Alumbrando un pueblo
oscuro en el que a nadie gusta la luz. Así me define, de alguna manera, un amigo joven. Esta
definición surge a raíz de la reunión llevada a cabo hace apenas unos días. La
reunión obedecía en principio a una cita literaria para comentar la lectura de
EL AMANTE LESBIANO, de José Luis Sampedro. A la cita habíamos acudido unas
quince personas y constaba de dos tiempos: Primero, almuerzo donde
comentaríamos la obra, y a continuación paseo primaveral por un lugar tranquilo
y limpio de toda contaminación, tanto acústica como ambiental. Después, comida
y nuevamente paseo con la sierra como testigo de nuestros pasos.
Las nubes se sumaron a «la quedada» y estuvieron amenazándonos
durante toda la mañana y la tarde, pero eso no nos importó. Además de comentar
lo que apenas cuatro o cinco de los asistentes habíamos leído, tuvimos ocasión
de conocernos personalmente. La mayoría éramos personas que hablamos y
comentamos a diario en un grupo local de una de las redes sociales: Música,
debate, literatura, poesía, entrevistas en un peculiar programa de radio del
grupo… conforman los temas tratados a diario en ACERO Y VIDA.
No estaba previsto que asistieran a la tertulia aquellos amigos que no habían participado de la lectura, pero se sumaron a ella por curiosidad a nuestros comentarios acerca de la misma, y cuando finalizó el coloquio algunos ya habían decidido anotarla en su lista de próximas lecturas.
Al final de la jornada cada cual sacó sus conclusiones y casi
todos coincidimos en lo gratificante que había resultado. Personalmente fui de las que no disfrutó leyendo EL AMANTE
LESBIANO. Otras obras de Sampedro me han gustado más. Él en su forma de
pensamiento me atrae mucho más. Quizá no entendí suficientemente lo que quiso
transmitir en sus páginas. O tal vez la forma empleada para transmitirlo. El caso
es que Mario fue el vínculo para que
un grupo de personas que nada tienen en común, excepto ser del mismo pueblo o vivir en él, y
pertenecer a uno de tantos grupos de las redes sociales, se conocieran
personalmente y empatizaran desde el primer momento. Tuvimos ocasión de probar
las pastitas marroquís, de elaboración casera, que trajo una de las amigas;
hablamos de mi antiguo barrio en mi querido Puerto, del antes y el después de
mi salida de allí; les mostré lo que me atrajo de este otro lugar al que no
termino de acostumbrarme, y agradecí que me trajeran prendidos en la piel un
poquito de aquel aroma a playa y el recuerdo de su cielo, antaño cubierto por
el humo que me sustentaba. Me hicieron sentir como en casa.
La lluvia llegó cuando ya todos nos habíamos recogido en
nuestros hogares y reflexionábamos sobre esa «quedada de grupo». Ellos unos kilómetros
más abajo, yo al pie de esta sierra, entre callejas estrechas que todavía me
ignoran, sin intención alguna ya de alumbrar un pueblo oscuro que se siente
feliz en la oscuridad.
Fotografía: Parte del grupo en su paseo tras la comida.
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