Luz
que iluminas mis noches
que
das la vida a mi pluma
y
vistes de esperanzas a mi alma
y
de paz a mis temores...
Escucho
el latido de tu pecho...
un
latido ronco,
quebrado
por la angustia
y
el dolor.
Dolor
de las ausencias,
del
desaliento...
Observo
la sombra en tus ojos
que
miran puntos distantes,
perdidos
en los abismos
de
lo insólito,
de
lo absurdo...
ojos
clamando respuestas
buscando
reproches sordos.
Y
el velo de la ignorancia
cubre
a tu razón que no comprende
cómo
se apaga tu fragua
lentamente,
agonizante...
Y
el llanto anega a tu yunque,
y
lo oxida.
Y
tú lo acaricias y secas sus mejillas
mientras
avivas la llama roja
del
origen.
Después,
en la noche,
veo
tu rostro cansado
observando
a las estrellas
-quizás
rezando a tu Dios sordo,
gritando
su nombre con voz callada-
Te
ofrezco mi luz que se difumina,
pero
tu dolor
la
rechaza
ajeno a mi presencia
que
te observa,
que
siente la humedad de una lágrima
que
resbala salada
siguiendo
el surco de tu cansada piel,
hasta
encontrar la suavidad
de
tu boca.
Y
esa lágrima se convierte en afilado cristal
que
se clava en mi alma
y
la perfora.
Y
vuelvo a escuchar tu latido ronco
que
no está sólo...
En
mis retinas se dibujan entonces dos corazones partidos.
Tus
corazones,
que
sangran a un mismo tiempo
derramando
llanto por ausencias injustificadas...
Por
arterias rotas,
por
razones olvidadas en el camino...
Y
yo me desprendo de mi ropaje de luz
y
los arropo,
muy
juntos
para
que tu corazón de fragua
tapone
la herida del corazón de tu raíz fuerte.
Y
mi gesto fracasa, y entonces,
el
llanto navega por mis venas
junto
a mi sangre de acero fundido...
Del poemario De fragua y yunque
Ilustración de Blas: Génesis de Puerto de Sagunto
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