Ya llevo un rato delante del teclado, dispuesta a comenzar un
comentario sobre esta lectura. Me resulta difícil, muy difícil. Y eso que
subrayé muchas líneas y tomé notas mientras leí de un tirón el libro, ayer por
la tarde. Para ser más exacta, he de confesar que los dos primeros capítulos
los leí mientras esperaba mi turno para que la autora me lo firmara, allí
mismo, en el aula del Casal Jove de Puerto de Sagunto, donde se llevó a cabo la
presentación.
Estaba muy interesada sobre lo que Melisa López contaba en lo
que me parece una autobiografía novelada. A veces es preciso recurrir a este
método para poder sacar a la superficie todos los demonios que llevamos
enquistados en las entrañas.
Para mí fue una sorpresa escuchar, previamente a la lectura, parte
de lo que más tarde he leído. Ha sido a través de las dos entrevistas que la
autora ha concedido, una de ellas para un periódico local. Sorpresa
desagradable, he de reconocer. De ahí mi interés en la adquisición de NIÑA INVISIBLE. Hubiera comprado
igualmente el libro si no conociera el tema y no hubiera escuchado las
entrevistas, ya que Melisa es hija de una amiga, pero quizá no hubiera ido a la
presentación a saludarla personalmente.
Mi intención al sentarme a comentar la obra, no era otra que
la de contar que la misma trata sobre el maltrato solapado. Ése que no deja
señales en el cuerpo, pero que te va anulando poquito a poco, día a día, a
pequeñas dosis, sin que nadie del entorno se percate; esa especie de micro
violencias que se viven a diario en el interior de no pocos hogares. Muchas
mujeres de mi generación las hemos visto, vivido, sentido y padecido. Tal vez
no en nuestra propia casa, pero sí en la del vecino.
Debería contar cómo viven esta violencia los niños en la
casa: […] Un golpe. Salgo de mis
pensamientos. Otra vez no, por favor. Otra vez no.[…]; el aislamiento al
que se ve sometida la protagonista Nia;
la falta de empatía de su madre hacia ella y cómo justifica lo que no tiene
justificación; el modo en que la niña cierra los ojos y busca una nube en la
que perderse, para no escuchar los exabruptos del padre, para no oír, una vez
llegado el silencio, la reconciliación en la alcoba al otro lado del pasillo.
Entre otras cosas, sería bueno que os dijera que la novela
está escrita en un lenguaje adecuado a los niños que cursan la ESO; que Melisa
asiste a los institutos a dar charlas sobre este tipo de violencia solapada.
Puede —y piensa que es su deber— impartir sus conocimientos sobre el tema a otros
niños y niñas, ya que, además de haber sido testigo directo y receptora de esta
violencia, es Postgraduada en Género y Políticas de Igualdad por la Universidad
de Valencia. Tampoco me atrevo a
calificar la obra como de juvenil,
pues a medida que se avanza en la lectura se avanza también hacia la reflexión
adulta; a pensar en cómo es posible haber llegado hasta aquí, aceptando lo
inaceptable, simplemente por el hecho de verlo todos los días a nuestro
alrededor; cómo somos tan necios que llegamos a «cotidianizar» (me permito aquí
verbalizar al sustantivo) estos ejercicios de violencia que no dejan moratones
en la piel. ¿Es acaso delito que mamá se divierta en una fiesta del barrio
mientras papá ha ido con sus amigos a ver el fútbol? A mamá no le gusta cocinar
porque llega a casa cansada después de su jornada de trabajo, por eso a veces
la cena no está todo lo buena que él quisiera. ¿Es eso motivo para que tire el
plato contra el suelo y la increpe con insultos? No, no lo es. Pero como lo
hace muchas veces se ha convertido en algo habitual que ya ni nos molesta. O sí
nos molesta pero nos lo callamos para que la bronca no vaya a más. En estas
ocasiones el golpe no va a la piel, por eso nunca se ve. Ni siquiera la persona
que lo recibe es consciente de que está siendo golpeada.
Podría extenderme mucho sobre lo leído y anotado. Pero sigo
con la sensación de que no estoy sola mientras escribo. Esa misma sensación la
tenía mientras leí la obra, relajada en la tranquilidad de mi casa. Una casa en
la que no se estrellan los platos contra el suelo. Y comencé a sentirme
culpable. ¿Dónde estábamos las amigas de la madre de Nia mientras en su casa se estrellaba ese plato contra el suelo?
¿En qué momento se separaron nuestras vidas? ¿Por qué cuando volvieron a
encontrarse no hubo confidencias?
Yo conocí a Carmen, la madre de Nía, en la adolescencia. Ella tenía entonces catorce años y yo
quince. Teníamos muchas afinidades y conectamos enseguida. Íbamos juntas cuando
lo conoció a él. Yo veía en ella a «una
joven guerrera». Tenía un carácter fuerte, y cuando se enamoró de su chico se
enfrentó a cuantos se opusieron a esa relación. «Era muy joven para tener novio».
Pero ella ya había tomado su decisión. Había terminado el colegio y empezó por
correspondencia algo relacionado con la Administración. Así podía compaginarlo
con alguna jornada en el almacén de cítricos. Tardó poco en dejar esos
estudios. Trabajar era la prioridad. Seguía su relación casi a escondidas. Sus
amigas no nos metimos tampoco entonces. Lo veíamos normal.
Ambas fuimos creciendo y tomando caminos distintos. Nos
veíamos de vez en cuando pero no solíamos ya salir juntas con nuestras
respectivas parejas. Sin embargo, nuestros encuentros, aunque esporádicos, nos
resultaban muy amenos. Recordábamos cosas que habíamos hecho juntas, nuestros
discos de vinilo, nuestras lecturas, nuestros primeros pitillos y salidas a la
discoteca de un municipio cercano. En estos encuentros su risa seguía siendo la
misma de entonces; es que ella no sonreía sino que reía, y lo hacía con la voz
fuerte, sin nada de disimulo.
Se casaron antes que yo. Asistí con mi novio a su boda. Un
poco más tarde fueron ellos los testigos de la nuestra. A veces, cuando yo ya
no trabajaba fuera de casa, iba a verla con mi bebé. Pero ella sí que trabajaba
fuera y, por tanto, no era cuestión de ir a enredarla con mis visitas. Tenía que
preparar la comida para el día siguiente y hacer las tareas que yo solía hacer durante
el resto del día mientras ella iba a coser a un taller.
Las visitas se interrumpieron, pero la amistad siempre estuvo
ahí, como a la espera de un tiempo más oportuno. Y ese tiempo llegó
inesperadamente, cuando ya tenían su negocio de hostelería, frente a la antigua
ubicación de la Escuela de Adultos. Allí tomábamos el almuerzo las compañeras
de mi grupo y cuando podía se sentaba con nosotras. Era una más del grupo en
vez de la camarera que nos servía los cafés. Allí la acompañamos en su dolor
por la pérdida de su querida hermana, la tía de Nía. Todas lloramos con ella.
Recuperamos el contacto, pero la relación nunca fue igual a la
de nuestra juventud. No podía ser, pero algún día volveríamos a tener tiempo
para salir juntas, sin los maridos, como dos amigas que se comunican a la
perfección. Ella y yo, yo y ella…
Y casi lo logramos. Carmen —Mari Carmen para mí—, cambió de
trabajo: Ahora tenían una empresa de servicios, creo que algo relacionado con
el encofrado de las construcciones. Yo ahora tenía mucho tiempo libre y había
comenzado a escribir. La visitaba en su oficina unos minutos cuando pasaba por
la puerta, y la avisé cuando cambié de casa y de municipio. Le expliqué cómo
llegar y vino una tarde. Tomamos café y me habló de sus proyectos fuera de
España. La vi un poco rara, como nerviosa. Me contó algunos problemas
personales, pero ninguno relacionado con su marido. La crisis había llegado y
empezaba a cebarse con los más débiles. Cuando se marchó quedamos en que
vendrían un día a cenar a casa. Se fue riendo, como se iba siempre. A los pocos
meses era ella quien me acompañaba en el dolor por la pérdida de mi querido
hermano, a quien conocía y estimaba. Sabía que yo necesitaba salir de casa y
organizó a otras amigas para que fuéramos a comer. Yo tenía la escena de la
muerte muy presente, pero durante la comida no pensé en su rostro. Comimos en
un chino y acabamos tomando el café en otro lugar. Fue una tarde muy bonita.
Hablamos muchísimo sobre muchas cosas, pero no de nuestros maridos ni de
nuestros hijos. No, no hablamos de chicos, ni de crisis. Volvíamos a ser las
amigas de siempre. Habíamos recuperado, por fin, la relación. Nos veríamos más
veces. Aprovecharíamos cada vez que viniera la amiga Reme de Zaragoza. Dejamos
pendiente la próxima cita.
Era noviembre, quizá Reme vino en Navidad, pero no nos
llamamos. Tal vez por eso, por ser Navidad, todas teníamos trabajo añadido.
Había que organizar las fiestas con la familia, disimular las penas por los
ausentes, vivir, aunque fuera por unos días, sin pensar en los estragos de la
crisis ni en ese plato estrellado contra el suelo… Mejor dejar para la
primavera nuestra próxima comida, nuestro próximo café.
No pudo ser… Y yo me sentí culpable mientras leía NIÑA
INVISIBLE. Y me siento culpable ahora, cuando siento su risa tan cercana,
mientras intento, sin conseguirlo, reseñar este pequeño volumen.
NIÑA INVISIBLE - Melisa López -
Ed. SLOPER (2016)
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