Nunca pensé que se me pudiera
robar la primavera. El olor de los azahares y de las madreselvas…
Me los robó la pandemia. Llegó
con todas sus consecuencias: emocionales, trágicas, sociales y económicas.
Me dejó el vacío y me dejó el
miedo. Y se llevó de mi lado, junto con los aromas, el verso y los poetas.
Me quedé sin poder disfrutar de
los clásicos, y sin la mirada limpia de aquel a quien tanto quiero,
conformándome solo con su sonrisa de ángel a través de videoconferencias.
Ahora nos está dando una tregua. Podemos
salir a dar paseos, y también a ver a la familia y amigos. Y podemos, también,
saborear una cerveza fresca en la terraza de un bar.
No sabemos por cuánto tiempo. Pero
aquí seguimos quienes no sucumbimos al drama.
Las mascarillas son molestas. Sobre
todo, si se tienen que llevar durante la jornada laboral. Y molesto es, así
mismo, comprobar que el esfuerzo de muchos se ve pisoteado por la
irresponsabilidad de unos pocos, los suficientes para contagiar en la medida
del tres por uno.
Desde el principio me negué a
sacar rédito literario —si se puede llamar así— a este tiempo extraño.
No hubo poemas, por mi parte, que
mostraran mi forma de vivirlo.
No quise dibujar mis miedos, ni
quise transmitirlos a quienes estaban confinados conmigo.
Apenas vi noticias y me negué rotundamente a
ver las imágenes que unos y otros hacían circular acerca de los féretros y
culpas varias.
No me interesaban las
estadísticas de los fallecidos y contagiados, sino las de los curados y dados
de alta.
Leí todo lo que pude cuando pude,
y lo hice en voz alta. Y luego regalé mi voz a quienes quisieron escucharla a
través del grupo de Whatsapp.
Hoy, sin embargo, cuando la
tregua nos da un respiro, cuando el orden vuelve a mi hogar y vuelvo a
refugiarme en los poetas, cada vez que bajo a mi garaje no puedo evitar vivir
de nuevo la pesadilla.
Porque allí me refugiaba, con la
excusa de ir a coger algo.
Allí había silencio y estaba
oscuro.
Y en esa oscuridad y ese silencio
vislumbro ahora la pesadilla. Mis propios miedos y posibles despedidas.
Nada contaba a los de arriba.
Tampoco a las primas que
esperaban mis lecturas en voz alta a cada tarde.
Me comí mis temores y con ellos
vestí mis risas para mis nietos.
Me disfracé de lo que el momento
y el cuento exigía, si de mariquita o de pirata.
Pinté mis labios y puse máscara a
mis pestañas. Y canté y conté mil cuentos con aquellos disfraces. Y capté
imágenes en la terraza y en el patio.
En las demás casas había mucho
silencio. En la mía gritos y golpes en las puertas que se cerraban para que los
niños no estorbaran. Con los niños ya se sabe…
Hoy, con la desescalada, tan
temida como ansiada, mi casa ha recobrado el silencio de otras horas.
La paz y los versos detenidos en el estante
vuelven a mi sala. Lorca ocupa de nuevo mis desayunos, y la tertulia con las
primas ha cambiado de hora y la llevamos a cabo durante las primeras horas de
la mañana.
Con ellas converso sobre los
paseos matinales, los olores del césped recién cortado, los de los azahares y
los de las sales que arrastran las burbujas de las olas al llegar a nuestra
querida playa.
Y juntas nos lamentamos por ese
estallido de primavera robado.
Una primavera extraordinaria de
la que sí han disfrutado, como hace años que no lo hacían, las aves migratorias,
los insectos y animalillos de bosques y jardines… y aquellas especies tan amenazadas
a diario por nosotros, quienes nos hacemos llamar racionales humanos.
Una primavera tan extraña, en la
que nosotros fuimos los inquilinos de las jaulas.
Tal vez todo ha sido un aviso más
de la naturaleza a la que tanto desoímos y pisoteamos a diario.
Quién sabe, quién me ha robado,
en realidad, la última primavera.
Quién sabe…
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