Ya
llevaba más de un mes viviendo entre aquellos dioses, y el pato irradiaba
felicidad. Era uno más entre tantos. El temor a verse rechazado por su aspecto
diferente se disipó al segundo día de su llegada. Nadie se metía con él por ser
un pato. Claro que... además de doctorado, su color era claro. Hubiese sido de
otro modo de haber sido diferente su color. Aquello le confundió un poco al
llegar. A los racionales no les importaba que hubiera otros de menor rango,
pero si a ese rango inferior se le unía el color oscuro en su piel, ¡entonces
andaban listos! Se permitía que se les marginara e incluso que se les apaleara
por las calles. El pato se dio cuenta muy pronto de que entre estos seres de
rango inferior de piel oscura, había excepciones. Los había que gozaban de
grandes privilegios. En casi todas las ciudades surgían, y su presencia era muy
apreciada. No eran doctorados como él, pero eran muy hábiles jugando en los
estadios. Las gentes los aclamaban y querían parecerse a ellos. No comprendía
muy bien aquella situación, pero los seres racionales, que eran sabios, la
aceptaban, por tanto, él la admitía como un valor a tener en cuenta y así lo
anotó en su diario.
Cada
día aprendía cosas nuevas que iba registrando en sus notas, y le llenaba de
gozo verse rodeado de personas que le saludaban al paso y que le pedían sus opiniones
para temas serios, como por ejemplo, el que le tendría ocupado durante la
mañana siguiente. Se trataba de una polémica surgida a raíz de algo que a los
dioses les incordiaba bastante, pero que no creían conveniente erradicar.
Aquella
noche durmió inquieto por la ansiedad que le producía asistir a un programa
televisivo, pero cuando despertó, y tras su ducha diaria se abrillantó el pico,
volvió a sentirse feliz de ser un pato
doctorado.
Las
cámaras le fascinaron y la atención con que le agasajaron aquellas figuras
esbeltas que le maquillaron el pico y acariciaron sus plumas, le hizo sentir
sobre su cabeza como si una aureola dorada le acompañara en todos sus
movimientos. El tema era mucho más complejo de lo que le pareció en un
principio y se prolongó durante mucho tiempo sin quedar nunca zanjado: Algunos
dioses eran fieles seguidores de otro dios superior, y otros, por el contrario,
eran grandes detractores de ese mismo dios. Se trataba de una cuestión que al
pato le tenía muy confundido. Bien mirado, la cosa era muy simple, pero todos
se empeñaban en complicarla. Le costó mucho analizar el tema y no veía otra
salida, si quería ser honesto, que ponerse de parte de aquellos que negaban a aquel
dios tan difícil de entender. Sin embargo..., ¿qué razón había para que aquella
mayoría de seres le defendiera tan apasionadamente? ¿Cómo podían en su
sabiduría dar por cierto algo que carecía de lógica? Como fábula para los niños
era de lo más fantasiosa la idea de la creación según la contaba aquella
Biblia; pero él la había leído hasta el final y no entendía que se le siguiera
dando crédito en la época actual. Además, quienes con más ahínco la defendían
faltaban a ella.
Todas las guerras derivaban de aquella cuestión y costaron, costaban y, por lo visto, seguirían costando muchas vidas. «Defienden a un dios que atenta contra la vida en su esencia más profunda ‒pensaba‒. Es de locos; ¿cómo podré explicar esto en mi ciudad?»
La
religión aún se complicaba más si intentaba comprender todas las escisiones que
habían surgido a lo largo de los siglos, desde que el primer visionario se
atribuyera para él mismo y para su pueblo, los beneficios de aquel dios.
«Pero
había llovido mucho desde entonces –reflexionaba el pato‒. Los profetas pasaban
de moda y otros nuevos aparecían y creaban nuevas escuelas. Y a cada nueva
escuela correspondía una nueva guerra y nuevos muertos. Así que, la confusión
aumentaba al observar cómo, quien justificaba tantos muertos y mártires por
causa de aquel dios extravagante, ahora se escandalizaba por una ley del aborto
que protegía, no sólo a las mujeres, sino, sobre todo, a aquellos futuros
niños, carne de cañón de futuras guerras».
El pato
llevaba una comida de pico tremenda y ya no pudo soportarlo más cuando oyó por
radio que alguien, en nombre de aquella iglesia que se creía a sí misma un
manantial de virtudes, se oponía tajantemente a la campaña que se llevaba a
cabo en los medios de comunicación y en los institutos, a favor de la
utilización de los preservativos.
Pasó
mucho tiempo en estas reflexiones. Ya no anotaba nada. Ahora lo grababa todo en
cintas, y ya tenía muchas, demasiadas... Le llevaría toda una vida poder
transmitir a sus antiguos vecinos todos sus conocimientos. A veces le parecía
que en la sociedad racional la necedad abundaba más que en la animal, pero
cuando le asaltaban estos pensamientos los rechazaba enseguida, ya que no podía
dejarse llevar por el sentimiento de vejación y resignación que contemplara en
el rostro de la mula en la noria. Él no; el Pato Doctorado vino en busca de su
sueño y llegaría hasta el final.
De
momento tendría que dejar de lado el tema religioso y centrarse en otro que
requería ahora su atención. Se hablaba mucho en esos días de una carta, y él
pensaba que se trataba de una nota dirigida a alguien con algún recado. Pero no
era eso. Era una carta muy importante en la que se decían cosas muy bonitas,
pero que por otra extravagancia de los racionales, esas cosas tan fáciles de
realizar no se llevaban a cabo y se incumplían todos sus puntos.
Derechos Humanos era el nombre de aquel
documento, y el pato no pudo dejar de pensar en algo que le dijo la vieja mula,
pero que él no quiso escuchar. «No son racionales, sino humanos» –Creo que
dijo, pero no le oí bien. También dijo algo de crueldad. Bah... era una vieja
resignada– pensó.
Curiosamente,
en los días en que tanto se hablaba de aquellos derechos, varias mujeres fueron
asesinadas por sus parejas, y se veían en televisión imágenes de niños que empuñaban
armas cuando debían estar en las escuelas aprendiendo la sabiduría de los
dioses. «¿O es que va a resultar que no son dioses…» se preguntó sobresaltado.
Ahora,
al acostarse se sentía más cansado. Su cerebro se sobrecargaba de sentimientos contradictorios.
Ya no se abrillantaba su pico cada mañana, y el título enmarcado en madera
noble no le llenaba del orgullo de otros tiempos. Decidió no pensar tanto en
las cosas complicadas y dedicarse solamente a su trabajo en la clínica. Sus
pacientes le admiraban pues no todos los patos llegan a doctorarse. Él se
limitaba a darles las gracias y recetarles sus medicinas para la tos. Había un
anciano a quien estimaba mucho y que le contaba historias de su pueblo. Un día
le contó que todos los vecinos trabajaban para el mismo amo y que hubo muchas
luchas obreras para conseguir mejoras laborales.
–Teníamos un gran monstruo que escupía humo
por sus bocas.
‒¿Por sus bocas? –se sorprendió el pato.
–Sí. Tenía tres; enormes. Y daban de comer a
todo el pueblo. Luego aquello se perdió en una reconversión y ahora mi pueblo
ya no es el mismo.
‒¿Y por
qué? –preguntó.
‒Porque,
querido pato, ahora cada vecino tiene su propio amo.
‒Pero;
anciano, los dioses son sabios y no esclavizan a sus semejantes.
–Dime
pato: ¿tú has nacido de un huevo o te has caído de un árbol? Te estoy hablando
de amos, de hombres, y tú me sales con dioses.
–Anciano,
yo ya no sé qué soy yo –finalizó el pato cogiéndose la cabeza con las manos.
–Por lo
menos tienes tu doctorado, así no te pillará el lodo como a otros. Mira hacia
el sur del país y comprueba tú mismo la sabiduría de los dioses que tanto
admiras. –y el anciano se marchó, encorvado y con la mirada perdida.
El pato
comenzó a sentirse mareado. Por unos instantes confundió al anciano con una
mula, y recordando la tragedia del gran parque natural del sur, dio por
terminada su jornada y se encaminó hacia su casa, andando como lo hacen los
patos. «Tomaré un baño caliente y planearé unos días de vacaciones» decidió.
Continuará…
De:Cuentos del Puerto, El Pato Doctorado 1999
Ilustración: Lamber
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