Ya pasaron los rigores del invierno.
La primavera, a cámara lenta, se despereza y da libertad a las flores para que
abran sus pétalos y esparzan sus aromas por el aire. Apetece salir a la calle y
dar largos paseos; ya sea por la arena de la playa, por el ocre de la tierra en
el monte o por las aceras de la ciudad disfrutando de los escaparates que mudan
sus decorados y maniquís.
A mí se me ocurre, a veces, con este
tiempo tan estupendo del que disfrutamos en nuestra tierra, cubrir mi cabeza
con el casco de la moto, ponerme ropa cómoda y dejarme llevar por el motorista
rodando asfalto a través de la vieja carretera, vínculo de pueblos, de gentes,
de amores y desamores…
El trayecto escogido en esta ocasión discurre
paralelo a la autovía Múdéjar que nos acerca hasta la vecina Aragón. A pesar
de la gran cilindrada circulamos despacio. Nos gusta sentir, a través del visor
levantado, los aromas y colores del paisaje. Primero un pueblo, después otro.
En cada uno de ellos se observa la vida en sus plazas, en sus huertas… Las
mujeres nos miran pasar mientras charlan en la puerta de la panadería, y yo las
observo a ellas y a sus bolsas de pan, de aquellas de tela, cosidas con mimo en
el descanso de la tarde, tras la faena en la cocina. El pueblo desaparece a mi
espalda, y al otro lado del arcén, un hombre trabaja en su campo, ajeno al
zumbido de la moto que, como una intrusa, se entromete rompiendo el silencio y
el trino de los pajarillos. El labrador va a lo suyo…, a la labor de la tierra.
Su vehículo espera paciente a un lado del camino, custodiado por la sombra de
una frondosa higuera.
Nosotros seguimos la ruta. A nuestro
alrededor, pueblos y montañas, huertas de hortalizas, campos de almendros,
olivares… Deseo comerme con la vista todo cuanto observo. Nuestro punto de
destino ya no queda lejos. Poco a poco hemos dejado rezagado el término de la
provincia de Valencia y ya hace rato que nos hemos adentrado en el de la de
Castellón. Ahora, Segorbe nos recuerda que en otros tiempos fue grande y
próspera. Todavía los vestigios de una ciudad antigua nos lo indican desde lo
alto del cerro donde se asienta el municipio.
A modo de anfitriona, la localidad de Castellnovo
nos abre la puerta de la sierra y nos invita a pasar. Recorremos sus calles
empinadas antes de salir en busca de Almedíjar, lugar por el que nos hemos
decantado hoy para realizar nuestra primera excursión tras el invierno. Seguimos
circulando muy despacio y levanto por completo mi visor para regodearme mejor
con el paisaje y el olor de la montaña. El pico Espadán, que da nombre a la
sierra, se muestra altanero a lo lejos, con tonalidades azules por el efecto
óptico que esa lejanía produce.
Ya en el municipio de topónimo árabe
nos desprendemos del casco y de las chaquetas mientras una señora nos contempla
curiosa desde su balcón, muy cerquita de donde estamos estacionando la moto. Somos
extraños en un lugar en el que tan solo conviven unos trescientos vecinos. La
señora nos estudiará hasta que desaparezcamos calle abajo, hacia el centro del
pueblo. Allí sus calles me seducen. A nuestro paso se abren bellos rincones cuyas
flores y fuentes comparten espacio.
Y al final… nuestro descanso, en Los Pinos a pie de monte, donde el
camino invita a seguir una de las rutas de senderismo que parten desde el
municipio. Ahí nos refrescamos con el agua que mana de la fuente. Es hora de
caminar y de disfrutar de esta naturaleza que tan generosa se muestra en la
primavera recién estrenada. Las copas de los árboles se visten de verde y yo
camino despacio por el suelo de tierra. Deseo perderme en la espesura y
fundirme en la natura, sin prestar atención a los ecos del último invierno que,
desde lejos, me cantan su despedida. No obstante, desisto y dejo mi deseo para
más adelante, cuando organicemos una de esas rutas, con la ropa y el calzado
adecuado. Ahora me conformo con cruzar el camino al otro lado, paralelo al río,
y llegar a conocer La Chopera, «un
lugar ideal —según nos comenta muy amablemente un vecino del pueblo— al que
acudir con los niños cuando “hace bueno”»
Me encantan tus artículos, con esa forma de sentir los pueblos y la naturaleza.
ResponderEliminarEs en el pueblo, a pie de calle, hablando con sus gentes y pisando sus suelos (de asfalto o de tierra), donde nos sentimos parte de la vida. Tan solo hay que tomarse un tiempo para detenerse y mirar.
EliminarMe he dejado llevar pir la belleza de tu relsto. Un fascinante recorrido expresado con tanta sensibilidad que invita a soñar mientras caminas por esas tierras.
ResponderEliminarMe he dejado llevar pir la belleza de tu relsto. Un fascinante recorrido expresado con tanta sensibilidad que invita a soñar mientras caminas por esas tierras.
ResponderEliminarBonito relato Lola.
ResponderEliminarGracias gracias de nuevo. Es un placer tenerte como lector.
Eliminar