El invierno llega
lentamente, sin prisa... Los trajes de baño, las bicicletas, las reuniones a la
fresca... Todo eso me parece ya un vago recuerdo que forma parte de un pasado
lejano.
El otoño ha
pasado de largo sin que apenas haya notado bajo mis pies el crujir de la
hojarasca. Simplemente se olvidó de mí. De mí, que siempre lo esperé con
ansiedad; con esa ansiedad que se introduce en mi garganta y que me impide
respirar cada vez que intento trasladar a alguien mis sentimientos más
profundos y observo que soy incapaz de hacerlos aflorar.
Una vez más, como
cada año, mis horas se llenan de los temarios de los libros; de las flexiones
en el patio; de las madrugadas frente a la estufa, bolígrafo en mano... con una
sola idea en la mente: Aprobar.
No importa que
asimile conocimientos que en el futuro no me servirán para ser feliz. No
importa que sepa rellenar los más penosos cuestionarios. Sólo importa aprobar
con la máxima nota; demostrar que consigo llegar más lejos que los demás.
Tampoco importa
la felicidad, y menos aún la reflexión. La reflexión no me lleva a ningún
sitio; si acaso, a encerrarme en mí misma y situar a mi razón en una espiral
sin lógica exterior.
Cada invierno más
de lo mismo. Unas pautas a seguir, unas fiestas a celebrar, unos días de reposo
mental y de acoso afectivo... Un afecto que me ahoga, que me exige un rendimiento al máximo; que me insta a poner precio
a mis sentimientos y a envolverlos en papel de oro, para poder así, comprar de
paso otros sentimientos acicalados. Cuanto más caro sea el envoltorio más valor
se dará a su contenido. El valor del mismo no cuenta. Lo verdaderamente
importante es el coste del envase. ¡Y después qué!... Los afectos tasados
desaparecerán cuando las hojas del acebo se hayan secado. Entonces cada cual
guardará sus excesos afectivos para la próxima ocasión, un año más tarde.
Siento frío... un
frío que templa a mi espíritu y que lo alimenta. El frío y la lluvia del
invierno me arropan y dan calor a mi alma que los anhela. Me acurruco sobre mí
misma y me asomo a mirarme por dentro. A veces me sorprendo al ver una riqueza
cuya existencia ignoraba, pero luego, cuando el frío desaparece y quiero
compartir mi riqueza, ésta se desvanece con la lluvia.
Por eso la dejo
dentro, y su envoltorio le impide manifestarse porque, a fin de cuentas, eso es
lo que vale: El envoltorio de papel de oro. Lo que encierra es lo de menos. Se
queda enredado en la espiral sin posibilidad de libertad. Sólo si el papel se
convierte en polvo la espiral se extiende dejando fluir libremente al
sentimiento, a su esencia. Sólo entonces, cuando ya no hay envase, se recoge el
verdadero regalo cuando, junto al fuego, se unen en hipócrita comunión los
mercaderes de afectos tasados. Únicamente entonces la muerte no puede dar ni
recibir afectos; ese es el momento en que verdaderamente se valora al contenido
del envoltorio ausente.
Y yo observo a mí
alrededor y me angustio. Me veo formando parte del juego y me escapo hasta mi
alcoba para ponerme mi mejor vestido y salir a la calle huyendo de mi visión de
futuro. En mi carrera no me doy cuenta de que sigo jugando. Sólo cuando me
encuentro con mi mundo de juventud y veo a mis compañeros y compañeras con sus
mejores galas, contemplo horrorizada que todos nos hemos colocado nuestro saco dorado.
No les pregunto
ni me preguntan cómo están y cómo estoy. Nos limitamos a preguntarnos qué
ropaje es el más bello y cuánto habremos pagado por él.
Ya todo me da
igual. No puedo escapar del juego y mi único consuelo es que pronto acabará y,
tal vez al comenzar de nuevo, yo me haya adaptado a él.
Mientras tanto
pasarán las nieves y las lluvias. El frío me abandonará y me sentiré feliz al
contemplar cómo brota la hierba y cómo los árboles se visten de colores para
recibir a las primeras aves.
Seguiré
asimilando páginas enteras de mis libros de texto, y luchando hasta el final
por conseguir las puntuaciones más altas. Ya no me preguntaré si valdrá la pena
el esfuerzo, ni si seré capaz de escapar de la espiral. Simplemente transitaré el
camino hasta su último trecho y, tras la última prueba, me sentaré frente al
mar y allí trataré de orientar mis próximos años. Me despediré de mi anterior
vida y diré adiós a mis trenzas y a mis muñecas; a mis primeros besos ocultos
tras las dunas y a mis primeras dudas ante el cruce de caminos.
Hablaré con las
olas por última vez y emprenderé un nuevo recorrido: ese largo camino bordeado
de rosas espinadas. Intentaré acariciar la suavidad de sus pétalos procurando
no dañar mis dedos con sus espinas. Algunas se me introducirán hasta el alma y
se quedarán allí eternamente, pero otras sólo me rozarán produciéndome ligeros
arañazos que yo misma habré de aprender a curar. Acariciaré mis labios con la
textura aterciopelada de sus pétalos, y sus colores darán a mis ojos un éxtasis
visual que deberé atrapar para reconfortar a mi espíritu en los momentos de
angustia.
Seré una mujer
ante el mundo y, ¿quién sabe?, quizás el mundo se dé cuenta de mi existencia y
me permita formar parte de él.
De. CUENTOS DEL PUERTO -En la Espiral (Puerto de Sagunto - 1998)
Imagen: Blas Estal.