Eran las dos y veinte de la madrugada y el ardor de estómago producido por un exceso de grasa en la cena me mantenía en vela. El único sonido que se escuchaba en la habitación era el de los ronquidos ‒más bien rugidos‒ emitidos por mi querido esposo que, a mi lado, dormía profundamente, lo que me hizo reflexionar sobre los pocos hombres que conozco que padezcan insomnio o estreñimiento.
En mi desvelo, un montón de ideas se paseaban por mi
mente mezclándose desordenadamente cuando, de pronto, me encontré contemplando
a Andrés que salía de la piscina con un escueto bañador y unos músculos
extraordinarios provocando en la mirada de Magda, que se hallaba bajo el porche
de la casa, una expresión de húmeda culpabilidad.
Al entrar en la casa el joven hizo un guiño a su
amiga que no pasó desapercibido para el resto de las mujeres que se
encontraban en la terraza, las cuales se pasarían el resto de la tarde
pendientes de quien ahora se debatía entre el deseo y la culpa.
En el interior los hombres escuchaban atentamente a su
anfitrión, quien los ponía al corriente de sus últimas operaciones bursátiles,
y cuando vieron entrar a Andrés, un silencio repentino se acomodó durante un
breve instante entre ellos. Todavía faltaba un rato para la cena y Pepe, una
vez reanudada la conversación, explicaba a sus invitados la mejor forma de
invertir sus ahorros con el menor riesgo posible. Por su parte, Jesús se
mostraba poco atraído por los consejos de su amigo, pues si bien era conocida
la buena gestión de éste para los negocios, no menos conocida era también la
procedencia del dinero con que los llevaba a cabo.
No; Jesús había dejado de prestar atención a las
actividades empresariales de Pepe y su interés se mantenía ahora en la
presencia nuevamente de Andrés que salía de la cocina con una cerveza en la
mano, y que había cambiado su atuendo mojado por unos vaqueros y una camiseta
con unos dibujos demasiado heavis a juicio de los presentes.
Llegado el momento de la cena, cada comensal ocupó su
puesto en la mesa, y al igual que en años anteriores, las mujeres a un lado y
los hombres a otro. No había ninguna norma para que se sentaran en este orden,
pero ellas se veían en pocas ocasiones y siempre tenían
muchas cosas de las que hablar. No así los hombres, pues ellos solían coincidir
en las reuniones que llevaban a cabo cada vez con más asiduidad.
La cena resultó exquisita y los vinos y licores con que
fue acompañada contaron con el beneplácito de los presentes. El entorno era
inmejorable; la casa de Pepe, una mansión magnífica; el comedor, donde se
encontraban, había sido decorado con un gusto extraordinario en el que las
obras de arte de los maestros de antaño cohabitaban en perfecta armonía con los
muebles y esculturas de artistas contemporáneos. Como música de fondo, una
banda sonora de Mark Knopfler sustituía a los clásicos, relajando un poco los ánimos
de quienes ya empezaban a apreciar los efectos del alcohol y de otras
sustancias, cuyo consumo el anfitrión no solía permitir en su casa pero que, en
aquella ocasión tan especial, no tuvo inconveniente en permitir.
Hubo momentos de gran tensión cuando Jesús le recriminó
a Pedro su hipocresía unos días antes al votar en el Congreso; y a punto
estuvieron de llegar a las manos cuando Raúl mencionó delante de todos cómo,
por culpa de Magda, Jesús estaba siendo objeto de las parodias más denigrantes
en todos los medios.
Llegados a este punto, las mujeres hicieron causa común
con Magda quien, en un mal contenido arrebato de furia, le lanzó el hielo de la
cubitera a Raúl en la entrepierna, tras lo cual, todas salieron de la casa
marchándose a tomar la última copa fuera de la finca.
Hacía ya rato que Jesús guardaba silencio. Pepe entraba
y salía del comedor dando órdenes a los criados para que se retiraran a sus
habitaciones, y Andrés observaba desde su camiseta heavi y sus vaqueros
ceñidos, cómo el resto de los hombres se enzarzaba en una absurda discusión.
Era la primera vez que acudía a esa cena y lo estaba pasando en grande. Había
sido invitado por Jesús, quien sentía por él un interés especial; interés
compartido por Magda y del que el propio Andrés esperaba beneficiarse.
Ahora, Pepe abría de nuevo una botella del
mejor Cava; "una joya", según decía, de las muchas que atesoraba en su bodega y, para suavizar la tensión, el propio
Jesús con su copa en alto reunió en torno a él a sus amigos, e invitándoles a
compartir el último brindis, posó sonriente en medio de ellos para quedar bien
encuadrado en la fotografía que, con su teléfono móvil de última generación, le estaba realizando
Andrés que, de esta forma, quedaría fuera de esta historia para siempre.
Yo, entretanto, y bajo los efectos del Álmax que me
había tomado a las dos y veinte de la madrugada y que había calmado mi ardor de
estómago, entraba de lleno en el mejor de los sueños, sin saber a ciencia
cierta a qué demonios me recordaba esta historia, de la que no sabía si en
realidad había sucedido o, si por el contrario, era ya producto de la actividad
de mi cerebro que se encontraba durmiendo por fin. De todos modos, esta foto
que observaba me recordaba a otra más antigua, de eso estaba completamente
segura.
De: Cuentos del Puerto
Ilustración: Blas Estal.
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