Ya se apagaron los fuegos que por San Juan
iluminaban nuestras costas, y aquellos otros que, una semana más tarde, por San
Pedro y San Pablo cegaban la visión nocturna de los embolados en distintos
pueblos de nuestra comunidad, formando parte de sus festejos populares en honor
al santo patrón o patrona. Quizá otros resplandores vengan a sumarse a ellos en
estos días de calores extremos y me hagan prescindir de la poesía con la que, a
veces, me gusta engalanar la dignidad del elemento, tan necesario y fastuoso en
algunos casos como dramático y desolador en otros.
Pasarán los fuegos míticos como pasan tantas
otras cosas. Pasarán de largo y en apenas unas semanas serán tertulias en
plazas y playas. Pero el estío es perezoso y se acomoda a nuestro lado con
insistencia. A veces intento darle forma, imaginar que tiene un cuerpo de
mujer, o de hombre, y que le puedo poner rostro y dotarlo de voz; hacerlo mi
aliado o aliada y confiarle mis secretos en voz baja, cuando en la noche se
escuche alguna música suave procedente de cualquier edificio vecino.
Pero el verano no es cuerpo, y no es voz ni
oído que escuche mi risa o mi llanto. Es tan solo un ciclo más; un tiempo de
vacación que algunos aprovecharán para evadirse del trabajo y pasar unos días
en su pueblo, aquel en el que nacieron, o nacieron sus padres y abuelos, y que
tal vez dejen de visitar cuando unos y otros no estén. Para la mayoría la
vacación consistirá en mudar de hábitos cotidianos. La crisis así lo aconseja.
¿Para qué ir a Cancún si tenemos producto nacional? Tal vez entonces descubran
rincones cercanos ignorados hasta hoy. Y es que a veces miramos tan a lo lejos
que no percibimos la hierba a nuestros pies. Es una pena… Una pena no
detenernos a observar lo habitual y cercano, como en ocasiones puedan ser los
municipios de nuestras comarcas más próximas.
En los pueblos estos días de verano son días
de puertas abiertas y cenas al aire libre, las barbacoas desde las terrazas
vecinas avisan de la fraternidad, y yo oigo a los vecinos que solicitan un
plato, cubiertos, la sal... El olor que asciende hacia el cielo nocturno me
incomoda. No así las voces. No; ellas me dibujan las palabras pronunciadas en
voz alta. A veces acompañadas de estruendosas risotadas. Son momentos que se
adivinan felices y me gustaría asomarme, indiscreta, a través del tragaluz;
averiguar el origen de sus risas, contemplar a los más pequeños que, ansiosos,
apremian a los adultos. El primer «aviso» no tardará en hacerse oír por todo el
pueblo y ellos, los mayores, todavía están con los postres.
En mi silencio se introducen a un tiempo los
ruidos producidos por la vajilla al ser retirada de la mesa y el del gentío que
se aproxima desde la calle de abajo. Ya casi es la hora y todos se dirigen
hacia la plaza. No quieren perderse el encendido de las bolas sobre las astas;
todos desean ocupar un buen lugar desde el que observar al animal resistiendo y
embistiendo. Todo está listo: las peñas con sus pañuelos y camisetas
distintivas, la ambulancia en el extrarradio, la dotación policial…, y el pilón
en medio de la plaza preparado para el sacrificio: La fiesta y el drama, la
adrenalina al acecho, la polémica y el debate, el miedo…
De espaldas a la fiesta me acomodo en mi
rincón y observo las estrellas, como siempre, con el rostro hacia Levante,
ignorando a las dos osas celestiales que aún hoy me intimidan desde su altura.
Antes de que me haya dormido el silencio volverá a las calles y a la plaza. El
gentío habrá desaparecido tan cansado y agotado como el toro, cada uno a su
corral. De nuevo el fuego se habrá extinguido y, entre tanto, yo seguiré la
estela del último cometa y dejaré de nuevo a la música que ocupe su hueco en
mis sueños. En esta noche calurosa tal vez atienda a una voz desgarrada, quién
sabe si la de Chavela, la Vargas, que ofreciendo su voz a Atahualpa, pregunte Dónde anda Dios.
Texto publicado en Amaranto Cultural, en la sección "Apuntes de..."
Fotografia: P. Murria
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