domingo, 3 de agosto de 2014

Verano en el pueblo







Ya se apagaron los fuegos que por San Juan iluminaban nuestras costas, y aquellos otros que, una semana más tarde, por San Pedro y San Pablo cegaban la visión nocturna de los embolados en distintos pueblos de nuestra comunidad, formando parte de sus festejos populares en honor al santo patrón o patrona. Quizá otros resplandores vengan a sumarse a ellos en estos días de calores extremos y me hagan prescindir de la poesía con la que, a veces, me gusta engalanar la dignidad del elemento, tan necesario y fastuoso en algunos casos como dramático y desolador en otros.
    Pasarán los fuegos míticos como pasan tantas otras cosas. Pasarán de largo y en apenas unas semanas serán tertulias en plazas y playas. Pero el estío es perezoso y se acomoda a nuestro lado con insistencia. A veces intento darle forma, imaginar que tiene un cuerpo de mujer, o de hombre, y que le puedo poner rostro y dotarlo de voz; hacerlo mi aliado o aliada y confiarle mis secretos en voz baja, cuando en la noche se escuche alguna música suave procedente de cualquier edificio vecino.
    Pero el verano no es cuerpo, y no es voz ni oído que escuche mi risa o mi llanto. Es tan solo un ciclo más; un tiempo de vacación que algunos aprovecharán para evadirse del trabajo y pasar unos días en su pueblo, aquel en el que nacieron, o nacieron sus padres y abuelos, y que tal vez dejen de visitar cuando unos y otros no estén. Para la mayoría la vacación consistirá en mudar de hábitos cotidianos. La crisis así lo aconseja. ¿Para qué ir a Cancún si tenemos producto nacional? Tal vez entonces descubran rincones cercanos ignorados hasta hoy. Y es que a veces miramos tan a lo lejos que no percibimos la hierba a nuestros pies. Es una pena… Una pena no detenernos a observar lo habitual y cercano, como en ocasiones puedan ser los municipios de nuestras comarcas más próximas.
    En los pueblos estos días de verano son días de puertas abiertas y cenas al aire libre, las barbacoas desde las terrazas vecinas avisan de la fraternidad, y yo oigo a los vecinos que solicitan un plato, cubiertos, la sal... El olor que asciende hacia el cielo nocturno me incomoda. No así las voces. No; ellas me dibujan las palabras pronunciadas en voz alta. A veces acompañadas de estruendosas risotadas. Son momentos que se adivinan felices y me gustaría asomarme, indiscreta, a través del tragaluz; averiguar el origen de sus risas, contemplar a los más pequeños que, ansiosos, apremian a los adultos. El primer «aviso» no tardará en hacerse oír por todo el pueblo y ellos, los mayores, todavía están con los postres.
    En mi silencio se introducen a un tiempo los ruidos producidos por la vajilla al ser retirada de la mesa y el del gentío que se aproxima desde la calle de abajo. Ya casi es la hora y todos se dirigen hacia la plaza. No quieren perderse el encendido de las bolas sobre las astas; todos desean ocupar un buen lugar desde el que observar al animal resistiendo y embistiendo. Todo está listo: las peñas con sus pañuelos y camisetas distintivas, la ambulancia en el extrarradio, la dotación policial…, y el pilón en medio de la plaza preparado para el sacrificio: La fiesta y el drama, la adrenalina al acecho, la polémica y el debate, el miedo…
    De espaldas a la fiesta me acomodo en mi rincón y observo las estrellas, como siempre, con el rostro hacia Levante, ignorando a las dos osas celestiales que aún hoy me intimidan desde su altura. Antes de que me haya dormido el silencio volverá a las calles y a la plaza. El gentío habrá desaparecido tan cansado y agotado como el toro, cada uno a su corral. De nuevo el fuego se habrá extinguido y, entre tanto, yo seguiré la estela del último cometa y dejaré de nuevo a la música que ocupe su hueco en mis sueños. En esta noche calurosa tal vez atienda a una voz desgarrada, quién sabe si la de Chavela, la Vargas, que ofreciendo  su voz a Atahualpa, pregunte Dónde anda Dios.
 
 
 
 
Texto publicado en Amaranto Cultural, en la sección "Apuntes de..."
Fotografia: P. Murria

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