Aunque de forma perezosa, los calores tardíos van perdiendo
la batalla y ya ceden su espacio al verdadero protagonista del calendario: el
otoño. Yo, como viene siendo habitual por esta época, me preparo para mi fase
de recogimiento. Pliego mis alas, guardo las botas de montaña y las zapatillas
de caminante, las camisetas y demás elementos veraniegos.
Tan solo una última excursión queda pendiente. La que
clausura las salidas que desde primavera vengo realizando cuando el trabajo, el
clima y la compañía lo aconsejan. Y así, con un tiempo estupendo para finalizar
el mes de octubre y comenzar horario nuevo me dirijo, bien acompañada, hacia
tierras aragonesas, a realizar la que adivino como mi última salida a disfrutar
del aire libre.
Nuestro destino es Tramacastiel, en la sierra Javalambre.
Allí nos recibe Ricardo, gerente de la hostería La Barbacana, donde nos alojamos la noche del sábado. Me sorprende
no encontrar en él ningún atisbo de acento baturro. Pero tampoco me resulta
desconocida su fonética. «Ricardo, tú no eres de esta tierra» le digo. «No, soy
argentino» responde, y yo sonrío al recordar a mis amigas de aquella parte del
gran mar.
Ricardo ya nos tenía preparada una guía con los puntos
interesantes a visitar. Primero nos dirigimos al mirador del pueblo, desde
donde contemplamos una magnífica panorámica del entorno. A mi espalda se
encuentra el cementerio municipal con sus muros encalados tentándome como en
otras ocasiones en otros lugares diferentes. Una vez más resisto la
tentación de adentrarme en su recinto para dialogar con los sepulcros. No es mi
intención perturbar la intimidad y la paz de los inquilinos, aunque un montón
de preguntas bullen en mi interior: «Cómo vivió este o aquel vecino, si lloró
más que rio o fue al contrario, si fue mucho o poco lo que amó y fue amado, si
leyó al poeta o tuvo conocimiento de él, si se ocultó en las trincheras que
permanecen vigilantes en lo alto, allá enfrente…
«Venga, hacia el río» me apremia mi acompañante sacándome de mi ensimismamiento.
Iniciamos el descenso y orientamos nuestros pasos hacia las
afueras, en busca del nacimiento del río que otorga su nombre al pueblo. El
Tramacastiel es un río de tímido caudal. En su nacimiento a ras de suelo pasa
casi desapercibido entre las rocas. Su agua es tan cristalina que apenas se
distingue entre la hojarasca dorada de
los chopos. Es un agua silenciosa, fresca y encantadora que transita
serenamente hacia el Guadalaviar o Turia, en cuyo cauce deposita su tributo.
Por momentos todo el entorno se vuelve mágico: una brisa
suave mece las copas de los árboles, se desprenden sus pequeñas hojas y una
lluvia dorada planea sobre nuestras cabezas. Quizá se trata de una invitación a
marcharnos. El otoño con sus sonidos y colores solo al bosque pertenece. Me gustaría
quedarme un rato más sintiendo el suelo mullido de hojarasca bajo mis pies, y
deseo también volver a ser una niña para creer de nuevo en las hadas. Pero el
tiempo apremia y perezosamente desando el camino y vuelvo hacia el coche,
todavía imbuida de la serenidad y el encantamiento del instante previo,
sensaciones de las que no deseo despojarme.
Paralelamente a nuestro recorrido por la carretera estrecha y
sinuosa, los mismos tonos dorados nos acompañan hasta la entrada en Mas de la Cabrera. Allí, el Tramacastiel
presume ya de caudal, y a su vera se asienta una frondosidad extraordinaria en
la que los rayos del sol se introducen con no poca dificultad. Dejamos atrás
viejos muros de piedra, ruinas de lo que
un día fueran los hogares de familias humildes y trabajadoras. Me da pena
adivinar en esos muros de casas derruidas el posible abandono de todo el
entorno. Un entorno en el que todavía se aprecian los aromas de comunidad.
Y continuamos con nuestra ruta… Ahora las montañas nos miran
con ojos mineros. Las minas de azufre son las dueñas del paisaje. Por momentos
elevan su voz y nos cuentan historias viejas que se introducen en nuestro
vehículo a través de las ventanillas bajadas. Y oímos los lamentos del duro
trabajo, del poco salario…
Con el pensamiento en el interior de esas rocas, dejamos
atrás el barrio minero y nos dirigimos hacia Riodeva. Atravesamos el pueblo en
busca de acomodo para el coche. A las afueras, camino de las eras, estiramos
las piernas y damos un placentero paseo. Por todas partes hay rosas de
diferentes colores compitiendo con el dorado de los árboles. Se ha hecho la
hora de comer y, a sugerencia de Ricardo, nos vamos a buscar el restaurante El Salón. Algunos comensales nos miran
con curiosidad. Somos forasteros irrumpiendo en su espacio. Yo, todavía con mi
cuaderno de notas en la mano y mi compañero de viaje con la cámara en la suya. Pedro,
el gerente, advertido por su colega de Tramacastiel, esperaba nuestra llegada.
Inmediatamente percibo su acento baturro y la hospitalidad acostumbrada en
estas gentes aragonesas.
Comemos muy bien, pero la gastronomía de la zona quizá es
demasiado para quienes estamos acostumbrados a la de la costa levantina. Por
eso, al finalizar la comida, decidimos caminar hacia la vega del río Riodeva que, aquí, también cede su
nombre al municipio. Nos encontramos con las indicaciones de un GR que nos lleva a Camarena de la Sierra
y a la ruta de los Amanaderos. Tomo nota inmediatamente de esta ruta para
realizarla en la próxima primavera.
Caminamos por una pista forestal que bordea la huerta. Lo
hacemos impregnándonos del paisaje, tan verde en unos tramos como dorado y
florido en otros. El arroyo también camina a nuestro lado, nutriendo la tierra cultivada.
Una señora se cruza con nosotros y saluda. Se llama Valentina y viene de
regar su pequeña hacienda. Lleva colgado del brazo su cubo de plástico, y de su
rostro curtido una agradable sonrisa. La veo proclive a la conversación y
aprovecho para pedirle que pose junto a mi esposo. Sonríe ante mi
sugerencia y no entiende el porqué de ella. Pero accede, y mientras lo hace
nos cuenta cosas acerca de la molienda del trigo allá en lo alto, cerca de la
ermita, cuando todavía era una niña. Nos habla de lo bien que ha trabajado su
alcalde para adecentar el recinto de esa ermita y la zona de ocio en la misma
ubicación, donde encontramos también una piscina. «Vienen gentes de Barcelona a
pasar aquí los veranos y suben siempre a la ermita a agradecer cosas a la
Virgen, porque ésta ha procurado favores a mucha gente» nos dice sintiéndose
orgullosa aunque sin un exagerado fanatismo, como si se disculpara por creer en
esos favores marianos.
Valentina emprende otra vez su camino, ahora en
compañía de otro lugareño incorporado a la escena. Según nos cuenta mientras se
aleja en dirección al pueblo, este señor es el padre de la cocinera que tan
apetitosa comida nos ha preparado en el restaurante. Apenas un cruce de
palabras para decir lo bueno que nos ha estado todo y retomamos también
nosotros la marcha. Nos llevará alrededor de una hora el paseo por la vega del
Riodeva, y no será hasta la vuelta que nos detendremos en el complejo de
ocio y la ermita.
Un hombre trabaja su campo ajeno a nuestra llegada al
recinto. Tan solo su perro repara en nuestra presencia. La ermita está cerrada
a estas horas, pero tampoco nos importa, no es ella quien reclama nuestra atención
sino el entorno, de una extraordinaria belleza. Tomamos asiento en uno de los
bancos y nos permitimos el descanso mientras disfrutamos de los colores dorados
y de la paz del momento…
Fotografía: P.Murria
Precioso.retratas nuestros pueblos medio abandonados..
ResponderEliminar