En la entrada anterior intentaba transmitiros de alguna
manera la sensación de paz que me embargaba en el Paraje de las Cuevas, en
Tramacastilla. El modo en que las voces de los pajarillos unidas al sonido
producido por la corriente del agua del río, y del movimiento del ramaje en lo
alto de la arboleda, sólo se puede sentir cuando se está bajo su influjo, sobre
la tierra del bosque, cobijada por la foresta. Esa sensación me duró hasta bien
entrada la noche.
Nuestra segunda jornada en la sierra da comienzo temprano,
con un buen desayuno. Nos despedimos de Sebas, el gestor del hotel, quien
dispuso la cena de la noche: Un espectacular menú degustación que, si bien
consistía en composiciones culinarias completamente desconocidas para mi paladar,
resultó de lo más agradable y hasta divertido de tomar. Las dos estrellas
Michelín con que cuenta el restaurante son un añadido más a las comodidades de
las habitaciones y el entorno de las instalaciones.
Nuestro siguiente destino es Orihuela del Tremedal. En el
trayecto desde Tramacastilla se adivina ya la belleza del paisaje que nos
espera: Un bosque que cumple mis expectativas y por el que atraviesa un GR que con mucho gusto recorrería si
tuviera el tiempo suficiente. Un cartel nos indica las peculiaridades del
terreno y de lo que llaman el «río de piedras», un proceso natural que a lo
largo de los siglos ha dado como resultado la gran acumulación de piedras que
siguen un curso semejante al del cauce de un río. Nos demoramos bastante en
esta zona de pinos y piedras, pues el lugar bien merece un lento recorrido.
En el municipio nos entretenemos poco. A pesar de que se nos
muestra bastante atractivo desde que accedemos a través del río Gallo, no
pasamos mucho tiempo visitándolo. Aquí se ve más gente por las calles que en la
vecina Bronchales. Pasamos por unos bellos rincones con flores y enredaderas,
también alguna parra sobresaliendo desde su patio al exterior. Ascendemos hasta
la que creo es la iglesia de San Millán, pero sólo disparo la cámara hacia las
rosas del patio que precede a la entrada de la iglesia. Una gran losa en el
porche me incomoda y decidimos volver al vehículo y emprender camino hacia otro
lugar de la sierra: Pozondón.
En Pozondón visitamos su plaza, donde llama nuestra atención
el aljibe de singular arquitectura construido en 1931 para abastecimiento de la
población, hasta que llegó el agua canalizada muchos años más tarde. Parece ser
que el coste final de su construcción fue bastante inferior al presupuesto
adjudicado. Ese es un dato que no nos deja indiferentes, dado el excesivo
desfase presupuestario que observamos actualmente en las obras llevadas a cabo
en muchos de nuestros municipios. Por una de sus calles nos sale al encuentro
un pórtico que se me antoja añejo. Lo miro y me dejo llevar por la imaginación.
Me encuentro en un lugar en el que parece haberse detenido el tiempo. Es el
acceso a la iglesia de Santa Catalina. Aquí no hay losa que me arroje a otro
lado del camino y aprovecho para sacar una instantánea de los remaches de
hierro en su portón viejo. Inconscientemente vuelvo otra vez al blanco y negro
de mis pasados años, los de la infancia, y el recuerdo de mi padre me asalta de
nuevo al ver los grandes remaches. Seguimos caminando; mi pareja, deteniéndose
en una pequeña plazoleta, observando la exposición de un elemento industrial
que no alcanzamos a identificar; quizá una especie de molino de trigo; yo, mirando
a la vida de cerca, en las rosas y en los insectos que las invaden.
Nos despedimos de Pozondón y ya vamos hacia Rodenas, donde
comeremos. El viaje sigue siendo cómodo, sin nada de calor, con las ventanillas
bajadas, sin conectar el aire. El paisaje va cambiando sus colores. Las
montañas se nos muestran diferentes, y a medida que nos acercamos a nuestro
nuevo destino aparecen a lo lejos como si de almenas se tratara. Son los
grandes bloques de piedra de rodeno que dan forma a la fisonomía de la zona. Estacionamos cerca de Los Poyales, el lugar elegido
para comer. Pero aún es pronto. Mi vista se cruza de pronto, nada más comenzar
el recorrido, con una escultura en piedra de una mujer. Nos acercamos y
comprobamos que hay más de una, pero de menor tamaño. La que captó nuestra atención
es una gran figura femenina, desnuda, sentada sobre un bloque de la misma piedra,
presidiendo la que según parece ser por las indicaciones que nos guian hasta allí,
«La casa del escultor». Es una gran casa que a mí se me antoja taller. En una
de sus fachadas, opuesta a la principal, vemos otra escultura de mujer, en un
balcón sin baranda. Justo al lado, adosada a la pared, una placa donde figura
el nombre y teléfono de contacto del «escultor-cantero». Me hubiera gustado
mostrar aquí la cantidad de bloques de piedra que se amontonan alrededor del
inmueble. Entre las piedras de varios tamaños aparecen pequeñas losas talladas,
a modo de muestrario.
No vemos a nadie en el lugar con quien
hablar acerca de las esculturas. Tan solo un perro sale de la casa y se pasea a
corta distancia de nosotros. Nos observa durante breve espacio de tiempo y
cuando comprende que no representamos amenza alguna con nuestra cámara,
desparece tras la verja de la entrada con la misma lentitud con la que apareció.
Nosotros también nos alejamos ya de allí. Queremos llegar hasta el lavadero y
el aljibe. El trayecto hasta ambos lugares nos resulta muy ameno. Me muero de
ganas por fotografíar una preciosa casa ubicada en un rincón cubierto de
flores. Hay muchas así, pero esta es extraordinaria. Me hubiera gustado ser
menos tímida y haber llamado a la puerta solicitando permiso para
fotografiarla. Más tarde me dirán que es «la casa de Elvira». En otra nos
asomamos indiscretos a través de un valla metálica. El jardín que hay al otro
lado y el pequeño huerto son una maravilla. En realidad, todas las casas que
encontramos a nuestro paso son un encanto. Humildes, sin aires de grandeza,
todas con flores en las fachadas y la ropa tendida en el exterior, secándose al
sol. El nombre de una de ellas me hace mucha gracia y me recuerda que en unos
meses la mía también podría llamarse así si me decidiera a ponerle nombre: «La
casa de la abuela».
Ya casi hemos llegado al antiguo lavadero.
Es diferente a los que conocemos de otras localidades, pues este está formado
por varias piletas. Una joven y varias niñas están en el lugar. Una de las
niñas, quizá tan curiosa como yo, me pregunta qué hacemos allí. «Sacar fotos»
le digo. Mi respuesta no parece convencerla y nos sigue con la mirada mientras
la chica les explica el modo en que las mujeres lavaban la ropa hace ya muchos
años.
Yo también, como la niña, me pregunto cómo
sería la vida en el pueblo en los tiempos en que sus mujeres iban a lavar la
ropa a esas pilas. Y pregunto… «¿Vamos bien por aquí para llegar al aljibe?» me
dirijo a una señora que nos observa desde la puerta de su patio. Muy amable nos
indica el camino que debemos seguir. Ya puesta, aprovecho para preguntarle si
ella fue asidua del lavadero en sus tiempo jóvenes. «Huy, ya lo creo que sí.
Íbamos todas a lavar allí. Entonces no teniamos agua en las casas. No la
tuvimos hasta hace cuarenta años», me dice. En el interior del patio hay dos
señoras más que atienden a cuanto decimos. De pronto, salta la sorpresa, y no
es la primera vez que me sucede cuando me pongo preguntona. La señora con la
que hablo es de allí, de Rodenas, pero se marchó como muchos otros a vivir
fuera, a otra región, a «Puerto de Sagunto, en Valencia» ¡Vaya casualidad! Mi curiosidad
crece, y la sorpresa también: No sólo se fue a mi pueblo, sino que vive en mi
mismo barrio. Cuando el tiempo lo permite, habita en Rodenas, pero en invierno
el frío es mucho frío en esta zona y se está mejor en la costa.
Siguiendo sus indicaciones nos acercamos
hasta el aljibe, situado en la parte alta del pueblo. Se trata de una
construcción de la época musulmana, que aprovechaba el desnivel del roquedal para recoger el agua en su base.
Allí delante, no dejamos de reflexionar acerca del modo en que las sociedades
antiguas se las ingeniaban para tener cubiertas las necesidades más básicas. Y
entre esos pensamientos se cuelan otros cuando miro a mi alrededor y me veo
rodeada de viejos muros de piedras, derruidos en su mayor parte, pero con
algunos tramos todavía sosteniéndose sobre sí mismos. Ventanas tapiadas con las
mismas piedras de sus ruinas, alféizares sobre los que se detuvo la vida de sus
inquilinos, pero en los que con el tiempo ha perdurado la otra, la de la hiedra
vieja, la de las plantas silvestres y otros tipos de flora, libre y salvaje… Una
historia oculta entre esas ruínas que se niega a alejarse del aljibe y de las
piletas del lavadero vecino.
De pronto siento que ya no necesito la
chaqueta. Vuelvo a la realidad y a la hora que me indica el reloj digital en mi
muñeca. Es tiempo de ir a comer. Volvemos a las calles bonitas, las de las
flores en las casas y la ropa interior de las vecinas ancianas tendida en los
alambres que se sujetan a las ventanas de madera. En Los Poyales nos espera la
chica —muy agradable, por cierto— para ponernos el menú. Hoy bastante alejado
del degustado en la cena, en El Batán. Comemos lentejas con jabalí. Me saben a
gloria después de tanto caminar por los pueblos de la sierra. Cuando lleguemos
a casa ya volveremos a nuestras ensaladas y platos ligeros.
Únicamente nos queda una visita que
realizar. Va quedando poca batería en la cámara y hay que reservarla. Los
montículos de piedra rodeno que a lo lejos me parecían almenas de viejos
castillos, son ahora enormes moles rojizas, con formas caprichosas que el
tiempo, y quizá la mano del hombre, han ido formando. Son espectaculares. Detenemos
el vehículo para observarlas mejor, tan solo unos minutos y otra vez en marcha…
Y, en un momento, aparece; ahí está, delante de nosotros. No ha hecho falta
buscarlo, él ha salido a nuestro encuentro; desafiante y hermoso. No se trata
de un efecto óptico producido por la lejanía. Ahora sí, es un castillo. El de
Peracense. Y nos da la bienvenida desde su trono en la formación rocosa.
Cuanto veo a mi alrededor no tiene ya nada
que ver con lo que hemos estado viendo previamente a nuestra entrada en
Rodenas. El paisaje ha cambiado completamente. La sierra de Albarracín se ha
quedado atrás. La de ahora, la que nos observa con el mismo interés que
nosotros a ella, es otra cuyo nombre nos resulta muy familiar: «La Menera». A
mi acompañante la sangre le está hablando ya en voz alta. Sus orígenes están
muy cerquita. Pero no hay tiempo que perder, o de lo contrario se nos hará
tarde para la vuelta que tenemos prevista para las cinco de la tarde. Queremos
ver el castillo y nos dirijimos hacia la puerta de entrada.
¡Qué pena! Falta más de una hora para que
abran. Hay mucho que ver en el interior, mucha explicación que escuchar y mucho
detalle en el que detenerse. Desistimos de visitarlo por dentro y nos quedamos,
como se suele decir, «con la miel en los labios». Calculamos que podemos
realizar una próxima excursión dedicada exclusivamente al castillo. Podremos
salir de casa temprano en la mañana y visitarlo. No será necesario hacer noche
en la provincia. Actualmente se puede realizar el trayecto de ida y vuelta en
un mismo día. Así pues: ¡Volveremos!
Ahora sí, echamos mano de la cámara de
nuestros respectivos teléfonos. Él por un lado y yo por el otro, vamos tomando
imágenes de los rincones del exterior de la fortaleza, de los bloques rojizos
que lo rodean e incluso de ese rebaño de cabras que pastan pacíficamente, ajenas a nuestra presencia, en una vertiente
de la montaña, abajo en el valle.
«¿Tienes bastante material en las notas y en
las cámaras para poder escribir tu crónica del viaje?» me pregunta. Mi
respuesta es afirmativa. Tan solo me quedan un par de imágenes que tomar. Será
dentro de un rato, cuando, de nuevo, al regresar, nos detengamos a prestar un minuto
de silencio y presentar nuestro respeto ante el Monolito y La Fosa de Caudé.
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