Mucho se comenta durante los últimos tiempos acerca de la procedencia de los productos que consumimos: si el aceite que venden en las grandes superficies es español o marroquí, si las naranjas son de la comunidad Valenciana, el maíz de nuestros campos, etc. ¿Y la ropa que adquirimos en los establecimientos o franquicias de más renombre, así como en los mercadillos de nuestras plazas?
Constantemente escucho y leo en las redes sociales aquello de: «Primero los de aquí». Pero cuando se trata de adquirir los productos de consumo diario, los que cubren nuestro cuerpo o aquellos que nos interesan por comodidad o simplemente consumismo, ¿pensamos realmente en contribuir a la caja de «los de aquí»? Está claro que el mercado se nos ha ido de las manos y que el ciudadano de a pie ha de regirse por la disponibilidad de su presupuesto.
No es mi intención hacer un análisis económico de la situación actual. Ni estoy preparada ni este es el lugar adecuado. Para eso ya están nuestros dirigentes con sus asesores. No obstante, con respecto a las prendas de vestir, me pregunto si acaso no hay otras opciones que no signifiquen un gasto excesivo en tiendas exclusivas o el paso obligado por el mercadillo o chino de la esquina. Y así hoy, desde la Fragua y el Yunque, me he atrevido a asomarme hasta una de las actividades que creía desubicadas en nuestros días. Una actividad que, personalmente, considero tan provechosa como artística y creativa. Invitada por Empar entre hilos, me he dirigido hasta su taller de corte y confección.
La cita es a las cinco de la tarde de un martes gris con amago de lluvia. Mi taxi me deja junto al CP Mediterráneo. El ambiente otoñal y los niños saliendo del colegio me traen recuerdos que ya se me antojan lejanos, ajenos... El local al que me dirijo está en una calle que conozco bien, muy próxima a la que me vio nacer, sin embargo, no conozco a Empar nada más que de oídas.
Llego puntual y es ella misma quien me recibe. Nos presentamos y me sorprendo al descubrir que compartimos apellido. Al parecer nuestros abuelos eran del mismo pueblo castellonense; quién sabe si quizá compartimos algo más.
Desde el interior de la casa me llega la voz de varias mujeres. son algunas de las costureras que han llegado antes que yo. No pierdo el tiempo, acompañada de mi anfitriona me presento yo misma y les digo a qué he venido. Las animo a seguir con su tarea y no prestarme mucha atención. Seré un ente pasivo con una libreta y un boli. No las molestaré. Si acaso, alguna que otra pregunta que me vaya surgiendo mientras las observo.
Realmente es como si me encontrara en uno de aquellos antiguos talleres de corte y confección. El mobiliario lo componen, además de estanterías repletas de diversos materiales de costura, dos mesas lo suficientemente espaciosas como para poder extender piezas grandes de tela y sus correspondientes patrones trazados en el tradicional papel de corte. Las mesas están situadas a la altura precisa para que, tanto si están cosiendo sentadas en el taburete como si se está trabajando con las tijeras, puestas en pie las señoras, la tarea resulte lo más cómoda posible.
Aún faltan por llegar varias mujeres y yo aprovecho para preguntar a Empar algunas cositas. Ahora no asisten hombres a la clase, quizá por falta de información, pero alguna vez vino alguno a aprender, hace alrededor de un año. A mi pregunta sobre el método empleado de corte, me pone al corriente de nuevas metodologías aprendidas en su estudio de Arquitectura del patronaje. «El sistema Martí exige muchas modificaciones sobre la prenda. Eso no ocurre con los nuevos sistemas», responde.
La tarde empieza a animarse. Llegan las rezagadas. A una de ellas se la saluda muy efusivamente. Es el primer día que viene tras su boda. Yo asisto en silencio al bullicio que se ha armado. Pero no todas las señoras alborotan. En la mesa del fondo unas cosen; al lado, otra plancha. También hay quien está cosiendo a máquina, atenta a la costura, no es cuestión de torcerse en el pespunte. Éstas hablan menos mientras trabajan. Tal vez se trata de que yo estoy más retirada y la agitación de las recién llegadas mitiga las otras voces.
A mi pregunta sobre los distintos modelos, me comentan que hacen sus propios diseños prácticamente de espaldas a las modas. Cada una escoge lo que va y le sienta bien a su cuerpo. Personalizan sus atuendos de acuerdo a sus gustos y posibilidades. Intento preguntarles algo más, pero desisto porque no me prestarían atención: Acaba de llegar otra rezagada, aunque no viene a coser, sino a saludar y a mostrar orgullosa su avanzada gestación. El alumbramiento está muy próximo y todas deciden darle consejos basándose en sus experiencias, propias o ajenas. Una la ve «verde», otra le ve «la tripa baja», ella dice no encontrarse muy bien hoy, por lo que piensa que el bebé está a punto de llegar. En ese instante recuerdo las palabras de mi madre, «Si no te encuentras bien, tranquila, que aún no viene. El día que mejor te encuentres y con muchas ganas de hacer cosas, ese, precisamente, será el día en el que "parirás"». Para mi madre, lo mismo que para muchas madres y abuelas, las mujeres de la familia no dábamos a luz o alumbrábamos; no, nosotras paríamos. Así de simple y natural. Sea como fuere, en mi caso fue como ella predijo. En algún momento me apetece intervenir en la conversación, pero prefiero mantenerme al margen.
Ahora el revuelo es doble, por un lado la recién casada y por otro la futura mamá. Pero todas con un tema en común: las prendas. Las lucidas en la boda y las que servirán para forrar de nuevo el cuco del bebé que se espera. Y es que, de repente y sin que yo me haya percatado de cuándo y de dónde ha salido, aparece un cochecito entre las dos mesas de trabajo. Es todo de tonalidades rosas, y en un momento unas y otras empiezan a estudiar las uniones y costuras de sus telas para ver por dónde habría que sacarlas y elaborar una nueva cubierta de otro color para el acolchado.
En estos momentos compruebo que son doce las mujeres, aunque no todas están trabajando. Además de la embarazada, otras dos han venido también para, únicamente, saludar a las compañeras. Hay una chica que se esmera mucho en el trabajo. Es jovencita y ha sido la última en incorporarse al grupo, tan solo hace una semana que asiste al taller. No participa del ajetreo de las otras. Pone mucho interés en lo que la profesora le dice. Ya ha cortado la prenda y ahora está pasando ensanches. Lo hace con sumo cuidado, con mimo, porque no hay que salirse del trazado con guis que marca la línea de costura.
A medida que avanza la tarde las conversaciones van variando y tornándose más tranquilas. «Coser es un vicio -me dice una chica a mi lado-, crea adicción. Te compras una tela y ya estás pensando en comprar otra y en lo que te harás cuando acabes la que llevas entre manos». «Y no te creas que hacerte tu propia ropa sale barato, entre otras cosas, por eso: porque te picas», añade otra.
Por las fotografías que me enseña Empar, la profesora, compruebo que es una artista de las tijeras, los tejidos y los hilos. confecciona vestidos de boda y de fiesta, y lo hace de manera artesanal. Ella misma fue quien realizó el de novia de su hija. «Fue a petición suya -me dice-. Para ella era un orgullo, decía, pero yo sentía verdadero pavor por la responsabilidad que significaba. Me quedó perfecto y ella iba guapísima. Entonces el orgullo era mío, doblemente, por el trabajo realizado y porque era la novia más guapa que nunca había visto». Ambas cosas las pude apreciar también yo al ver los posados de los novios. Una novia muy guapa con un vestido precioso.
Algunas de las señoras que están hoy aquí ya venían de otro taller de costura y en este llevan algo más de un año. Han cogido mucha práctica pero continúan aprendiendo. Unas vienen dos días a la semana, otras solo uno. Yo también aprendo al observarlas. Me encuentro rodeada de creatividad en estado puro. Telas de colores, estampados y lisos, el sonido de la máquina de coser... Un conjunto de elementos básicos de cimentación que, trabajados con maestría y precisión, darán como resultado una excelente obra.
Se toman una pausa para tomar café. La chica nueva no para. Ella sigue a lo suyo, pasando los ensanches con paciencia y mimo. Me dice que le gusta lo que aprende.
A mí también me gusta lo que veo y aprovecho ese ratito del café para sacar fotografías de cada rincón. Me deleito en el proceso creativo, los colores de las telas, las cintas métricas con las que medir los largos de los talles, de las faldas y pantalones, la vara rígida de un metro, los acericos, las bobinas de hilos de enhebrar y de coser, los patrones de mangas sobre las telas dobladas, el olor de la prenda bajo el calor de la plancha al marcar bien las costuras y el compañerismo del grupo. Al modo de otros días me parece asistir a una actividad rescatada del tiempo. Un proceso de elaboración con el que he disfrutado en esta tarde gris y húmeda de otoño.
Cuando me despido y dirijo mis pasos hacia la Avenida, el tráfico es intenso y la lluvia está a punto de llegar.
Imagen: Lestal
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