No hace mucho, en uno de esos paseos que a veces me permito
acompañada de mis particulares dioses, caminé muy cerca del mar. Era una mañana
de primavera, el Mediterráneo estaba precioso, con sus azules más elegantes
difuminándose hasta la línea del horizonte. No hacía viento, pero la brisa se
dejaba arrastrar por el perímetro lo justo para que los niños pudieran volar
sus cometas.
Yo caminaba siguiendo los pasos de esos, mis dioses, hacia la
casa del escritor, una magnífica casa situada frente a ese mar que es también
mi mar. Ya en el interior del inmueble, con una complicidad conocida ya desde
hace mucho tiempo, ambas contemplábamos los efectos personales del novelista:
sus gafas, pluma, petaca, cuaderno de notas… Pero en la casa había más cosas,
eran sus muebles, o parte de ellos. Los elementos decorativos que los ocupaban
se nos antojaban a las dos mujeres elementos de reciente adquisición, colocados
entre los originales disimuladamente para hacerlos parecer igualmente viejos. Disfrutábamos
con toda la información que la Casa Museo ponía a nuestro alcance; nos
admirábamos de la capacidad del autor, de la cantidad de obra publicada e
ignorada por nosotras. Nos dábamos cuenta y coincidíamos en nuestro criterio
acerca del silencio en las aulas: unas veces por su condición de republicano y
otras por la de la lengua empleada por su pluma.
No era en eso en lo único que coincidíamos… La conozco y la
intuyo —a la mujer que es hoy—, desde hace casi veinte años. Siempre la he
considerado una persona especial, la quiero por lo que es, y por lo que siente
hacia ese otro ser especial. Ambos lo son. A veces contemplo su mirada en las
instantáneas que guardo en mis archivos. Veo a través de ella, de esa mirada,
la penetro y veo la tierra en su origen; adivino un halo que la transciende
hasta el principio de los tiempos, y hasta más allá del instante presente… y
del que está por llegar. Cuando camina es la vida que camina; cuando medita, es
la razón que ocupa su materia que medita; cuando dirige la mirada hacia un
punto indefinido, se embebe de lo mirado, y lo guarda para sí, aumentando el
misterio que nos es negado a quienes la observamos en su contemplación… y
entonces recuerdo las palabras pronunciadas, en un día ya lejano, por la voz
adolescente que se abre al amor, al primero y más intenso: «¿Verdad que es
guapa?» y recuerdo mi respuesta que en nada ha cambiado con el transcurrir
del tiempo: «Lo es, vaya si lo es…, “y mucho más que eso”», pensé ya entonces.
El tiempo me dio la
razón y ahora continúo caminando, observando sus pasos que, delante de los
míos, caminan de la mano.
Y hago como que miro
al mar…
Imagen: LEH - Interior de Casa Museo Blasco Ibañez
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