La tarde era lluviosa y yo observaba con mi pequeña y
chatuza nariz pegada al cristal de la ventana de la cocina, cómo las gotas de
lluvia se estrellaban violentamente contra los pequeños charcos que se habían
producido en los desniveles del suelo de cemento del pequeño patio,
incrementando su deterioro
Desde detrás me llegaba el suave calorcito desprendido por
la cocina de carbón, ante la que mi madre permanecía agachada mientras abría la
pequeña puerta del horno y procedía a sacar unos suculentos boniatos.
No estábamos solas en la cocina; nos acompañaban dos de
las vecinas a las que el roce y la familiaridad de aquellos días habían
ascendido a la categoría de «tías».
El silencio era absoluto entre aquellas paredes pintadas
de humedad, en cuya parte superior aún mostraban los colores de la última mano
de pintura aplicada en la primavera anterior.
Cansada de contemplar los borbotones de la lluvia decidí
dirigir mi aburrimiento hacia la lámpara del techo. Mi padre había cambiado la
bombilla esa misma mañana y, para mi deleite, cambió también el papel de
celofán que la cubría a modo de pantalla; ahora era de un rosa fuerte que se
extendía como largos dedos por la superficie blancuzca sobre nuestras cabezas.
Mi madre y mis dos «tías» seguían en su mutismo pero sus
manos no paraban quietas. Alrededor de la mesa donde unas horas antes habíamos
dado buena cuenta de unas lentejas viudas, mi madre se esmeraba en deshacer un
viejo jersey cuya lana ovillaba abrazando los cuatro dedos de su mano izquierda,
y que ya había alcanzado el tamaño de una pequeña pelota. Yo sabía que, en
breve, cortaría la lana con sus propios dientes dando por finalizada esta bola
y comenzando una nueva; esta, tal vez, con las mangas de la vieja prenda de
color azul marino que hasta hacía unos meses había resguardado del frío a mi
hermano mayor.
Una de las tías se entregaba a la misma tarea pero, a
diferencia del jersey que deshacía mi madre, el de ella era rojo apagado, quizá
descolorido. La otra tía-vecina no ovillaba la materia deshecha, sino que
descosía un tercer jersey, este de color blanco, cuyas mangas habían sido ya
desprendidas del cuerpo del mismo.
Desde mi rincón yo observaba su quehacer silencioso cuando
un estremecimiento recorrió mi pequeño cuerpo al ver a las tres mujeres echar
mano de sus pañuelos mientras entraban en un colectivo llanto.
Pude escuchar entonces la voz sobrehumana que vomitaba la
radio de madera apoyada en una balda adosada a la pared: Ama Rosa se despedía hasta la tarde siguiente. Por suerte para mí,
el Negrito del África Tropical vino
en mi auxilio y me hizo ser consciente de que no ocurría nada grave.
Mi madre y mis tías se sonaron sus respectivas narices, se
repartieron los boniatos y, guardando cada una sus deshechos y pelotas en un
pequeño canastillo de mimbre, se despidieron hasta el día siguiente.
Yo me dirigí de nuevo hacia la ventana, pegué mi pequeña
nariz al cristal y comprobé decepcionada que había dejado de llover, mientras,
inconscientemente, estiraba las mangas de mi jersey de rayitas blancas y azules
intentando cubrir mis manos hasta las puntas de los dedeos.
De: Episodios cotidianos y unos versos espontáneos - «Cuentos de otoño»
Ilustración: Blas Estal