi ordenador por la
simplicidad de un humilde bolígrafo, y el adictivo monitor por la arrogancia de
unos folios en blanco que, desde su vacío, me retan constantemente.
Procuro no amedrentarme ante su
provocación en este momento que se me presenta propicio para el enfrentamiento.
Las almas vecinas duermen plácidamente; desprovistas por fin de sus pijamas de
invierno, se entregan al sueño permitiendo que el resplandor de la luna penetre
hasta sus alcobas a través de las ventanas entreabiertas. Las estrellas se
dejan contemplar mansamente, y sobre mi cabeza alcanzo a distinguir las dos Osas
celestiales. Para coronar estos instantes de paz, los auriculares del pequeño
reproductor me transmiten la maravillosa música de Ernesto Cortázar, casi
imprescindible en mis ratos de relax.
Así pues, en perfecta armonía con el
entorno, comienzo mi tertulia nocturna con los arrogantes folios. Ellos me
incitan a que hable de hermosas playas, cuyos amaneceres son la envidia de mis
queridas montañas cubiertas de agobiantes colores, pero yo me niego a hablar de
mediterráneos azules que a estas alturas del recién estrenado estío se
encuentran saturados de gentes, maltratando sus aguas y arenas. Me tientan con
la hermosura del sol, fuente de vida, y yo sonrío indiferente bajo la plata de
esta luna llena que me observa y desestimo la sugerencia.
Sin embargo, la imagen de esa luna
que a estas horas se me antoja mágica, lo inusual de la personalidad de mis
contertulios y el recuerdo del mar, todo ello unido a la visión que obtengo
súbitamente de un sol ardiente, me imbuye inmediatamente del hechizo de esta
peculiar noche. Me siento arrastrada hacia la orilla de mi mar, ése que unos
pocos kilómetros más abajo me vio nacer. Me desprendo del abrigo que las
montañas me proporcionan, y me dejo llevar en brazos de las meigas hasta posar
mis pies sobre la cálida arena que bañan las olas perezosas en su viaje de ida
y vuelta a la orilla misma de la playa.
En breve darán las doce de la noche, y
ya se vislumbran multitud de hogueras iluminando la costa, robando su cometido
al antiguo Faro.
Para unos cuantos hoy es su Noche de
San Juan, y al modo eclesiástico celebrarán efemérides alrededor de unos
pasteles o abriendo algún regalo comprado a última hora. El número uno de todos
los españoles será felicitado por casi la totalidad de los medios informativos,
y muchas de nuestras poblaciones vecinas soltarán sus embolados por las calles previa exhibición de fuegos artificiales.
Otros lo celebrarán de modo diferente, quizá añorando su Inti Raymi o Fiesta del Sol, celebrada a miles de kilómetros de
distancia, en la explanada de Sacsahuamán,
allá en tierras del Cuzco; tal vez los menos, evocando la fiesta celta del Beltaine, o la dedicada al dios Apolo
por los griegos, según sus propias culturas y tradiciones. No obstante, en esta
noche fantástica, pocos lugares omitirán el fuego, y en aquellos otros,
próximos a los cauces de los ríos o de las costas, éste servirá de candela a
las aguas.
Yo, tal vez influenciada por ese
agnosticismo del que a menudo hago gala y del cual no siempre estoy muy segura,
me declino más por la fantasía de una noche donde fuego, agua, espíritu y
materia se unen alrededor de una gran puerta abierta a la imaginación, y me
deslizo bañando mis pies descalzos en las aguas al llegar la media noche; pido
mi deseo secreto a las olas y, con los ojos cerrados, intento mirarme por
dentro, con el fin de descubrir si en mi interior subyace una especie de bruja
compartiendo espacio con la niña que, según dicen, todas llevamos dentro.
Ya la noche cede su espacio a la
madrugada y los folios, vencidos por mi locuacidad, me sonríen adormecidos y,
tras el último verbo, se retiran a su antigua ubicación junto a la impresora,
al lado del ordenador. Entre tanto, me despido de Ernesto Cortázar y me desembarazo
de los pequeños auriculares, mientras que, por el rabillo del ojo, observo cómo
una estrella fugaz me hace un guiño desde el cielo a la vez que se dirige rauda
hacia mi querida playa, unos kilómetros más abajo.
Imagen capturada en red: mystere.es
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