Por la tarde... |
La tarde se muestra gratamente serena. En la casa hay
silencio. Todos se han ido después de los postres y el alboroto de los más
pequeños ha dado paso a la quietud que, poco a poco, se ha instalado por cada
rincón.
Ya no hace tanto calor. El aire acondicionado ha cedido a la
apertura de las ventanas por las que ahora, cercano el crepúsculo, se introduce
sigilosa la brisa que, brincando por encima de las montañas, se precipita desde
la costa.
Se escucha la música, «San Rafael», y el ambiente se vuelve más propicio para el descanso y la
reflexión. La señora Andrea ya ha recogido el comedor y su marido está atando
la bolsa de la basura y en breve se acercará hasta los contenedores, algo
alejados del núcleo urbano.
Este año tampoco se irán de vacaciones. Hace dos que ya no
van. Es por la crisis. A ellos no les afecta mucho porque, como jubilados,
cuentan con una -casi cómoda- pensión. Pero hay que ayudar a los hijos. El
trabajo está muy mal y además es precario. Así que no les importa salir un poco menos,
porque tener cerca a los hijos y nietos es lo que realmente les da vida. Vienen
todos los domingos; a veces, hasta los sábados. Y la casa parece que bulle. Es
por los niños que no paran. Pero luego se van y vuelve la calma. Y en esa calma
Andrea se regocija y Antonio, su marido, se crece. Se sienten saturados,
henchidos de paz. El tiempo que pasan con ellos lo disfrutan como si fuera el
último instante, porque saben que un día uno de los dos partirá y ya nada será
igual, ni el sabor de las comidas, ni la brisa mediterránea, ni el trajín de
los niños. Por eso cada minuto lo saborean como si fuera el último.
A la noche tal vez salgan a dar un paseo hasta el puente.
Allí se ven las estrellas con mucha nitidez y hay unos bancos muy cómodos desde
los que observarlas. Si está raso y hay luna llena los picos de la sierra serán
visibles, cercanos, y se sumarán a la escena.
Desde la casa de Andrea, orientada hacia levante, se
contemplan los tejados de las casas vecinas, marrones, de tejas antiguas, y el
marido pasa las tardes de verano apostado en el balcón fumando sus últimos
cigarrillos. Siempre dice que son los últimos, pero no consigue dejarlos. Ella,
mientras tanto, conecta la tele y la deja sin volumen. No desea oírla. En
realidad tampoco la mira. Solo la pone por costumbre —dice—, se acostumbró hace
muchos años a tenerla conectada, cuando sus hijos eran tan pequeños como lo son
hoy sus nietos. Pero de aquello hace ya bastante tiempo y los programas ya no
son tan interesantes. A ella le gustaba Curro
Jiménez y Un, dos, tres… pero el
de Quico Ledgard, los posteriores ya no eran igual de entretenidos.
Antonio entra de vez en cuando al salón dejando una estela de
olor a tabaco a su paso. Andrea reniega mientras teje sus labores. Yo escucho
sus voces desde mi balcón y sonrío. Me encuentro muy cerquita, justo en la casa
de al lado, y sus rutinas se entremezclan con las mías que adivinan mi propio
futuro, a la vuelta de la esquina.
De pronto las campanas de la iglesia se entrometen en su
conversación, a la vez que a mí me impiden escuchar la música con la que hasta
entonces se relajaba mi vecina mientras tejía su tapete de ganchillo. «San Rafael» da paso al repique que se ha ido
haciendo más intenso y, a no mucho tardar, la banda de música se sumará a la
sinfonía eclesiástica. Este año hay nuevos educandos y los que se iniciaron el
pasado año pasean ya sus instrumentos junto a los más veteranos.
Antonio sale otra vez al balcón y enciende de nuevo un
pitillo. Yo me apresuro a levantarme de mi silla y dejar mi libro con su punto
de lectura para más tarde. Nos saludamos desde nuestros respectivos balcones,
apoyados ambos en la barandilla salvando las jardineras con los geranios y,
como presentía, el hombre protesta
indignado por las campanas de la iglesia a las que de buena gana mandaría
fundir y silenciar. Republicano y apóstata no aprueba su perseverancia. En el
interior de la casa, su esposa ceja en su tejido y apaga el reproductor de la
música acallando a Marradi. Se asoma también al balcón y me saluda contenta y
alegre. «¿Te vienes? —pregunta— Me cambio el calzado y en un momentito
estoy arreglada». Yo rechazo la invitación y muy
pronto la veo cerrar su cancela y dirigirse calle abajo hacia la plaza de la
iglesia. Es el día de la Virgen y en breve la imagen iniciará su recorrido
anual por las calles estrechas del pueblo. Andrea avanza con paso rápido y seguro mientras
se estira el vestido de domingo eliminando una posible arruga. Antonio me mira
y mueve su cabeza con gesto de desaprobación. Yo le sonrío y vuelvo de nuevo a mi asiento bajo la ventana,
en mi balcón, a seguir con mi lectura mientras mi memoria evoca otras tardes de
verano y otros repiques de campana.
Fotografía: Ismahell.
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