De
vez en cuando me llegan ecos de otros días. Me llegan con imágenes. Se trata de
noticias en los medios que llamaron mi atención en otros momentos.
Desde
hace unos días estos ecos, con sus respectivas imágenes, me muestran las Marchas por la dignidad. Fue hace ocho
años. Eran unas marchas reivindicativas que salían de todos los puntos de
España para confluir en los alrededores del Congreso. Eran columnas de personas
caminando por autovías y carreteras comarcales. Pasaban por municipios en los
que, a veces, les proporcionaban alojamiento durante la noche. El mal tiempo no
les impedía ponerse en marcha al llegar la mañana.
Cuando
llevaban quince días de camino silencioso y pacífico ningún medio televisivo se
había manifestado aún, ni para bien ni para mal, de aquel acto reivindicativo. No
merecían espacio en ninguno de esos medios (oficiales o no), hasta que, mira
por dónde, en uno de los municipios por los que pasaron hubo incidentes y ardió
un contenedor.
Entonces
sí… Entonces el ojo de Sauron giró
bruscamente hacia la marcha y abrió portadas e informativos con los incidentes
provocados. De los anteriores días de pacífica marcha nada habían mostrado,
pero claro, un contenedor ardiendo siempre es buen reclamo para el ojo poderoso
y el televidente aburrido.
Después
ya sabemos lo que pasó y, entre otras cosas, pasó que hubo un gran despliegue
de policía antidisturbios para recibirlos a su llegada a Madrid e impedir que
muchos de los que viajaron en autobús desde sus lugares de origen para sumarse
a la concentración frente al Congreso, no pudieran llegar a la hora prevista:
controles, identificaciones…
También
pasó que, «por error de las porras», estas fueron a golpear con fuerza contra
aquellos manifestantes que, para identificarse del resto, portaban banderines
rojos. «¡Que somos de los vuestros!», repetían mientras eran golpeados en el
suelo.
Y
pasó, así mismo, que previamente a la clausura del acto reivindicativo,
mientras en Colón se cantaba el Himno a
la libertad del maestro Labordeta, los antidisturbios cargaron contra los
allí presentes y dio comienzo la caza: hienas hambrientas dispuestas al ataque
sin pararse ante nada ni nadie.
De
aquella reivindicación de techo y trabajo, han pasado ya ocho años y permanece en el olvido y tan en silencio como cuando comenzó. En los días posteriores sí
que hubo, no obstante, mucha cobertura sobre la violencia, pero una vez
finalizada esta, el ojo que todo lo puede, miró para otro lado.
El
pasado 22-M fue el aniversario de aquellos actos y me han llegado muchas de
aquellas imágenes y comentarios de los que circulaban por las redes y, al
contemplarlas de nuevo, no he podido evitar evocar esas otras manifestaciones
más recientes: Caceroladas desde coches de alta gama y señora de alta cuna —no
sé si también de baja cama— portando a la chacha inmigrante para que fuera esta
quien golpeara la cazuela. Aquí no hubo contenedores ardiendo ni banderines
rojos. No hacía falta. Los mismos policías posaban para la foto en excelente
camaradería con los manifestantes. Ahora no se pedía techo y trabajo, ni pan y
rosas. Ahora se trataba de una provocación de la clase alta española al
gobierno de turno que se estaba comiendo una pandemia sin haber estado
preparado para digerirla. Provocaban a pecho descubierto y con la cara al sol,
jaleados por una de las oposiciones más rastreras que ha conocido país alguno
en democracia. No exigían, tan solo se
exhibían, y el ojo de Sauron les prodigó horas y horas de cobertura.
Y
qué decir de la escenificación de apoyo a los cazadores. ¡Con qué majestuosidad
se manifestaban —se siguen manifestando— montados en sus caballos, vestidos
para la ocasión, sombreros de ala ancha y flexible, armas de mira telescópica y
cetrería de ojo ciego sujeta al antebrazo de la primera dama de la montería! A
mi marido que fue cazador durante muchos años no lo vi representado en ese
escenario, ni tampoco a los otros cazadores que conozco. Eso sí, de Berlanga y
de su Escopeta Nacional me vinieron
unas cuantas escenas a la mente. De nuevo se trataba de un pulso al gobierno de
turno por parte de una élite que añora viejos tiempos. Y el ojo de Sauron no
podía perderse ningún detalle para comentarlo con todo lujo de detalles en las
diferentes tertulias.
Aquí
tampoco ardieron contenedores, cuando no hay manifestantes con banderines rojos
no suele haberlos. Aun así, coparon toda la parrilla televisiva durante horas y
días.
Pues
sí, desde aquella marcha silenciosa y silenciada del 22-M ha habido unas
cuantas protestas, sobre todo durante los dos últimos años, y en ninguna de
ellas han faltado los medios para atiborrarnos de imágenes. Los tractoristas
conduciendo sus tractores acompañando a los agricultores. Temporeros del campo
no había muchos, no. Empresarios y dueños de invernaderos, de esos a los que no
les viene nada bien que el ministro o ministra de turno les envíe a sus
inspectores de trabajo sin previo aviso, sí que había, o quizá me lo pareció a
mí, que de normal soy un poco tiquismiquis.
Disfrazados
de agricultores con pecho al frente y cara al sol también había bastantes,
alguno hasta posó sonriente condiciendo un tractor. Legonas había pocas.
A
veces, conviene recordar que de vez en cuando votamos en unos comicios
europeos, y recordar también, de paso, a qué grupo votamos en su momento para
que defendiera nuestros productos allí donde se dispone qué debemos comer, de
dónde deben llegar a nuestros mercados y qué precio o concesiones hemos de pagar
o hacer al respecto. Ah, no… que a los grupos que defienden nuestras naranjas y
nuestros productos allí, es a los que linchamos los mismos que luego
protestamos.
Hoy
es el turno de los transportistas, cuyo derecho a la huelga defiendo tanto como
cuando se trata del colectivo sanitario o docente. Alguien decía que se
manifestaba porque con el precio que tiene el combustible pierde mucho dinero. Nunca
estuvo como ahora, cierto, aunque me consta que nunca estuvieron tan unidos
como lo están estos días. Como digo, soy un poco tiquismiquis y mal pensada,
por eso me pregunto si no habrá algún elemento más en la avanzadilla de esta
huelga, y recuerdo la huelga de transporte previa al asesinato de los abogados
laboralistas de la calle Atocha. Pero eso son imaginaciones mías, no me hagáis mucho
caso.
Aquí
el ojo de Sauron también lo mira, lo cuenta (o lo manipula según le pilla el
día), y llena portadas mientras en las estanterías de nuestros supermercados
van faltando productos de primera necesidad.
Ellos,
los transportistas son ahora la noticia, y Sauron tiene que repartir su mirada
entre ellos y las imágenes que llegan desde ese país en el que dos personajes
funestos han jugado a medírsela para ver quién de ellos la tiene más larga —voy
a omitir “el qué”—, y es ahí, en esa medida, donde Sauron tiene fija la mirada
sin apenas un parpadeo. Mientras, yo sigo preguntándome, que ha sido de aquella
guerra en la que los niños de Yemen morían masacrados por las bombas que
nosotros mismos proporcionábamos a quienes se las lanzaban. «Si no se las
vendemos nosotros se las venderán otros», dijo el entonces ministro de Exteriores
al ser preguntado al respecto, cuando las muertes de aquellos niños aún
interesaban —o parecían interesar— al ojo que tanto poder tiene entre la gente.
No,
a Sauron ya no le interesan aquellos niños, ni los de Gaza. Los últimos dejaron
de existir cuando alguien dio la orden de invisibilizarlos. «Israel no se
toca».
¿Dónde
queda la imagen de Elian llegando a la orilla de una playa? ¿Dónde las noticias
sobre los niños sirios que malviven en los campos de refugiados soportando las
inclemencias del tiempo?
¿Qué
resorte es el que falla en el mecanismo del poderoso ojo de Sauron, que le
impide mirar en todas las direcciones?
Llevo
mucho tiempo, más del que me propuse en un principio, sin escribir una sola
nota de esas que escribo para mí misma. Me negué a escribir acerca de la
pandemia y decidí dar un descanso al teclado. No obstante, los últimos acontecimientos
me superan. Ignoro cuál será el próximo foco para el ojo de Sauron, tal vez los
campamentos Saharauis, o quién sabe qué otro despropósito por parte de quienes
se creen los dueños del mundo y de quienes en él habitamos.
Quién
sabe…
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