Cap. III
Aún no había llegado el verano pero el tiempo era ya bastante caluroso; el
pato escogió para sus días de descanso un lugar de la costa. Hacía mucho tiempo
que no usaba ropa, era incómoda y no la necesitaba para cubrir su cuerpo y
parecerse a los racionales. Una vez que fue aceptado por todos optó por
mostrarse tal como era: un pato inteligente. Sin embargo, a pesar de no llevar
ropas, su bolsa de viaje se hallaba repleta. Llevaba toallas para la playa,
una gorra para evitar insolaciones, bronceador para el pico, cámara fotográfica,
libros, casetes, cuadernos y bolígrafos... Había adoptado muchas costumbres de
sus actuales vecinos y cada domingo por la mañana hacía footing por las calles
de la ciudad. En realidad, no estaba preparado para algunas de aquellas
costumbres y le costaba bastante trabajo realizarlas. Asistía una vez por
semana a una tertulia televisiva donde un cura retorcido le ponía las plumas de
punta. También se había acostumbrado a algunos vicios que como los observara en
sus dioses, los tomaba como valores propios de la sabiduría y así, empezó a
aspirar el humo de los cigarrillos, a compartir el porro con los colegas y, de
vez en cuando, a esnifar su raya de coca. Tuvo que acostumbrarse también a
tomar analgésicos para los dolores de cabeza que cada vez eran más frecuentes.
Ahora, bajo la sombrilla proporcionada por el hotel, y con las gafas de
sol apoyadas en el pico, observaba a los niños que jugueteaban en la orilla del
mar enfundados en sus flotadores con siluetas de cuellos de pato. Aquello le
hacía gracia porque pensaba que, de alguna manera, los racionales se inspiraban
en los de su especie para hacer frente a la ansiedad por aprender a nadar.
Se cansó muy pronto de la playa, no tanto por el calor que le producían
las plumas, como por lo insoportable que le resultaba la arena que se adhería
en ellas y que le producía unos picores terribles. Así pues, se marchó para el
hotel, donde su mal humor cambió súbitamente al ver entrar por sus puertas a
unos colegas con los que enseguida se puso a hablar amigablemente.
Eran varios doctores que formaban parte del grupo denominado El Bostezo.
El pato todavía no sabía muy bien las actividades de aquel grupo y pensó que
ahora sería buena ocasión para averiguarlo y ver la forma de involucrarse en el
mismo, si es que lo creía conveniente para su evolución. Aquella gente ya
llevaba mucho tiempo funcionando pero nunca le habían invitado a unirse a
ellos, y esto le tenía un poco preocupado, hasta el punto de que a veces no
podía evitar sentirse marginado.
«Bueno, bueno...me quedan unos días de descanso. Los dedicaré a
profundizar sobre la conveniencia de tratar con estos colegas» pensó.
Cenó copiosamente y no durmió bien. Al amanecer se despertó sobresaltado.
Había tenido un sueño horroroso, en el cual, su pico se veía transformado en
sensual boca femenina que devoraba una enorme hamburguesa, mientras, con los
ojos desorbitados, recorría con una mirada no menos voraz, la gran mesa de trabajo
de la cocina de un prestigioso restaurante. Allí, en aquella mesa de trabajo,
unos racionales con grandes delantales manchados de sangre, despedazaban los
animales que luego eran sazonados y metidos en grandes baldas que iban a parar
al horno. En un rincón de la cocina, otros ocupaban su tiempo en cascar
montones de huevos que luego batían en una máquina.
Sintió unas náuseas terribles y notó que las sábanas se mojaban y
ensuciaban bajo su cuerpo que, presa del terror, se había descompuesto. «Me volveré
loco» pensó, y recordó que a su llegada a la ciudad y ver la forma en que las
gentes se alimentaban, no tuvo más remedio que dar la espalda a la piedad y
aceptar aquella costumbre de los dioses. Nunca debía pensar como un pato si quería
sobrevivir en aquel mundo. Por fortuna, cada vez eran más aquellos que
protestaban contra la caza indiscriminada y alertaban a las autoridades sobre
las consecuencias derivadas de los restos de munición que se empleaban en las
cacerías. Estos restos eran ingeridos por los animalillos que se alimentaban en
los terrenos acotados y se envenenaban lentamente. Según estudios realizados
por profesionales, se alteraba el orden normal del ecosistema, y había
organizaciones que se movilizaban en contra.
El sueño le tenía trastornado. Nunca había ocurrido nada semejante. Estaba
seguro de que a él nunca lo cocinarían; eso jamás se le pasó por la cabeza, ni
siquiera cuando oyó a un famoso cocinero que cada día daba sus recetas por
televisión, aquello de cosa que vuela, a
la cazuela. Él no había volado nunca.
No le había hecho falta. En su ciudad no tenían que emigrar en busca del buen
tiempo, porque allí el clima era estupendo. También había otras cosas que les
permitía vivir con mucha autonomía sin tener que desplazarse.
Fue así, pensando en su ciudad, que consiguió relajarse, y el temor dio
paso a la nostalgia. No es que hubiera vivido muy feliz allí, pero a pesar de
ser un incomprendido, algo de aquellos animales, de vez en cuando tiraba de él.
¡Si por lo menos alguno de ellos hubiera compartido sus inquietudes!...
Pero no; aquellos necios no se molestaron nunca ni en leer a los viejos poetas.
No tenían sueños, ni ganas de aprender. Cuando algo les dolía, llamaban al pato
para que les recetase sus remedios caseros y luego, hala... a olvidarse. No se
preocupaban nada más que de dormir, comer y otra vez dormir; y así hasta morir.
«Eso no es vivir, sino esperar que llegue el final, y hacerlo en medio del tedio
y la monotonía. Algún día regresaré y cuando escuchen mis grabaciones sabrán
lo que se han perdido por culpa de su ignorancia».
Con el ánimo más calmado, decidió que no bajaría a la playa. Se quedó todo
el día en la terraza del hotel releyendo una de sus obras preferidas: Las Ruinas de Volney. Se la proporcionó
una compañera cuando él estaba confundido con la idea de la religión. También
le regaló una Biblia, pero su lectura no le hacía reflexionar tan profundamente
como la obra del duque pensador.
Entrada ya la noche se acomodó frente al televisor para escuchar los
informativos. Las noticias de los atentados y de los accidentes de tráfico ya
no le hacían estremecer como al principio, ni tampoco las imágenes de las
tragedias en aquellas tierras lejanas donde, cuando no temblaba la tierra, la
montaña escupía fuego o las aguas se tragaban pueblos enteros. Sí le dolían aún
las miradas de aquellos seres inocentes pidiendo ayuda al cielo. Aquellos ojos
oscuros que ocultaban su rostro tras un sagrado velo. Aquello sí que le dolía
al pato, porque eran ojos a los que se les impedía ver. A los oídos de aquellas
diosas no les estaba permitido escuchar y a su necesidad de aprender se le
negaba el acceso a las ciencias. Y es que, al pato le dolía la ignorancia
impuesta a la fuerza, tanto o más que el sufrimiento físico de aquellas
hembras.
Hoy, sin embargo, las noticias no eran tan dramáticas como en otras
ocasiones. Aparte de aquellos escándalos tan usuales y repetitivos de las
malversaciones, y algún que otro desliz erótico por parte de un presidente de
una de las grandes potencias racionales, no había nada de mucho interés, y el
pato se fue a dormir no sin antes recurrir a una pastillita que le hiciera
descansar durante el sueño. Necesitaba estar muy sereno al día siguiente ya que,
antes de despedirse de sus colegas, tenía el propósito de aprender muchas cosas
acerca de aquel grupo del Bostezo.
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