La noche se adivina fría. Salimos de casa en la mañana con
ropa casi veraniega y ahora se hace preciso un poquito más de abrigo. Un paseo
por las escasas calles que conforman Tramacastiel nos reconforta. Atravesamos rincones
bonitos, rincones en ruinas y rincones con historia. Es un pueblo limpio, con
flores en cancelas y ventanas. Abundan los rosales de diversos colores y
extraordinaria fragancia. Los muros de las casas son gruesos, de piedra,
silenciosos y pacientes. Quizá conocen lo incierto de los días venideros.
En la terraza de La Barbacana varias personas toman su
cerveza. Tienen un perrillo blanco que nos mira curioso mientras sus amos
conversan en torno a la cobertura de internet. Yo me acomodo en el anorak y
mentalmente tomo nota de cuanto me rodea: la casa de enfrente con su hilera de
rosales a lo largo de la fachada, las ventanas de madera, el suelo de la calle
empinada, el cielo ya de noche… la misma luna y las mismas estrellas que a
estas horas iluminan mi playa y mi sierra, apenas unos ciento veinte kilómetros
más abajo. El perrillo, atado a una de las sillas, ladra al ver desaparecer a
sus dueñas tras la puerta de la hostería. La noche es serena e invita al
descanso. Nosotros hemos madrugado mucho y caminado bastante. Es hora de
recogernos.
Amanecemos una hora antes debido al cambio horario durante la
noche. La mañana también es bastante fresca y se agradece el desayuno calentito
a base de café con leche y tostadas untadas con el aceite de la zona. En la mesa
de al lado una joven pareja se prepara para el que será su segundo día de ruta.
Llegaron un día antes que nosotros y ayer recorrieron la ruta de las minas y de
los Amanaderos. Su intención es ir hoy a visitar el nacimiento del
Tramacastiel. Les indicamos el camino y les muestro las fotos que saqué del
lugar. La chica, a su vez, me muestra la de los Amanaderos y las cuevas del
barrio minero, recomendándome que no me vaya sin visitar estas últimas: «Os
pilla casi de camino y vale la pena entretenerse» me dice. Pero nuestra ruta de
hoy ya está trazada desde hace unos días. «Quizá en primavera» respondo
mientras nos despedimos de ellos y de Ricardo.
Mi deseo es ir al municipio de Libros y sentarme a la orilla
de su río, aquí ya con denominación levantina: El Turia. Su otro nombre,
“Guadalaviar” que tanto me gusta, se quedó cauce arriba, en los lechos próximos
al nacimiento.
Todavía no me sale al encuentro pero lo adivino cerca, tras
las próximas curvas de la carretera, corriendo en paralelo al municipio que lo separa
de los grandes roquedales. No tengo prisa. Llegamos despacio, observando el
paisaje, tan bello y tan de otoño, tan dorado y tan húmedo, en contraste con el
cielo azul y la superficie rocosa de sus montañas. No nos detenemos en el
pueblo, sino que seguimos un poco más adelante, al lugar en el que el río es
solo eso: corriente que se desliza sinuosa, saltando aquí y allá sobre las
lanchas del lecho fluvial. Y ahí nos detenemos para que yo me acerque a su
ribera y hoye con los pies el follaje del suelo, espeso, crujiente, a la espera
bajo la arboleda de que algún rayo de sol atraviese las copas y le deposite un
haz de luz. Permanezco en silencio, mirando cómo llegan las aguas, escuchando
su voz y, de vez en cuando, volviendo la mirada hacia el cielo, hacia las
montañas desnudas de enfrente, Así pierdo la noción del tiempo mimetizada con
el paisaje.
«La fuente de Cella nos espera», una vez más mi compañero me
saca del ensimismamiento que me produce la escena. No sé cuánto tiempo ha
transcurrido desde mi comunión con el río, pero a mi llegada hacía frío y ahora
ya me desprendo del anorak. Me despido con tristeza de las aguas del Turia y me
dejo fotografiar junto a ellas. Quiero recordarlas durante muchos días, evocar
cómo bajan por el meandro antes de llegar a Libros. Y esa es precisamente la
imagen que conservo durante el trayecto hacia Cella.
Detenemos el vehículo a la entrada de la población y
emprendemos el camino hacia su fuente. También aquí caminamos junto a una
espléndida huerta, limpia, cultivada con esmero. En dos de sus parcelas hay
hombres trabajando, su espalda doblada bajo un sol que, a pesar de ser otoñal,
se deja caer con fuerza. «Este calor no es normal en este tiempo, maños…» dice una señora que viene en la dirección
opuesta, por nuestra misma acera. «No, no lo es, desde luego» respondemos, en
esta ocasión, sin detenernos y sin solicitar un posado. Ahora yo sí llevo
prisa. Quiero aspirar de nuevo el aroma de las rosas, disfrutar de los colores
de las margaritas, cobijarme del sol bajo el arco de la buganvilla; y deseo
volver a ver rebosante la fuente, el gran pozo artesiano.
Siento
una tremenda decepción al ver que la fuente está prácticamente seca. Los setos
tampoco están tan tupidos y floridos como yo esperaba. Tal vez la otoñada ha
tenido algo que ver en el paisaje. No obstante, me dejo seducir por el ambiente
y tomo asiento en uno de los bancos junto al macizo de margaritas.
Paseamos
de nuevo, ahora dirigiéndonos hacia el centro del pueblo. Recorremos calles y
doblamos esquinas hasta encontrar la panadería donde abastecernos de pan para
casa y de unas pastas, de las de pueblo, de las de toda la vida: Rollitos de
anís y mantecados.
Nuestra
escapada de fin de semana está llegando a su fin. Un último punto nos queda en
el que detenernos. Parada de obligado cumplimiento cada vez que visitamos estas
tierras. Ahora ya, en silencio, sin apenas un recuerdo para las flores de la
fuente de Cella, ni para los dorados de Tramacastiel, el verde de la vega del
Riodeva o el susurro del Turia a su paso por Libros. Una imagen se abre ante
nosotros nada más apearnos del coche estacionado en el Polígono Industrial, a
las afueras de Teruel.
Estamos
ante uno de los pozos de Caudé, la fosa que alberga los restos de más de mil
personas ejecutadas por la Dictadura entre 1936 y 1939. La otoñada de la
jornada anterior ha perdido de pronto el interés y únicamente los nombres y
apellidos en las losas reclaman ahora mi atención. Nos detenemos ante la enorme
boca del pozo y ahí permanecemos unos minutos. No hablamos, mantenemos la
mirada fija en la gran circunferencia rodeada de ramos de flores. Miramos sin
ver o, más bien, vemos sin mirar. Contemplamos con ojos de ayer, con duelo de
ayer y rabia de ayer. Contemplamos impotentes un pasado que no debió suceder. Y
aquí vuelvo a preguntarme por cualquiera de los inquilinos de esa fosa: Si
lloró más que rio o fue al contrario, si amó y fue amado, si leyó al poeta o
tuvo conocimiento de él, si antes de las descargas en su pecho pudo gritar un
nombre, si tanto fue su amor por la democracia y la libertad como para morir
por ella…
Damos
un pequeño recorrido por el perímetro de la memoria, paseamos la vista por las
diferentes losas junto al monolito, cada una de ellas con su ramo de flores
artificiales, cada una a la espera de nuestra mirada. Lápidas que me hablan con
voces roncas y me dicen: «Aquí nos trajeron y aquí quedamos. Para la vergüenza
de unos, para el orgullo de otros, para la indiferencia de algunos y para el
dolor de unos pocos… Cerca de aquí nos arrebataron la vida, y aquí vivimos la
muerte, con la esperanza de no caer en el olvido»
Impotencia,
rabia, tristeza y resignación pugnan por un espacio en mis sentimientos. No
anoto nada en mi cuaderno de notas. Todo lo capto sin necesidad de apunte
alguno, no poso junto al monolito como antes hiciera ante el macizo de
margaritas, no sonrío mientras miro hacia el cielo, demasiado azul para estos
instantes que precisan matices más oscuros. De repente siento frío y prisas por
meterme en el vehículo.
Sobre
las dos y media de la tarde tomamos la autovía Mudéjar de camino a casa, con la
mirada triste y en silencio.
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