ACNUR-SIRIA |
Hace unos años, alguien de la cúpula vaticana hacía unas
declaraciones acerca de la existencia física del cielo. «No es un lugar físico»
decía; y yo no soy quien para negar o afirmar esta revelación. No obstante, he de
confesar que, en alguna ocasión, me he sentido tan cerca del cielo como si,
realmente, este ocupara su propia parcela sin tener por ello puerta de entrada,
o acceso sin vigilancia privada.
Ha sido en esos momentos en los que he visto la felicidad en
el rostro de mis hijos en los subsiguientes instantes a la consecución del
premio al trabajo bien hecho, desde sus primeras notas escolares hasta la
adjudicación de su primer empleo; en la complicidad que se les escapaba a
través de sus miradas cuando la adolescencia dirigía sus vidas… He creído tocar
el cielo cuando, tras más de doce años de trabajo a base de contratos
temporales, por fin llegó el tan ansiado indefinido que posibilitaba la
estabilidad económica con la que ajustar las necesidades a la nómina mensual.
Pero, sobre todo, he estado cerca del cielo «cuando en mi vida ha habido paz».
Es la paz mi concepto de cielo. Tal vez a eso se refería la
autoridad eclesiástica en su manifestación al respecto.
Pero no recuerdo si en algún momento habló también del
infierno. Aún hay gente que cree que este consiste en un lugar al rojo vivo,
donde las almas malas se consumen en un fuego eterno. Por fortuna, en el que yo
conozco sucumbe la vida y el alma toda. La muerte es la única puerta de salida
del infierno.
Conservo imágenes de estos infiernos —porque hay muchos— en
mi memoria, en mis archivos informáticos y en decenas de revistas en mi
librería. En el momento en que escribo este artículo tengo frescas las de los civiles, en su mayoría niños, de la
última matanza siria. Pero, posiblemente, cuando termine de redactar este
texto, otras barbaries se estén llevando a cabo en cualquier otro punto del planeta. Nuevos dramas que contribuyan a desviar nuestra atención del actual sirio.
En los infiernos reales —no en los de ficción— no hay ángeles
caídos, sino fábricas de armamento que son la base de la economía de los países
llamados civilizados; países gobernados por dirigentes de comunión dominical y cazadores
homófobos. Después de consumada la barbarie, serán estos mismos dirigentes los
que se rasgarán las vestiduras y propondrán los medios para castigar a unos
culpables que nunca pagarán su culpa. Siempre, claro está, que el veto de los
países implicados no impida las investigaciones propuestas por la Comunidad
Internacional.
Mientras tanto, los verdaderos dioses y ángeles de todos los
credos y dogmas —no los de ficción— se siguen dando cita cada día en los
infiernos. Rescatan, no las almas, sino los cuerpos de carne y huesos; ulcerada
la una y resquebrajados los otros, en las más de las ocasiones. Cuerpos con
historias individuales pero con idéntico horror en cada una de ellas. Cuerpos
que se apiñan en el vasto desierto a la espera de la mano amiga, de la voz
amable del cooperante de lengua extranjera.
Ya no quedan cielos con nubes de algodón y ángeles asexuados
de blancas alas y suaves manos acariciando arpas. Tan solo hay infiernos con
demonios vestidos de Armani, y cooperantes que les presentan batalla en medio
de la desolación. Con la cámara al hombro, con la mochila repleta de medicinas
a la espalda, con las sacas de comida imperecedera en los puestos improvisados
en cualquier esquina del campo.
Y a veces, en el epicentro de ese campo del refugiado, asoma
un atisbo de paz al que los más débiles se aferran, creyendo que, por fin, han
alcanzado la felicidad que el cielo proporciona.
No hay comentarios:
Publicar un comentario