Una vez más dirigimos nuestros pasos hacia la vecina Aragón,
hacia sus sierras, sus pueblos de verde vega, sus gentes de acento maño… y su
historia enredada entre la hiedra que cubre sus muros de piedra.
Dejamos atrás las nubes con que nos sorprendió la mañana en
nuestro lugar de origen, junto a la costa. Viajamos contentos, como siempre.
Él, conduciendo; yo, pendiente de cuanto pasa veloz al otro lado de la autovía,
ésa cuyo nombre tanto me agrada: «Almudéjar». Pronto perdemos de vista los
molinos eólicos que nos avisan del final de la provincia castellonense. Aquí ya
se nota la bajada de temperatura. Cuando entramos en Teruel comprobamos que
estamos a tan solo 16º, nada que ver con los 34 sufridos durante los días
anteriores. Con toda seguridad dormiremos fresquitos. La música de La quinta estación se introduce en el
paisaje desde mi ventanilla, ahora bajada para respirar la tierra. Miro a
través de ella con ojos de niña. Preparo la cámara para que me dé tiempo a
captar a lo lejos la flotilla de aviones estacionados en el aeropuerto. Son
aviones a la espera de reparación o de una posible venta. Desde nuestro lugar
en la carretera se ven pequeñitos, pero hay muchos y llaman la atención entre
la vasta llanura de tonalidades ocres y amarillas bañadas por el azul intenso
del cielo.
El paisaje no tarda en cambiar sus formas y colores,
diferentes a los del último viaje, en plena otoñada. Ahora no corresponde, lo
que ahora toca es deleitarse con las gamas de verdes que la cercanía de la vega
del Guadalaviar nos ofrece. Estamos atravesando Gea de Albarracín, mis ojos lo
captan todo, las montañas a un lado, la frondosidad de la foresta que bordea el
río al otro, las curvas del camino. Ya nos encontramos en el corazón de la
sierra; un poquito más y… nuestro primer destino: Tramacastilla y «El Batán»,
la posadería donde nos alojaremos.
El lugar es extraordinario. Hemos accedido a través del
puente que cruza el río. No sabría decir si el que admiramos es todavía el
Guadalaviar, o si en este punto de la sierra nos encontramos ya con el Noguera
que vierte sus aguas en el primero, pues ambos confluyen en Tramacastilla. Inmediatamente
llama mi atención la pequeña cascada junto a la fachada del edificio y las
parcelas boscosas que lo rodean con espacios adaptados para el relax y que se
mimetizan con el paisaje. Un rústico banco de madera bajo un paraguas forjado
en hierro se me clava en la mirada. Ahora no hay tiempo, pero más tarde será el
lugar en el que me deleitaré leyendo a los poetas.
No nos darán la habitación hasta dos horas más tarde, por lo
que nuestra ruta se ve alterada y la de
senderismo no se lleva a cabo. No nos importa. Primero nos deleitamos con el
paseo por el entorno de El Batán —antigua fábrica de lanas rehabilitada y
convertida en hotel restaurante—, situado a las afueras del municipio,
enclavado en la sierra, junto al río. Tras el paseo y un montón de fotos, nos dirigimos hacia Bronchales. Caminamos por sus calles; subimos por
unas, bajamos por otras; calles estrechas, empedradas, algunas asfaltadas, desniveladas… Por donde vamos tienen nombre de
personalidades aragonesas: Miguel Servet, Buñuel, Ramón J. Sénder… Las fachadas de los edificios son de piedra,
con techos de pizarra y balcones de madera, con la colada pendiendo hacia el
exterior, bien sujeta a los tendederos de hierro, de los antiguos, de los que
elaboraba mi padre en el viejo taller a golpe de martillo en el yunque. Las prendas
de variados colores oscilan a placer de
un airecillo suave; suave, pero demasiado frio para esta época del año. Hay muchas
flores en los alféizares de las ventanas y por el suelo, junto a las
entradas de las casas. Bellos rincones silenciosos a estas horas en que la
gente se recoge en sus casas a comer. No hay tráfico en el pueblo; tampoco muchas personas por la calle, y aquéllas con las que nos cruzamos nos observan sin
excesiva curiosidad. Están acostumbrados a ser visitados, aunque quizá con
menos frecuencia en días laborables. Tal vez sí en agosto, cuando más
veraneantes se alojan en el camping Las Corralizas.
Para comer nos hemos decantado por El Rinconcillo. «Un día es
un día» me digo, y sin tener en cuenta que nos quedan muchas horas hasta el
regreso a casa y a la dieta habitual, me atrevo con la comida de la zona:
Ciervo y ternasco, acompañados con productos de las huertas vecinas, bañadas
con las aguas de los dos ríos.
La primera fase de nuestra escapada ya toca a su fin. Ahora sí,
retomamos la comarcal hasta Tramacastilla. Nuestra habitación ya está lista y
nos encanta. Un pequeño bungalow en el que no falta de nada, con una terracita
desde la que observar las estrellas en la noche.
Pero las estrellas deberán esperar. Ahora, tras instalarnos y
descansar un poquito, como no hemos podido realizar la ruta de senderismo
prevista, nos deleitamos con un paseo hasta el Paraje de las Cuevas bordeando
el municipio. Realmente es un paseo delicioso, a través de la senda que separa
las huertas vecinales y que nos lleva directamente hacia el paraje,
un lugar estupendo en el que el silencio solo es interrumpido por el canturreo de
las aves y el sonido de las aguas del río Noguera que, aunque de tímido caudal
en estos meses de verano, se nos ofrece generosamente para deleitarnos la vista y el oído
bajo las múltiples oquedades de la montaña.
Es un momento ideal para el silencio contemplativo, aspirar
hondo, sentir la voz de las ramas de los árboles al mecerse en lo alto, la del
agua, la de las aves y, quién sabe si, la de nuestro propio silencio.
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