Desde la acera camino sin prisas y sin
rumbo fijo alguno. El día amaneció lluvioso, como a mí me gusta. No hace frío y
el abrigo de lana resulta incómodo. A lo lejos se observan las nubes
deslizándose montaña abajo, donde las primeras casas despiden ya sus humos por
las chimeneas. Es una visión húmeda y gris que se entremezcla con el verde de
los jardines y que me recuerda que pronto acabará el año en curso. Otro más.
Con sus alforjas cargadas de experiencias, con sueños cumplidos y sueños rotos.
He decidido vestirme con chándal,
jersey grueso y zapatillas de deporte, y tras dejar atrás el paisaje rural, me
he dirigido hacia el mar. Ahora lo observo precioso. Los azules han
desaparecido del paisaje y un velo gris cubre el horizonte y se funde con las aguas
lejanas. Por la orilla de la playa una mujer joven pasea y recoge lo que se me
antojan piedrecitas pulidas arrastradas por las olas durante la última noche.
Su perro la sigue de cerca y a veces apresura sus pasos para detenerse un poco
más adelante y esperarla con mirada inquisitiva. La veo dirigirse al espigón,
donde unos hombres discuten acalorados, posiblemente por el resultado del
partido de la noche anterior. Mientras, a lo lejos, un carguero se dirige hacia
el puerto comercial, ajeno a la discusión y a las escenas que se desarrollan en
la costa. Yo disfruto de mi camino por
el paseo marítimo que me brinda la tranquilidad de un entorno solitario. Apenas
dos reducidos grupos de señoras se cruzan conmigo. Caminan deprisa, como
sofocadas, y gesticulan cuando hablan. No me saludan, pero no es por falta de
educación sino porque van a lo suyo, y lo suyo es caminar, deprisa, y marcando
un ritmo; aconsejadas tal vez por su médico de familia como terapia contra el
colesterol, o quizá por propia iniciativa, esperando con ello desprenderse de
algunos centímetros de más en la cintura o caderas.
Yo no las sigo, simplemente las
contemplo y me imagino cómo serán sus vidas; qué harán tras la caminata. Una de
ellas parece bastante mayor pero camina con elegancia y no gesticula; solo
atiende a las otras. Ya casi no las oigo, han alcanzado el final del paseo y
dirigen sus pasos hacia el vial internúcleos. Tal vez vivan por las Quinientas viviendas, o en los
alrededores del Centro de Especialidades.
Cuando tomo asiento en uno de los
bancos, junto al seto de adelfas, y siento la humedad de la piedra, me doy
cuenta de que ha comenzado a caer una finísima lluvia, por lo que decido
alejarme por un tiempo del paseo paralelo a la playa y cobijarme en uno de los bares
de enfrente. Allí entablo conversación con un señor que toma su segundo cortado
de la mañana. Es bastante mayor, y me cuenta que, tras llevar a su nieto al
colegio, le gusta entrar a desayunar de nuevo, antes de ir a la panadería a
comprar el pan que dejará en casa de su hija. «Ella trabaja por las mañanas»,
me dice. Yo asiento y me acomodo mientras el camarero me sirve un café
calentito. Me pregunto cómo será la hija del hombre, si la conoceré, aunque
solo sea de vista, y de paso elucubro sobre las tareas en las que el hombre se
entretendrá una vez que la haya ayudado y recogido al niño a la salida del
colegio.
Mientras me cuenta cómo transcurría su
vida allá en el pueblo, me lo imagino en esa era, en la parte trasera de su
casa, que ahora dibuja con la mirada perdida. Me habla de la nieve que no añora
en absoluto porque, para las personas que tienen que convivir con ella en los
duros meses del invierno, allá en la sierra, no constituye ninguna diversión,
sino una herida más en el cuerpo.
La lluvia arrecia y empiezo a lamentar
no haber cogido ropa de más abrigo; el anorak se quedó colgado de la percha,
junto al paraguas grande, el negro de papá, el que nunca se rompe aunque haga
mucho viento, ese paraguas pasado de moda que ocupa su lugar privilegiado en el
viejo paragüero, al lado de la, igualmente vieja, percha; reliquias de un
pasado de las que, rotundamente, me niego a desprenderme.
El señor se pone nervioso a medida que
la lluvia cae con más fuerza. Sus manos tiemblan torpemente mientras deja la
taza de su cortado sobre la barra del bar. Le pregunto si se encuentra mal pero
no me responde. Algo se ha movido en su interior, muy adentro de sí mismo,
cuando me hablaba del invierno allá en su pueblo de Teruel, y yo me doy cuenta
de pronto de que es muy mayor para tener nietos en edad escolar.
«¿Cuántos años tiene su hija?» le
pregunto ahora con cautela. Me responde con evasivas y advierto que sus ojos se
han humedecido. Entonces pienso si, en realidad, hay una hija y un nieto en el
colegio. Deseo tomarle las manos y ofrecerle un poco de calor, pero no me
atrevo a importunarlo. El camarero me avisa de que todo está bien; el hombre
viene habitualmente, y el niño es su bisnieto. Hija no hay desde hace unos
meses. Abuelo y nieta viven juntos y cuidan del pequeño. Cada uno a su manera.
La tristeza me embarga por momentos y
decido pagar mi consumición y la de mi compañero de barra. Deseo marcharme de
nuevo frente al mar y no pensar en ausencias. Entonces una chica entra
sacudiéndose el agua del cabello y cerrando su paraguas negro, antiguo, de
abuelo.
Tras darnos los buenos días, se dirige
al anciano con una enorme sonrisa dibujada en su cara «¡Cómo llueve abuelo! Hoy
no hay trabajo, tampoco podremos pasear por la orilla del mar como a ti te
gusta, pero haremos migas para comer y después jugaremos al dominó» Con un gran
abrazo y un sonoro beso en la mejilla del abuelo, la chica aplaca mi pena e
ilumina la mirada del viejo.
Cuando me alejo de ellos dejándoles su
espacio de intimidad, observo por la ventana que la lluvia va amainando y
decido salir a la calle. Al final de mi paseo el autobús me espera para
llevarme de regreso a casa, adonde ansío llegar cuanto antes para cobijarme en
los brazos de mi gente y de mis recuerdos. Cuando llego a la cancela de mi
puerta me doy cuenta de que tengo los pies mojados y las manos heladas. El
invierno ha llegado de nuevo.
Precioso, como siempre
ResponderEliminar¡Qué bonita narrativa! Me ha llegado a emocionar y me he sentido por un momento, la protagonista, en femenino de tu publicación y sí me hubiera gustado que me tomaran las manos y me ofrecieran un poco de calor.¡¡¡Qué lindo!!!
ResponderEliminarGracias, Amparo.
EliminarLa playa en invierno nos habla con otra voz.